La administración de justicia

Articulo para ALA, tomado de su publicación en El Universal, el 1 de agosto de 1990

 

La preocupación por una recta administración de justicia era una constante en el pensamiento de los fundadores de las nuevas naciones hispanoamericanas. Bolívar, en el discurso de Angostura, con ese lenguaje suyo característico, de manera muy enfática afirmaba: «Al pedir la estabilidad de los jueces, la creación de jurados y un nuevo Código, he pedido al Congreso la garantía de la libertad civil, la más preciosa, la más justa, la más necesaria; en una palabra, la única libertad, pues que sin ella las demás son nulas». Y proponía «la corrección de los más lamentables abusos que sufre nuestra Judicatura».

Vale decir, que ya para entonces, en los orígenes mismos de la República, se observaban aspectos negativos del problema, no obstante que, como ha afirmado con razón un historiador, España implantó un sistema de jueces en América.

La aspiración de un sistema judicial eficiente y de un cuerpo judicial incorrupto fue siempre pareja con la lucha por un sistema de libertades democráticas. La mayor equivocación sería pensar que en los regímenes de fuerza se tuvo una recta administración de justicia. Hubo jueces honestos, sin duda, y de sólida formación jurídica; pero cada vez que estuvieron de por medio los intereses de la casa gobernante no se tuvo escrúpulos en atropellar, si la amenaza no había bastado para doblegar la fortaleza del magistrado. El caso del doctor Juan José Abreu, el juez encarcelado por haber cumplido su deber en la sentencia de Eustoquio Gómez por la muerte del gobernador Luis Mata Illas, se convirtió en un símbolo, reivindicado por la Venezuela nueva que empezaba en 1936, y llevado a la alta dignidad de Procurador General de la Nación.

Con el pensamiento puesto en esa aspiración nacional de rescatar el prestigio y la autoridad del Poder Judicial, propuse en la Asamblea Constituyente de 1947 incorporar a la Constitución una institución que acababa de aparecer en la Constitución francesa de postguerra y se anunciaba en la italiana, el Consejo Superior de la Magistratura. En efecto, la Constitución de la República Francesa del 27 de octubre de 1946 introdujo esa institución en la forma siguiente: Artículo 83. El Consejo Superior de la Magistratura se compone de catorce miembros: el Presidente de la República, Presidente; el Guarda Sellos, Ministro de Justicia, Vicepresidente; seis personalidades elegidas por seis años por la Asamblea Nacional, por mayoría de dos tercios, de fuera de su seno; seis suplentes elegidos en las mismas condiciones; seis personalidades designadas como sigue: cuatro magistrados elegidos por seis años, en representación de cada una de las categorías de magistrados, en las condiciones previstas por la ley; cuatro suplentes elegidos en las mismas condiciones; dos miembros designados por seis años por el Presidente de la República de fuera del Parlamento y de la Magistratura, pero del seno de las profesiones judiciales, dos suplentes elegidos en las mismas condiciones».

A su vez, en Italia se proyectaba una institución similar, que la Constitución de 2 de diciembre de 1947 incorporó así: «Artículo 104. La Magistratura constituye un orden autónomo e independiente de todo otro poder. El Consejo Superior de la Magistratura lo preside el Presidente de la República. El Primer Presidente y el Procurador General de la Corte de Casación son miembros de derecho. Los otros miembros son escogidos, dos tercios por todos los magistrados ordinarios entre los miembros de las diversas categorías, y un tercio por el Parlamento en sesión conjunta entre los profesores ordinarios de las Facultades de Derecho y abogados con quince años de ejercicio. El Consejo elige un Vicepresidente entre los miembros elegidos por el Parlamento.

Los miembros electos del Consejo duran cuatro años en el cargo y no son reelegibles de inmediato. Mientras están en ejercicio del cargo no pueden estar inscritos en las listas profesionales, ni formar parte del Parlamento o de un Consejo Regional». Artículo 105: «El Consejo Superior de la Magistratura decide, según las normas de la organización judicial, las nominaciones, las afectaciones y las mutaciones, las promociones y las medidas disciplinarias respecto de los magistrados». Otras disposiciones de la Carta Fundamental desarrollan importantes principios, tales como: «Las nominaciones de los magistrados tienen lugar por concurso» (Artículo 106) y «los magistrados son inamovibles» (Artículo 107).

En Francia, la experiencia del Consejo Superior de la Magistratura ha dado lugar a diferencias de interpretación sobre su naturaleza y funcionamiento. La Constitución de 1958 restringió las disposiciones de la de 1946. En Italia, el organismo ha funcionado, a mi entender, muy eficientemente. El Presidente de la República ejerce una presidencia más honoraria que efectiva, aunque a veces ayuda a la institución, como ocurre en el caso del Presidente Cossiga, quien fue profesor de Derecho en la Universidad de Sassari, en Cerdeña.

En Venezuela se introdujo en la Constitución de 1947, pero dejando al legislador decidir sobre su creación. Se dijo: Artículo 213. La ley podrá establecer un Consejo Supremo de la Magistratura con representantes de los Poderes Legislativo, Ejecutivo y Judicial, a fin de asegurar la independencia, eficacia y disciplina del Poder Judicial y la efectividad de los beneficios de éste en la carrera administrativa. Determinará, asimismo, el número y la forma de elección de dichos representantes y las atribuciones que, dentro de los límites de sus finalidades, requiera el citado organismo». No hubo tiempo para aplicar la previsión. El golpe de 1948 y la Constitución de 1953 la ignoraron. En 1961 se le volvió a prever: «Artículo 217. La ley orgánica respectiva creará el Consejo de la Judicatura, cuya organización y atribuciones fijará con el objeto de asegurar la independencia, eficacia, disciplina y decoro de los Tribunales y de garantizar a los jueces los beneficios de la carrera judicial. En él deberá darse adecuada representación a las otras ramas del Poder Público». Entre los cambios de redacción, una muy importante fue la de sustituir la expresión «podrá establecer» por la de «creará».

La Constitución española de 27 de diciembre de 1978 prevé, en igual sentido, el Consejo General del Poder Judicial, que «es el órgano de gobierno del mismo», presidido por el Presidente del Tribunal Supremo e integrado por veinte miembros más, nombrados por el Rey por un período de cinco años, doce entre jueces y magistrados de todas las categorías judiciales, cuatro a propuesta del Congreso de los Diputados y cuatro a propuesta del Senado, por tres quintas partes de sus miembros, entre abogados y «otros juristas» con más de quince años de ejercicio (Artículo 122).

Cuando se dictó la ley prevista por la Constitución paradójicamente tuve que ejercer el derecho de veto ante algunas de sus disposiciones. Habiendo sido su proponente en 1947 y 1961, no tuve más remedio que oponer ese veto contra la ley que creaba el organismo propuesto por mí. Solidariamente con el ministro de Justicia, Nectario Andrade Labarca, jurista de reconocida honestidad e ilustración, expuse razones válidas contra algo que podría hacer derivar al órgano hacia un mecanismo de distribución de cargos entre las fuerzas políticas representadas en el Congreso. Agotamos en dos ocasiones el derecho de veto y recurrimos a la Corte Suprema de Justicia, la cual se pronunció por el texto adoptado por las Cámaras Legislativas, por el estrechísimo margen de 8 magistrados contra 7 (entre éstos estaba el Presidente de la Corte, un ilustre magistrado independiente, el doctor Carlos Acedo Toro). Proponentes de la ley ha habido que después reconocieron el error cometido con ella.

En el momento actual, los principales defectos que se atribuyen a la justicia son la lentitud y la partidización. Hay también –doloroso es reconocerlo– una peligrosa monetarización que corrompe al funcionamiento de los tribunales, aunque sigo creyendo que la mayoría de los jueces son honestos. En cuanto a la lentitud, se han tomado algunas medidas, como la reforma del Código de Procedimiento Civil y de algunas disposiciones orgánicas, con el propósito de corregirla, pero han resultado ineficientes. Más, el problema que tiene mayor significación en esta hora es la partidización, enfermedad que se detecta también en otros variados órganos de la sociedad.

En 1980, el doctor Gonzalo Barrios y yo, autorizados por nuestros respectivos partidos, con el deseo de comenzar por quitarle acento partidista a la Corte Suprema, hicimos un verdadero esfuerzo en la oportunidad de renovar la tercera parte del Alto Tribunal. A personas de nuestra mayor estimación y afecto, de reconocida honorabilidad y competencia, no propusimos reelegirlos para que no pudiera señalárseles su posición política, como muestra de una supuesta falta de voluntad de quitarle partidismo a la Corte. Nos pusimos de acuerdo en los nombres de connotados juristas independientes, pero fueron varios los que no pudieron aceptar por razones de tipo económico. En todo caso, dimos un paso adelante; pero en las renovaciones posteriores se retrocedió. Hoy nos sentimos obligados a hacer el empeño de crear conciencia; pensamos hasta en una enmienda constitucional que haga más rigurosa la selección, al exigir un mayor consenso para seleccionar los candidatos.

El problema reviste una trascendental importancia. Las admoniciones de Bolívar, de Bello y de muchos otros egregios compatriotas sobre lo que significa la administración de justicia, resuenan vigorosamente, atormentan muchos oídos y angustian muchas conciencias. Devolver plena autoridad moral a la justicia es una de las exigencias primordiales del estado de derecho.