Alta Comisión de Justicia
Artículo para ALA, tomado de su publicación en El Universal, el 14 de agosto de 1991.
Quizás el problema institucional más grave que confronta la actualidad venezolana es la falta de confianza del pueblo en la administración de justicia. Hay jueces honorables, muchos. Hay jueces ilustrados, sin duda. Hay jueces laboriosos, no se puede negar. Los hay también incultos, los hay perezosos, los hay deshonestos. Pero lo grave es que la sociedad civil ha perdido, en general, respeto por los fallos judiciales. En cualquier sondeo de opinión se responde con facilidad que las actuaciones de los magistrados las dictan el interés, el soborno o la presión política. Así como se está formando una especie de matriz de opinión adversa al estamento político, en la cual cabe la expresión de que pagan justos por pecadores, así mismo, se va convirtiendo en lugar común de que es inútil y tonto esperar que los tribunales hagan justicia. Con la agravante de que, si bien los políticos pueden renovarse a través de procesos electorales y se abriga la esperanza de que la reforma de los sistemas de votación puede inyectar sangre limpia a los cuerpos deliberantes, en el caso de la justicia, la estabilidad se requiere por la independencia necesaria para decidir.
La Comisión Bicameral que estudia la conveniencia de una nueva Enmienda Constitucional ha considerado desde su instalación que uno de sus objetivos más importantes debe ser la rama judicial del Poder Público. Se ha pensado en aumentar los requisitos para ocupar altas magistraturas, en exigir una mayoría calificada para su elección, en alargar el período de los magistrados de la Corte Suprema y prohibir su reelección, en disponer que los tribunales deben proveerse necesariamente por concursos de oposición, en que los jueces no puedan tener militancia política activa, y otras cosas más. Pero siempre asoma la duda: ¿serán estas medidas verdaderamente eficaces para alcanzar el fin propuesto?
¿Llegaremos con ellas a convencer al país nacional, a la sociedad civil, de que las designaciones de jueces no ha sido resultado de acuerdos entre las cúpulas partidistas?
Muchas meditaciones en torno a esta cuestión me fueron llevando a pensar en la necesidad de crear un cuerpo colegiado, muy independiente, muy representativo, para actuar como una especie de gran jurado, con autoridad para destituir funcionarios judiciales, de cualquier nivel, que en la conciencia de la comunidad sean conocidos como venales, como parciales o en cualquier forma corruptos, y cuya presencia en el estrado no ofrece la garantía de obrar con rectitud.
Porque el Consejo de la Judicatura, es cierto, se ha esforzado en cumplir sus funciones disciplinarias, pero su buena voluntad se estrella ante el hecho de que los funcionarios más señalados como indignos suelen ser los más astutos para cubrir las formas, y hasta puede haber sucedido que, en casos raros en que el Consejo encuentra pruebas suficientes para la remoción, la Corte Suprema revoca el fallo por considerar que no hay en autos prueba plena y ordena la reposición y hasta el pago de salarios caídos al juez destituido.
Pero el razonamiento me fue llevando más allá. Varios países hermanos han ido introduciendo diversas modalidades para que la elección de los magistrados del más alto tribunal no la haga el Parlamento por su sola escogencia, sino que participen otros organismos en la elección de nombres de candidatos, entre los cuales debe escoger el Congreso. ¿Cuál podría ser, he pensado, ese organismo para que no pueda considerarse manejable por los cogollos políticos? Más aún, ¿cómo puede integrarse esa entidad para dar a la opinión pública la seguridad de que no ha sido producto de arreglos y de que representa los más variados sectores de la vida nacional?
Estos razonamientos me llevaron a proponer a la Comisión Bicameral, que tengo el alto honor de presidir, la creación de una Alta Comisión de Justicia. Así a secas. Ni «Consejo» ni nada de «Superior» o «Suprema». Una Comisión integrada por un número que no sea ni tan grande, que funcione con dificultad, ni tan pequeña, que se preste para los arreglos, que pueden hacerse con la mejor intención y con óptimo resultado, pero que también podrían ser fruto de un puro y simple reparto de posiciones entre las corrientes que la integran.
La Alta Comisión de Justicia que he propuesto no debe ser un cuerpo burocrático más. No debe tener ninguna especie de remuneración económica, ni siquiera sus miembros deben recibir el consabido obsequio de un automóvil y un chofer. No debe reunirse sino en cada caso en que le toque cumplir alguno de los actos que le estén confiados, los cuales fundamentalmente serían dos: 1. Destituir a cualquier funcionario judicial cuando la libre convicción de la mayoría absoluta de sus integrantes lo merezca, y 2. Elaborar listas de candidatos para que el Congreso haga la selección final por mayoría de las dos terceras partes de sus miembros.
La idea es que la Alta Comisión la convoque y la presida el presidente del Consejo de la Judicatura o el fiscal general de la República. El Consejo de la Judicatura, la Corte Suprema de Justicia, el Ministerio de Justicia no deben formar parte de la Alta Comisión, pero sí aportarle los elementos de información que consideren pertinente, incluyendo nombres de posibles candidatos para la lista que va a elaborar (los cuales libremente puede incluirlos o no). De las decisiones del nuevo organismo no se debe dar recurso alguno.
Otra atribución que podría dársele es revisar un concurso de oposición, cuando recurra ante ella alguno de los interesados. Porque puede haber el peligro de que los concursos, que son la vía legítima de provisión, fueran «arreglados», con lo que no sólo perderían su utilidad, sino hasta su legitimidad.
La idea de la Alta Comisión de Justicia ha ido tomando aceptación, dentro y fuera de nuestra Comisión Bicameral. Calificados juristas han emitido en la prensa opinión favorable. Lo que se está analizando con mayor cuidado es su composición. Yo estoy a favor de que no tenga menos de treinta miembros ni más de cuarenta, de que más o menos la mitad la supla el estamento jurídico (decanos de las facultades de Derecho, presidentes de colegios de Abogados, miembros directivos de asociaciones y jueces) y de que la otra mitad la formen directivos calificados de la sociedad civil: de las instituciones académicas, de instituciones morales (por ejemplo, tres obispos católicos y dos dirigentes de otras religiones, v.g., un pastor evangélico y un rabino), dirigentes del sector empresarial y de las centrales sindicales, de las federaciones de vecinos, el presidente del Colegio Nacional de Periodistas y el de la organización de oficiales de las Fuerzas Armadas en situación de retiro. En mi opinión, estos sectores no «enviarían» delegados o representantes, sino a sus propios funcionarios escogidos por ellos para dirigirlos. Por supuesto, éstos tendrán medios para informarse amplia y debidamente de las situaciones que se van a resolver.
Con ello se lograría: uno, que la sociedad civil se convenciera de que los jueces no son impuestos ni manipulados por cogollos de ninguna clase; y dos, que no puedan surgir «arreglos» negociados entre los miembros de la Alta Comisión, que más que el espectro político representarían un verdadero espectro nacional.
Al acariciar esta idea no hemos podido menos que pensar en Don Simón Rodríguez. O inventamos, o erramos. O mejor: o inventamos, o perecemos. El paso propuesto es el más trascendental para sembrar la conciencia del estado de derecho en el alma del pueblo.