Contestación de Rafael Caldera al Discurso de incorporación de Arturo Uslar Pietri como Individuo de Número de la Academia de Ciencias Políticas y Sociales
El Individuo de Número que viene hoy a incorporarse a la Academia de Ciencias Políticas y Sociales trae como bagaje una obra intelectual de señalado mérito. Ampliamente conocido en el mundo de las letras, comenzó por el cultivo del cuento (Barrabás y otros relatos, 1928; Red, 1936; Treinta hombres y sus sombras, 1949) y ha demostrado singular maestría en los más variados géneros literarios. Desde la novela de raigambre histórica y contenido social, en dos apasionantes libros que con pinceladas maestras reviven el más sangriento de nuestros episodios nacionales (Las lanzas coloradas, 1931) y el más cruel de los conquistadores (El camino de El Dorado, 1947), hasta el ensayo, esa manifestación predominante de nuestra producción nacional, en la cual el doctor Uslar Pietri ha hecho resaltar la sagacidad de su inteligencia y la elegante forma de su estilo (De una a otra Venezuela, 1949; Las nubes, 1952). Libros de viajes (Las visiones del camino, 1945; Tierra venezolana, 1953; El otoño en Europa, 1954), artículos de prensa en diarios y revistas, conferencias, charlas de divulgación cultural a través de la televisión, han salido de la pluma o de la palabra de Uslar Pietri para acreditar sus singulares dotes de expresión, pues los temas y lugares por donde ha debido discurrir han parecido renovarse con las galas de su vestido literario, y esta característica propia del escritor, al aquilatarse cada día, ha recibido merecidos galardones, como el Premio «Arístides Rojas», otorgado a su novela El camino de El Dorado, y el Premio Nacional de Literatura, que le fue discernido en 1954.
De sus actividades intelectuales, dos parecen haber atraído su atención preferente o, por lo menos, a ellas ha aplicado el rigor sistemático de la enseñanza universitaria, a saber: la historia y crítica de la literatura, y la economía venezolana. A la primera corresponde su actuación como profesor de Literatura Hispanoamericana en la Universidad de Columbia (Nueva York, 1947-1950) y de Literatura Venezolana en la Universidad Central de Venezuela, y su producción de valiosos libros, como Letras y hombres de Venezuela (1948), Breve historia de la novela hispanoamericana (1955) y la selección Lecturas para jóvenes venezolanos (1954), así como de numerosos artículos; y motivó que se le encomendara la introducción a los Temas de crítica literaria de Andrés Bello en la edición de sus Obras completas que actualmente se hace. A la segunda corresponde el primer ensayo de su idoneidad docente, como profesor de Economía Política en la Universidad Central (1937-1941) y un pequeño pero valioso libro bautizado con el nombre demasiado modesto de Sumario de economía venezolana, para alivio de estudiantes (1945).
La enunciación precedente demuestra que sobran credenciales a nuestro recipiendario para ser admitido en el seno de esta corporación. Si su dominio del lenguaje como instrumento de expresión artística ha motivado su elección para la Academia Venezolana de la Lengua, correspondiente de la Real Española, sus amplios conocimientos y su obra divulgativa en materia económica justifican con creces su incorporación a la Academia de Ciencias Políticas y Sociales. Su labor en la Cátedra de Economía, de la que ha quedado buen recuerdo; su obra impresa, repartida en gran parte en artículos y trabajos diversos, así como en importantes documentos oficiales, prometen a esta academia aun más rica producción en un ramo cuya importancia es cada vez mayor. A ella le obliga doblemente su nueva condición de académico de Ciencias Políticas y Sociales, si no le obligara de antemano su intensa vida pública, la destacada figuración que ha tenido y el desempeño de posiciones sobresalientes, de lo que no es necesario hablar por ser sobradamente conocido y por constituir motivo de polémica a que no ha sido ajeno quien os habla.
No era yo, quizás, el más llamado para contestar en nombre de este instituto su discurso de incorporación. Otros distinguidos colegas tenían más credenciales que yo, y lo habrían hecho con mayor lucimiento. Pero al disponer el Cuerpo hacerme la encomienda, la he aceptado con gusto; abone mis palabras la sinceridad de este elogio y la cordialidad de espíritu con que, en nombre de todos mis colegas de academia, expreso la mejor bienvenida a quien sin duda constituye uno de los valores más representativos de las generaciones venezolanas que han actuado después de 1935.
Viene a sentarse el doctor Uslar Pietri en el sillón que desde hace años dejó vacante aquel ilustre maestro universitario y notable internacionalista que fue el doctor Francisco Arroyo Parejo. Al recibirse, evoca aquella figura singular que en los claustros de esta vieja casa universitaria constituía una como personificación de la disciplina que explicaba. Porque el doctor Arroyo Parejo era para nosotros una especie de persona irreal, elegante en su porte, intachable en sus maneras señoriales, lo mismo que aquellas normas ideales que enseñaba, llamadas a establecer la justicia entre las naciones de la tierra y a realizar el sueño de la igualdad de los Estados. Nunca supimos sus alumnos cuántos años tenía, porque la tradición oral nos revelaba que las canas ornaban su cabeza desde la más temprana juventud, y unas generaciones sucedían a las otras sin verle doblegarse bajo el peso de los años. La raya vertical de su silueta no se quebraba con su paso; lo impecable de su traje, rigurosamente aplanchado, jamás mostraba la fragilidad de una arruga o la malicia de una mancha. Pero era, al mismo tiempo, humano y blando. Su aparente severidad perdía rigor en el trance aterrador de los exámenes. Enseñaba un Derecho Internacional limpio, claro, geométrico; y el ensueño de un concierto universal de pueblos, donde la paz reinara con la fría serenidad del mármol era la norma de su vida, en la universidad lo mismo que en la Cancillería o en la academia.
Era, pues, expresión de una vida quieta, armoniosa y suave. Distinta, por cierto, de la realidad que las transformaciones sociales han impuesto ahora a los hombres. La vida bulle y cambia con vertiginosa rapidez. Así lo demuestra la mutación surgida en Venezuela al desarrollarse la economía petrolera.
Ese cambio profundo es el tema escogido para su recepción por el doctor Uslar Pietri y no podía ser más sugestivo. El petróleo ha transformado la vida nacional. Hay una honda diferencia entre la antigua Venezuela, con economía preponderantemente agropecuaria, no invadida todavía por la técnica y cuya ciudad capital apenas alcanzaba el centenar de miles de habitantes, y la Venezuela que al impulso de la economía petrolera se mueve con inquietud de torbellino, con sus masas de obreros cada vez más calificados y sus ciudades asomadas de improviso a los complejos problemas del urbanismo.
Uslar Pietri nos ha pintado en su discurso, con sobrios e impresionantes trazos, los aspectos principales de aquella transformación. Con profundo dominio de un tema que en diferentes oportunidades ha tratado, su discurso de incorporación viene a constituir una madura síntesis expositiva de lo que el petróleo ha significado para Venezuela. Dos características sobresalientes he creído encontrar en la pieza que acabamos de oírle: la elegancia atrayente de su estilo y la objetividad con que ha tratado el tema. Por otra parte, el recipiendario maneja las cifras con fina amenidad, muy semejante a la que caracteriza a los autores franceses, en cuyos textos literarios y científicos ha bebido un mucho de su densa cultura. Los temas económicos, de suyo áridos para los no iniciados, toman al ser tratados por su pluma un atractivo acento humano, y el uso discreto de las estadísticas, lejos de hacerse agobiante, sirve como de rasgo destinado a hacer más neto el motivo del cuadro.
Por supuesto, es razonable que la naturaleza del asunto y las preferencias del autor den tratamiento de favor a los aspectos económicos de la revolución –que no hay otro término apropiado para designar este cambio– ocurrida en Venezuela ante el empuje del petróleo. La radical modificación en el ingreso nacional, en el presupuesto, en la circulación monetaria, en el régimen de producción y consumo, en el poder adquisitivo de nuestra población, en nuestro régimen de pagos al extranjero, en nuestro mercado de divisas, en los índices de salarios, va haciéndose patente a través de la exposición del recipiendario. Pero como los factores económicos se entrelazan con los otros fenómenos sociales; como no hay mutación en las relaciones de producción o cambio que no influya sobre la capacidad de consumo y aun sobre los fenómenos aparentemente más distantes, como los que al orden de la cultura se refieren, preciso es reconocer que las transformaciones sucedidas en este país desde que el petróleo ocupó el primer renglón de nuestra economía productora rebasan su terreno propio, modifican la estructura social y provocan circunstancias que es preciso conocer y dominar para poner a salvo, en medio del cambio social, las características fundamentales de nuestra manera de ser.
El doctor Uslar Pietri, aun desde el campo puramente económico, llega sin poder evitarlo al terreno de las repercusiones sociales. Así sucede, por ejemplo, cuando desarrolla su tema favorito de «las dos Venezuelas coexistentes», la que vive del petróleo al ritmo de la moderna civilización y la que todavía no ha salido del pasado, encerrada en los campos o confinada a los cerros que circundan la metrópoli; cuando describe nuestro «capitalismo de Estado» y señala el fenómeno de la «suma de poder extraordinario reunida en el Ejecutivo Nacional»; o cuando indica cómo la riqueza petrolera le da al Estado venezolano, principal centralizador y «gran dispensador» de esa riqueza, «una fisonomía peculiar, que cada vez se aparta más de las concepciones doctrinarias que han encontrado expresión en nuestras constituciones» y sugiere «el curso previsible de su historia». Así ocurre, también, cuando el recipiendario se asoma a la transformación que la economía petrolera provoca en la vida de nuestra cultura. Pero el cambio social venezolano debido al petróleo puede observarse en un plano todavía más profundo: porque la riqueza proveniente de la explotación intensiva de nuestros yacimientos ha motivado cambios radicales en nuestra conducta social. El doctor Uslar lo apunta, al decir que «el carácter nacional, en muchos de sus rasgos recibidos, está en un proceso de activa metamorfosis». De donde surge esta cuestión, propicia para suscitar las más apasionantes investigaciones sobre nuestra psicología colectiva: ¿hasta dónde ha cambiado la manera de ser de nuestro pueblo, al pasar de su tradicional habitualidad de pueblo agropecuario a convertirse en el afortunado participante de una gran riqueza minera?
Don José Oviedo y Baños, el primero de nuestros historiadores, señalaba como circunstancia feliz el agotamiento de los veneros principales de nuestras minas de oro, que hizo a los venezolanos dedicarse a las labores de la agricultura. El argumento lo recogía y ampliaba Bello en su Resumen, colocándolo «entre las circunstancias más favorables que contribuyeron a dar al sistema político de Venezuela una consistencia durable». Querámoslo o no, esa circunstancia ha cambiado. Los agotados yacimientos auríferos –que solo resultaron en Guayana– han reaparecido bajo especie líquida y oscura. El oro negro que a fines del siglo pasado comenzaron a explotar en las tierras del Táchira pioneros venezolanos sin capital ni técnica, sale a raudales de la entraña de nuestra tierra, extraído por empresas cuyo adelanto las coloca entre las más avanzadas del mundo.
No es tiempo ni ocasión para lamentarnos del hecho. Hay razones para felicitarnos. Carreteras, tractores, materiales de construcción, automóviles, alimentos y bienes de consumo acuden a nuestro país, adquiridos con divisas de origen petrolero. El presupuesto se hincha y permite un amplio desarrollo de los servicios públicos. Hospitales, escuelas, edificios variados pueden surgir de la mano providente del Estado. Grandes campañas de saneamiento pueden emprenderse, con aumento inmediato del crecimiento vegetativo de la población. El sempiterno afán viajero de los venezolanos encuentra estrecho los caminos del Mundo. Es rara la línea de aviación que no traslade compatriotas nuestros a países remotos; e innúmeros conciudadanos están llevando a sus hijos –a veces sin suficientes precauciones– a educarse en otras civilizaciones. Todo ello nos hace más cosmopolitas, abiertos a todas las influencias, dispuestos a todos los esfuerzos, inclinados a las más variadas experiencias. Manejamos los productos técnicos del industrialismo extranjero como si fueran hechos por nosotros, y recibimos los modismos de otros pueblos como si estuvieran dispuestos para injertarse en nuestro folklore.
Pero hemos de tratar que no se diga de nosotros lo que de Francisco Fajardo dijera el mismo Resumen de Andrés Bello: que «el hallazgo de una veta de oro fue más bien el origen de sus desgracias que la recompensa de sus trabajos». Para lo cual es necesario percatarnos de que una riqueza de la magnitud de nuestro petróleo, al lado de grandes bienes, es susceptible de producir inmensos males y que uno de los más graves puede ser el desquiciamiento de nuestra idiosincrasia nacional.
Toda colectividad surgida alrededor de una mina se acostumbra a vivir del azar. Menosprecia el esfuerzo constante y pone a un lado la modesta virtud del ahorro, que ha hecho la grandeza de muchas naciones. El hábito de la ganancia fácil hace perder la noción económica del gasto; el uso de lo superfluo va más allá de los límites prudentes que lo frenan en una sociedad bien ordenada; se llega a admitir como necesidad el deseo de exhibir jactanciosamente una riqueza revestida de formas engañosas; y la vida económica adquiere resonancias de mito, que si en grado menor bastaría para atraer al inmigrante honesto, en medida mayor amenaza convertirse en señuelo para aventureros de variada calaña.
La misma fuerza de la moneda, que suscita admiración y envidia, crea problemas para atormentar las mejores cabezas. Nos da riqueza y bienestar, pero nos empuja a vivir de lo que otros producen, encarece nuestros renglones productivos propios, hace difícil el desarrollo de la industria y de la agricultura y nos expone a la atracción de múltiples especulaciones.
Estos síntomas acompañan inevitablemente el auge petrolero e imprimen en las costumbres modificaciones que no sé hasta dónde los sectores responsables nos preocupamos por impedir o, al menos, por paliar o, en última instancia, por canalizar. Parece a veces como si rivalizáramos en el propósito de acentuar el espejismo. El ansia de ganar dinero rápidamente atropella los valores sociales de jerarquía superior. El afán del juego toma proporciones de tal magnitud, que se convierte en actividad obligada hasta de las personas circunspectas; en una palabra, el hábito de ganar y perder introduce una norma de vivir al día y de gastar lo que se pueda, reñida con toda idea de previsión.
En medida mayor o menor, los pensadores venezolanos de estos tiempos se han dado cuenta de la paradoja creada por el petróleo. Al lado de la euforia jacarandosa ha estado siempre una inquietud: la de obviar los males que trae consigo esta riqueza inesperada, sin sacrificar sus beneficios. El alegre dispendio de la riqueza petrolera engendra un sentimiento de angustia, reflejado, mejor que en cualquier otra expresión, en la frase que el doctor Uslar Pietri ha reivindicado en otros importantes trabajos y en este preciso discurso: sembrar el petróleo.
La consigna de sembrar el petróleo implica la transitoriedad de una riqueza que se nos escapa de las manos y está llamada a desaparecer. Como lo expuso el propio Uslar Pietri al disertar ante una conferencia sobre relaciones humanas promovida por la Creole Petroleum Corporation: «Sembrar el petróleo significa utilizar la riqueza que Venezuela deriva de la industria petrolera en fomentar otras fuentes de producción, es decir, no comernos el dinero petrolero, no gastarlo alegremente en bienes de consumo, sino invertir una parte substancial de esa renta, de ese ingreso, forzosamente transitorio y aleatorio, en fomentar la agricultura, la industria y cualquiera otra forma de actividad que pudiera ser remunerativa para el país».
Pero la realidad exige más. No basta el objetivo –de por sí hermoso– de obtener para el país un beneficio duradero de una industria que se mira correr fuera de nuestro alcance. No es posible considerar la economía petrolera como distinta y superpuesta de la genuina economía nacional, así sea para reclamar que a esta se atribuya una parte del producto de aquella. Hay que integrar de lleno la economía petrolera en la economía venezolana. La realidad nos enseña que esta riqueza, hoy por hoy, a pesar de los problemas de la competencia y de las conjeturas, atómicas, está llamada a durar unos cuantos años más. Hemos de verla más de cerca como cosa nuestra. Hemos de hacerla más venezolana. Por ello, la experiencia está diciendo que sembrar el petróleo es parte de un objetivo más amplio, obligado aunque ambicioso: es necesario dominar el petróleo. Tenemos que abandonar el concepto del petróleo como una realidad que escapa a nuestras manos, para ganar la idea del petróleo como un elemento subordinado a nuestra realidad nacional. Ello ha de llevarnos a un entendimiento cada vez más fecundo con la iniciativa privada, nacional y extranjera, y a la colaboración cada vez mayor de nuestro capital humano en la explotación de esa riqueza nacional.
La industria petrolera es por muchos títulos nuestra primera industria, aunque no lo sea desde el punto de vista del empleo, ya que el número de personas que ocupa excede apenas de los cuarenta mil. Además, es centro de otras industrias. Aparte la actividad extractiva, surge una industria de refinación que para 1954 se acerca a los 26 millones de metros cúbicos de petróleo y alcanza el 23,4% de la producción. Una industria de transporte, que debería ser factor para desarrollar una gran flota mercante nacional; una industria de aprovechamiento del gas natural; una fuente de producción de energía eléctrica, y una serie de actividades nuevas, como puede serlo la industria petroquímica, encuentran en ella la base de su establecimiento.
Todos estos son signos optimistas, de los beneficios que deben esperarse de la integración definitiva del petróleo en la economía nacional. Uslar Pietri señala con mano maestra las principales etapas anteriores mediante las cuales ha ido aumentando Venezuela su participación en el producto de la industria. Debería añadirse el papel que en la venezolanización del petróleo tocó a la Ley del Trabajo de 1936. Papel decisivo, pues si no tuvo carácter fiscal, sus disposiciones elevaron el rango de los trabajadores y su participación en el rendimiento petrolero; impusieron a las empresas el deber de construir campamentos, hospitales, escuelas y otros establecimientos, de los que están con razón orgullosas; abrieron sus carreteras al tránsito; llevaron a los trabajadores de los contratistas los beneficios de los dependientes de las compañías. Establecieron, sobre todo, el porcentaje de trabajadores venezolanos, tanto manuales como no manuales, con lo que abrieron el camino para que músculos y cerebros venezolanos participaran en grado primordial en una industria venezolana, que hombres tan eminentes como el malogrado estadista Alberto Adriani llegaron a dudar si convenía fuera operada con nativos.
Mucho hemos aprendido en estas décadas, y una de nuestras más importantes adquisiciones es la conciencia de meditar y discutir los problemas de nuestro petróleo. Ya nadie infama como enemigo del país a quien leal y honestamente sirva los intereses de una compañía petrolera, pero tampoco se considera demagógica la posición de quienes aspiramos para Venezuela, sin lesionar derechos adquiridos, una injerencia cada vez mayor en su principal riqueza. Hubo un tiempo en que se juzgó exagerada la aspiración del fifty-fifty, es decir, repartir el producto por partes iguales entre el país, dueño de la materia extraída, y las empresas que con su capital y técnica realizan la extracción. Hoy, según cifras aparecidas en documentos oficiales, nuestra participación es mayor: en el decenio 1943-1953 correspondió a la nación un 56% contra un 44% para las compañías. No resulta, pues, descabellado, aun en el aspecto meramente fiscal, aspirar a un mejoramiento progresivo, y la mentalidad de la moderna industria norteamericana, que en nuestra economía petrolera tiene tanta importancia, se ha familiarizado con la idea de repartir con los trabajadores y con la colectividad la plusvalía obtenida por la empresa, pues la experiencia le ha mostrado que ello no le impide, si hay una dirección inteligente, obtener para los accionistas mejores dividendos y para los directores remuneraciones más altas.
La experiencia venezolana del petróleo es rica en enseñanzas. Ella desmiente aquellas plañideras profecías según las cuales el establecimiento de leyes avanzadas en favor de los trabajadores implicaría la ruina de la industria. Ella ha probado que la prosperidad del negocio es también compatible con la aspiración venezolana de obtener una participación más justa. Y otra enseñanza, de importancia no menor, es la interdependencia que la vida moderna establece entre las diversas naciones.
Cierto que Venezuela, por la afluencia de divisas petroleras, se ha colocado en peligrosa actitud de dependencia, como lo revelan las estadísticas recogidas por el doctor Uslar Pietri. Pero también es cierto que los pueblos mayores y más poderosos dependen de otros pueblos como el nuestro para asegurar su subsistencia. El petróleo venezolano constituye material esencial para la economía del mundo, lo mismo en la paz que en la guerra. Justo es, por tanto, que Venezuela aspire a una participación más efectiva en la política mundial del petróleo.
Por otra parte, ha de abrirse paso un concepto de justicia social según el cual, si el petróleo venezolano es especialmente indispensable en horas de emergencia, debe mantenerse en tiempo de normalidad el consumo en límites adecuados para evitar cualquier colapso.
Además, la experiencia de nuestro petróleo ha contribuido a destacar una noción trascendental en la humanización de la economía: la de que para asegurar el bienestar y evitar perturbaciones cíclicas, antes que restringir la producción hay que aumentar la capacidad de consumo de los más, que son precisamente los que menos tienen. Se ha observado que si los ciento cincuenta millones de iberoamericanos tuviéramos la misma capacidad de consumo que los ciento sesenta millones de estadounidenses, la industria del gran país del norte apenas se daría abasto durante muchos años para satisfacer la demanda. El caso venezolano demuestra que el aumento en nuestra capacidad de consumo ha coadyuvado para satisfacer la necesidad de expansión de mercado de los productores norteamericanos.
Lecciones, con todo, no más importantes que otras dos: la de que –sin caer en determinismos monistas– debe reconocerse la tremenda repercusión del cambio económico en toda la vida social, con cuyos fenómenos se entrelaza inevitablemente, y la de que la economía de un pueblo es un todo complejo, cuyas mejoras parciales pueden provocar graves dificultades si no alcanzan, en plazo razonable, a las demás actividades interrelacionadas.
El petróleo ha sido en Venezuela factor de insospechadas transformaciones. Pero, al mismo tiempo, ha habido que hacer frente al desajuste con las otras actividades económicas. La riqueza petrolera ha creado, sin quererlo, serios obstáculos al desarrollo de la agricultura y de la industria, por el aumento del costo de la vida y el encarecimiento de la moneda. Solo cuando logremos dominar el petróleo y hallar una armonía fecunda con las otras formas productoras, podremos decir que hemos obtenido para el porvenir nacional el provecho que estamos obligados a obtener.
Estas reflexiones sugiere el importante trabajo con que el doctor Uslar Pietri se incorpora hoy a esta academia. Muchas más podrían ocurrir al solo correr del pensamiento y de la observación de la vida nacional, pero sería abusar de vuestra paciencia engolfarnos en ellas. En ninguna parte mejor que en el meduloso discurso del recipiendario podría encontrar el observador perspicaz mayores motivos para meditar sobre el tema.
Felicitemos, pues, a la academia por aumentar sustancialmente su acervo de valores intelectuales, con la incorporación del nuevo académico. Y al reiterar al doctor Uslar Pietri la bienvenida más cordial de sus compañeros de corporación, estimulémosle a seguirse ocupando en estos temas fundamentales, de amplia proyección sobre la vida de Venezuela.