San Ignacio de Loyola: Hombre Completo, Ejemplo para la Juventud
La figura extraordinaria de San Ignacio de Loyola, la proyección de su obra y de su vida, la significación en su tiempo, han llenado muchas páginas en la bibliografía universal. Combatiente a lo largo de toda su existencia, las controversias que originó han continuado, aunque modificadas a través de los tiempos. Forjador de caracteres recios, se le rinde un hermoso homenaje en el cuatricentenario de su muerte. Discurso leído en el acto solemne celebrado en el Aula Magna de la Ciudad Universitaria, Universidad Central de Venezuela, el 11 de mayo de 1956.
En un lugar de Guipúzcoa, cuyo nombre no puede olvidarse, recibió un día la invitación de Dios de darse a su servicio, un gentilhombre de rancia prosapia, sangre ardorosa y recia voluntad. Eran días aquellos en que aún campeaban por la literatura —y por la imaginación de los jóvenes— las aventuras de andantes caballeros cuya vida era jornada de peligros en busca de fama; tiempos cercanos de los memorables en que el Hidalgo de la Mancha habría de cumplir sus hazañas y dejar modelada, con sus carnes enjutas sobre un rocín magro, la figura romántica de una aspiración de justicia, rota contra los molinos de viento en el afán de desfacer agravios y enderezar entuertos en favor de los débiles y de los oprimidos.
Nuestro caballero, entonces conocido como «el gentilhombre Iñigo López de Loyola» según nuestro llorado amigo el historiador Pedro Leturia1, se hallaba en plena juventud. Una juventud madura en años, porque estaba en los treinta o ya frisaba en ellos; pero patente en el vigor del cuerpo y en aquella inquietud de alma que es patrimonio de todos los jóvenes en todos los tiempos.
Último vástago de una familia de trece hijos, había pasado oculto los primeros seis lustros de su vida, lo mismo que el Señor a quien habría de consagrar sus servicios y cumplir sus votos; pero a diferencia del Maestro, esos treinta años no fueron de santidad ni de humilde labor. Si su vida hasta entonces fue oculta, lo fue porque no había logrado acometer empresas de resonancia grande. Peleó, sirvió y también pecó; amó, y en los reinos de la fantasía imaginó un amor cuyo objeto quedó como el gran secreto de su vida; y, sobre todo, en horas de sueño y también de vigilia, soñó; soñó en mil formas caballerescas andanzas que dieran expansión a la fuerza incontenible de su espíritu.
Postrado estaba, con la pierna deshecha en honroso combate, cuando ganó su más recia batalla. De bárbaros dolores que soportaba sin gemir, salió con un tesoro de reflexión en su cerebro y un portento de energía en su carácter. Cambió sus ricos trajes por el tosco sayal de peregrino; abandonó la fanfarria de sus luchas pasadas; veló sus armas para deponerlas ante el altar de la señora de los cielos, y comprendió que las conquistas perdurables no se logran en el campo de la fuerza sino en el terreno del espíritu. Vivió desde entonces para una sola cosa; y cuando resignó su alma en manos del Altísimo, habría podido igualmente decir «todo está consumado» porque no hubo ofrenda que no hiciera «por la mayor gloria de Dios».
Iñigo, el aprendiz de caballero andante, el de la tibia rota por una bala afortunada, el de los huesos maltratados por los cirujanos, ha dejado de ser. Ya es otra su figura, otro su pensamiento, otro su nombre. Es ahora Ignacio, el que atormenta su rudeza machacando latines y predicando caridad en las universidades de su época. Y va a ser San Ignacio, llegado a los altares por el camino vertical de un apostolado incansable y de un recio tesón en favor de la Iglesia.
Yo no voy a ocuparme esta noche del reformador eclesiástico que supo levantar de la postración en que se hallaba a la Esposa de Cristo. Esto ha de hacerlo el Arzobispo artista de la Sierra Nevada, cuyo lápiz ha trazado los rasgos de varones ilustres y cuya paleta ha tenido colores para el paisaje de las cumbres andinas. No voy a hablar tampoco del fundador cuya orden religiosa trabaja, lucha y vence, se extiende y multiplica en todos los confines de la tierra. Ni siquiera vengo a quemar incienso al santo a quien millones de personas rezan en todas las lenguas, mientras contemplan sus ojos penetrantes al venerar su imagen, cubierta por negro hábito o revestida con la casulla sacerdotal lograda en una vocación tardía.
Voy a hablar, en esta ocasión memorable, del hombre entero que había en Ignacio de Loyola. Voy a hablar del hombre, no para profanar al santo, sino para acercarlo a los humanos que queremos comprender su figura. Del hombre completo, eso sí, que se afirmó plenamente al negarse, y que se puso más cerca de sí mismo al colocarse más cerca de Dios.
Y no pudiendo resistir al deseo, expresaré el concepto que desearía desarrollar ante vosotros, con un venezolanismo familiar: San Ignacio de Loyola era un «palo de hombre». Todo lo que los venezolanos sabemos decir en este giro: la ausencia de toda cobardía, la presencia ejemplar de una voluntad integral, lo sugiere la consideración de su vida. El palo de hombre que San Ignacio fue es el que yo quisiera representar como ejemplo para la juventud. Porque también en nuestra época abunda la tentación del fácil lucro, de la gloria falsa, del placer mezquino y de la entrega vergonzante; y después de cuatrocientos años permanece fresca e intacta la lección magistral del guipuzcoano. Reviste plena actualidad el ejemplo de un palo de hombre como aquél, que supo consagrarse a un ideal, para encender, en quienes no hayan perdido la fibra, el entusiasmo de la vida heroica. Su recuerdo puede ayudar a salvar el deseo de nobleza que hay en el fondo de todo corazón juvenil. Puede ayudar a rescatar los valores más altos, que naufragan en olas del materialismo, y enseñar el camino de la superación verdadera, el cual supone creer firmemente, obrar con entereza y sentir con generosidad.
Busquemos, pues, al hombre. Hallémosle de salida hacia Manresa. Han pasado días largos en los cuales la dureza del trato quirúrgico ha servido para probar mejor su ánimo. El quiere luchar y vencer, pero la gracia le ha hecho comprender lo efímero de todo triunfo que no tienda a lo alto. Por su imaginación pasaron perspectivas, generosas sin duda pero en definitiva huecas, de las campañas del mundo aquel en que vivió y había creído. Pero no, él no quiere ganar triunfos pírricos. Quiere hacer lo que se debe para gozar de la victoria como recompensa final.
Va en plan de renuncias a todo lo que hasta entonces había llenado su existencia. Pero ha de hallar pronto la ocasión que pone a prueba la sinceridad de su propósito. Es el episodio de aquel moro a quien, después de haber encontrado en su camino y discutido con él sobre cosas teológicas, había dejado ir con la amargura de escucharle expresiones irreverentes de la Virgen María. Su antigua idea caballeresca le provoca retarlo a duelo singular. Con mucho cavilar, no se siente capaz de decidir; y después de recomendarse a Dios, deja suelta la rienda de su cabalgadura ante la encrucijada, y es ella la que toma el camino de la renunciación, mostrando la determinación del Señor2.
En esa tortura del conflicto entre los rescoldos de su vieja noción de honor caballeresco y las nuevas palpitaciones de una idea superior, ha dejado en las manos de Dios la elección. Ha logrado su primera victoria. Aunque, debo decirlo, el triunfo no ha sido completo. Su voluntad no ha sido la que se ha decidido a renunciar al lance. Cuando la mula está en la encrucijada, su convicción no ha tomado aún el mando de su espíritu, atormentado por las ideas que al Quijote le sorbieron el seso y que a él le prendieron en hogueras el ánimo. Pero, aun imperfectamente, ha vencido. Y la clave del triunfo le acompañará siempre: ha dejado el asunto en manos del Señor y aprendido a resignar la suya en Su voluntad suprema. Admirémosle, pues, esta resolución y aceptemos la reflexión de Unamuno: «Conviene veamos en esto de dejarse llevar del caballo uno de los actos de más profunda humildad y obediencia a los designios de Dios»3.
Está en camino. Ha seguido la ruta por sobre su áspera y voluntariosa naturaleza. Pedro Calderón de la Barca va a expresarlo en verso, al cantar el episodio del moro4:
Pero, ¿dónde voy?, que ya
No es tiempo de bizarrías,
Y la milicia de Dios
No es la pesada milicia.
No. Es cierto. La pasada milicia quedó atrás. La nueva es milicia de Dios. ¡Afuera el oropel de engañosa campañas! La gloria fementida de las aventuras guerreras ha cedido el lugar a la gloria auténtica, que reside en la verdad indestructible del espíritu. Los trajes adornados del gentilhombre que peleara en Pamplona, ¡afuera! Vamos, por el camino de la penitencia, a buscar la verdad.
Pero todavía queda algo del viejo espíritu caballeresco, y ¿por qué no aplicarlo a las cosas de Dios? Hay que reconciliar a Amadís de Gaula con Francisco de Asís. El peregrino Ignacio no puede irse por el sendero de la vida ascética así como así. Ha de buscar el símbolo de su nueva carrera en la liturgia de las caballerías. Y por ello, con el coraje veinteañero que habría de mostrar también el cincuentón manchego en el proceso de sus destinos, este hombre de treinta años ha de velar sus armas para ofrendarlas a la señora de sus sueños. No ha menester transformar por obra de la imaginación posadas en castillos; castillo y muy de mejor calaña ha de encontrar en Montserrat, y no le hace falta buscar alguna Aldonza Lorenzo, así tuviera muy alto rango de nobleza, para fabricar una fantástica Dulcinea del Toboso: la reina de su vida ha de ser desde ahora la gran Madre de Dios, y en su santuario ha de dejar, ante su vera efigie y para siempre, su espada y su puñal. Ha liquidado hasta la posibilidad de que vuelva a tentarlo un hecho de violencia; ya no tiene espada y puñal con que pelear.
Este colgar las armas, así sea ante la Virgen, puede aparecer ante la juventud como un modelo difícil de imitar. La juventud ama la lucha; la lucha exige armas. Pero Iñigo, el gentilhombre antiguo, no queda desarmado. Lo que ha hecho es un cambio. Lope lo dijo, el fénix de los ingenios españoles, en famoso retruécano:
La espada al altar ofrece,
porque se quiere ceñir
armas que conquistan almas;
que Dios se lo manda así.
Al desceñir hojas de acero que no pueden sino romper tejidos, verter sangre y destruir vidas, es porque el nuevo caballero va a armarse de otras armas mejores. No hay metal comparable al suyo, ni forja alguna puede ofrecer mayor vigor. Son armas que penetran las conciencias, que se hunden en lo más hondo de los corazones. Son armas de fuego que inflaman voluntades. Pero, portento incomparable, restañan ellas mismas las heridas que hacen, con raudales invisibles de un bálsamo infinitas veces más potente que el bálsamo de Fierabrás. Estas nuevas armas las toma en Manresa. Son los Ejercicios Espirituales. Le acompañarán toda su vida. Le ganarán sus mejores fortalezas y las dejará a la Iglesia como herencia valiosa.
San Ignacio no puede comprenderse si no se coloca su figura en su sitio preciso. Su fuerza emana de Dios. En el Todopoderoso ha puesto el tesoro de su voluntad y sin El no se atreverá a librar una sola batalla. Lo fundamental de su existencia —dice Hollis— fue el espíritu. No es verdad que San Ignacio fuera «un político eclesiástico muy atareado, canonizado por haber sido lo suficientemente astuto para idear la fundación de la Compañía de Jesús, del mismo modo que Lord Northcliffe fue nombrado par por haber sido lo suficientemente astuto para fundar el Daily Mail». Cierto que su vida «lo llevó forzosamente al contacto con los problemas políticos de su tiempo, y que demostró en ellos una capacidad que lo coloca en la primera fila de los estadistas europeos; pero esas dotes, que lo elevaron a la altura de Richelieu y de Chatham, fueron las que menos lo califican. La vida de San Ignacio fue una vida espiritual»5.
Empero, me diréis, si he prometido hablar esta noche del hombre y no del santo, ¿por qué hago hincapié en su entrega ilimitada a Dios? Es que, sin ella, el hombre no puede entenderse. No sólo el hombre-individuo que es San Ignacio, sino el hombre-especie, hecho desde su origen a imagen y semejanza del Creador. Allí estriba su fuerza.
Ignacio es hombre del Renacimiento. En su tiempo las universidades estudiaban a Erasmo; Luis Vives le acogía benignamente en Flandes; Francisco de Vitoria enseñaba en Salamanca y Miguel Ángel era escogido con el deseo de que trazara la iglesia del Gesú. Otros buscaron el Renacimiento en la filosofía o en el arte; él buscó al hombre en el señorío de la voluntad. El Renacimiento era un re-descubrimiento del hombre; pero mientras el hombre quería desligarse de su centro eterno y Martín Lutero exaltaba hasta en lo religioso la soberanía del individuo, Ignacio de Loyola encauzaba el movimiento que inspiró hacia un humanismo fundado en su centro preciso, que es Dios.
He aquí, pues, por qué Dios constituye su punto de partida. A El se entrega con la renunciación total de quien da «toda su libertad, memoria, entendimiento y voluntad» como en la famosa oración. Dios, a quien sólo pide «su amor y gracia, que esto me basta». Pero a quien ama con amor activo y no sólo contemplativo; Dios, a quien ama con voluntad de servir; Dios, a quien sirve con la caridad y con el sacrificio; pues para San Ignacio ‘‘el amor se debe poner más en las obras que en las palabras»6 y, lejos de extender ilimitadamente las prácticas piadosas, ha de pensarse que «a un hombre verdaderamente mortificado basta un cuarto de hora para unirse a Dios en oración»7. La identidad con el Creador es cuestión de fondo y no de forma. Que nuestra juventud lo vea, es exigencia previa para conseguir su destino.
La carrera escogida es difícil y larga. En esto también es modelo fecundo. El primer precepto formativo es inculcar la convicción de que el triunfo fácil es efímero, y los grandes caminos son largos y penosos. No le importa la edad para empezar. Parece no tener prisa todavía cuando, ordenado sacerdote a los cuarenta y seis años, espera hasta la Navidad del año siguiente para decir su primera misa ante el Pesebre en Santa María Maggiore, por no poder decirla en Belén.
Hace algunas semanas, un distinguido profesor italiano quería en Caracas, en una conferencia, explicar la civilización italiana en breve tiempo, y con este objeto comenzaba por definir otras civilizaciones en conceptos sintéticos; así, la civilización española podía ser considerada como la «civilización de la voluntad». El oírlo me hizo pensar en San Ignacio. Ignacio de Loyola ha sido presentado como prototipo de la civilización hispánica, pues la misteriosa providencia de Dios con España quiso que el cojo de Pamplona y un manco de Lepanto hubieran de servir para consolidar su significación universal. Pero lo es, sobre todo, por su prodigioso cultivo del carácter.
Pensemos en el esfuerzo inmenso que tuvo que hacer para comenzar a estudiar con la humildad de un colegial. Toscos estudios habían sido los suyos; y de acuerdo con lo que ha podido averiguarse, escasas sus lecturas. A los treinta y tres años comenzaba a estudiar en Barcelona; de allí irá a Alcalá y Salamanca; luego a París, y, finalmente a Italia, donde la voluntad de Dios lo asentará para establecer su Compañía y realizar su obra. En el estudio, doble ha de ser su lucha; contra la resistencia de su edad adulta sin hábitos escolares, por un lado; y contra la mística tendencia surgida de su conversión, por otro. De allí que el padre Larrañaga, en la introducción a su Autobiografía, considera el esfuerzo de sus catorce años de estudios eclesiásticos como «uno de los hechos más heroicos, si no el más heroico, de su vida»8. Poseído de la fiebre de servir a Dios, admite que tiene que empezar por graduarse en filosofía y en teología. Y lo hace. Ve que tiene que enterrar la semilla y esperar que dé fruto, y no le importan años para comenzar.
Su voluntad se vuelve formidable. Aquel carácter «seco y caliente» de que nos habla Unamuno, se doblega maravillosamente al imperio de la reflexión. Las noticias más desfavorables no alcanzan a inmutarlo más allá de algunos minutos. Medita en los problemas y escucha atento opiniones ajenas; implora a Dios antes de decidirse, pero una vez dispuesto sus decisiones son irrevocables.
Parte muy principal en la formación del carácter es el aprendizaje de la obediencia y del gobierno. Su idea de la obediencia, base de las Constituciones de la Compañía, ha constituido piedra de escándalo en incontables ocasiones; pero el ejercicio de la obediencia constituye, en su criterio, la perfección del albedrío y el triunfo de sí mismo «que es el más noble de los triunfos»9. Pensó, con Santa Teresa de Jesús, que la obediencia es la cosa más recia que se puede hacer, si se cumple como se ha de cumplir; pero la tuvo por la mejor escuela, cuando no se basa en imposición coactiva sino en ejercicio de la voluntad.
Ello explica su concepto de la autoridad. Supo ejercerla como nadie. Trazó líneas que han sido seguidas por sus hijos en cuatro largos siglos, pero dejó amplia libertad en la orientación peculiar de sus distintas provincias y casas.
No sintió agrado por la mandonería, ni le gustaban «los preceptos en virtud de santa obediencia»; buscaba convencer, y como sabía amar, lograba la adhesión integral a sus disposiciones10. Un hombre que sin ser cardenal ni obispo ni querer dignidades, obtuvo del Sacro Colegio seis votos para Papa, era el súbdito más humilde del romano Pontífice.
Atributo de esa voluntad férrea fue la virtud de la perseverancia. Educador de gente moza, creador de una orden cuya actividad primordial es formarla, dejó un tesoro con su ejemplo de tenacidad. «Nunca acometió una empresa que no llevara a cabo», dice el padre Nadal; y cuando el duque de Gandía se aprestaba a entrar en la Compañía de Jesús, de donde iría a los altares como San Francisco de Borja, le indicó rematar las cosas temporales comenzadas, «porque —escribía— deseo queden en su perfección todas vuestras cosas, cuando N. S. fuere servido que se haya de publicar la mudanza a Va. persona»11.
Vosotros, jóvenes, que sentís que vuestra existencia no debe consumirse en la vida muelle del egoísmo; vosotros, tentados por la corrupción y por la vanidad; vosotros, esperanza de la patria venezolana, que sentís en la sangre la necesidad de luchar por valores más altos, tomad ejemplo en el espíritu de sacrificio, en la lucha contra sí mismo y contra el mal, que supo desarrollar Ignacio de Loyola. Aclarad con su ejemplo el deber de luchar, que no es pelear groseramente, ni desear mal a nadie, ni poner la voluntad enfilada contra algo que nos perjudica o nos molesta, sino encaminarla a lograr una meta venciendo los obstáculos que se interpongan.
«Era un luchador y, sin embargo, jamás quiso luchar contra adversarios personales —nos dice su más reciente biógrafo, el padre García Villoslada, de afectuosa recordación entre nosotros—. Buscó grandes enemigos: los de Cristo, los de la Iglesia, los de la verdad y la justicia. Contra ellos combatió denodadamente. Como todas sus acciones eran maniobras de una grande y perpetua batalla contra el error y la iniquidad, se preocupaba seriamente, cuando alguna de sus empresas marchaba suavemente sobre ruedas, sin estorbos ni contradicciones. Sabía que Cristo y la Iglesia, como la verdad y el bien, serán siempre signum cui contradicetur. Por eso, la persecución, lejos de amilanarlo, ‘le aumentaba los bríos y la confianza’. Tanto que cuando, gastada ya su vida por los trabajos y las penitencias, se hallaba en cama enfermo, sus hijos y discípulos decían, según Ribadeneira: ‘Roguemos a Dios que se ofrezca algún negocio arduo, que luego se levantará nuestro Padre de la cama y estará bueno’. La lucha contra las dificultades constituía su mejor medicina»12.
Recia formación del carácter, no por ello menospreció la inteligencia; precisamente porque quería hombres enteros, quería intensidad en el estudio, y dio el ejemplo. Las letras fueron base de la formación que ofrecía y para cultivarlas inició institutos afamados, punto de partida de la incontenible vocación docente de la Compañía de Jesús. Vivió entre universitarios. Con seis de ellos (el incomparable Francisco de Javier y los insignes Fabro, Laínez, Salmerón, Bobadilla y el portugués Simón Rodríguez de Azebedo) inició en un juramento eucarístico el día de la Asunción de 1534, en una capillita del barrio parisino de Montmartre, lo que había de ser la Compañía. Sintió y vivió la Universidad; y comprendió que la Universidad había de dar salida a los llamados a dirigir la vida humana por grados de superación.
Lo que no pudo él admitir fue que el cultivo de las letras constituyera entre los suyos simple expansión de regodeo, motivo de vanidad u orfebrería de la cultura. Las letras las entendía él para iluminar el mejoramiento de los hombres y el apostolado de la caridad. No llegó a dominar —ni quizás lo intentó— la belleza de la forma literaria; pero fue iniciador de un estilo macizo. En la elocuencia, prefería la claridad a la retórica: debía poseer, en sencilla oratoria, una fuerza de persuasión inflamadora.
No se aferró a sistemas de otros tiempos, antes luchó por abrir cauce a las preocupaciones de su época. Dicho con palabras de José María Salaverría —el conocido escritor, homónimo, aunque no «sinónimo» del actual rector del Colegio San Ignacio, de Caracas—, su acción fue «entrometerse en la impetuosa marcha de lo nuevo para regir su paso y enderezarlo hacia donde interesa»13.
Como hombre entero, tuvo gran culto a la mujer. Pero no a la mujer rebajada a la condición de instrumento o motivo de frívola ocasión. Buen español y buen cristiano, fue la Madre de Dios, María Santísima, el objeto de sus más constantes desvelos. Ella, símbolo de pureza infinita, ejemplo de abnegación materna, marcó en el alma de Ignacio un jalón de belleza inefable. En la severa disciplina de los colegios de los jesuitas, su culto sigue siendo la nota poética que inspira los mejores anhelos a las mocedades robustas de cuerpo y alma; y su devoción en el equipo de las congregaciones marianas constituye la mejor defensa de la integridad juvenil contra el ambiente de lascivia circundante y su mejor preparación para hacer del hogar templo donde la esposa reine y se mantengan las mejores tradiciones domésticas.
El ascético semblante en sus retratos, la aspereza singular de su lucha, la proyección universal de su Orden en momentos dificultosos para la Iglesia, pueden dar la impresión, muy extendida, de que el guipuzcoano fundador era un ser insensible. Le faltaría, en tal caso, un tinte de humanidad para completar la ejemplaridad de su figura. Pero no hay nada de eso. Sus biógrafos señalan la alegría de su temperamento, y hasta alguien hubo que lo describiera como «un hombrecillo con los ojos alegres». Alegría bien fundada; pues en la historia de su conversión, al comparar el deleite transitorio de las cosas del mundo, que lo dejaba «seco y descontento», con los pensamientos en lo alto, dijo que «no solamente se consolaba cuando estaba en los tales pensamientos, mas aún después de dejados, quedaba contento y alegre»14.
En cuanto a insensibilidad, la historia demuestra lo contrario. Su camino hacia la santificación fue un ejercicio constante de la caridad. Regalaba lo que recogía y vivía en hospitales, entregado al bien de los enfermos y de los pecadores. Cuando estuvo en Azpeitia, después de convertido pero antes de terminar sus estudios, dejó entre sus instrucciones la de «que no hubiesen pobres mendicantes mas que todos fuesen subvenidos»15.
Y lloraba. Era un palo de hombre y derramaba lágrimas. No las vertía por el dolor físico, que resistió estoicamente. Pero las vertía por el sufrimiento de los otros y por el dolor de sus pecados. Quizás, jóvenes y viejos que me oís, os extrañe escuchar que con frecuencia las lágrimas corrían de aquellos ojos avezados a ver la vida y dominarla. Ello ofrece a Marañón la oportunidad de escribir esto que no quiero dejar de leeros: «Me es grato hacer el elogio de las lágrimas en esta era nuestra, en que el llanto parece que va a extinguirse; y no ciertamente por falta de motivo, sino por falta de sensibilidad»16. Llorad también vosotros, jóvenes de mi patria, por el dolor ajeno; no con el llanto cobarde de las posiciones perdidas sino con el llanto varonil de Ignacio, el mismo de los santos y aun de los caballeros andantes, que lava las miserias humanas y echa sobre los dolores del prójimo el lenitivo de la caridad.
Que supo escoger su camino, lo prueba esta celebración. Hace cuatrocientos años que se fue a mejor vida y estamos reunidos para honrar su figura, acompañando a quienes se han comprometido a continuar su obra. Ignacio de Loyola está vivo. Su nombre mantiene resonante actualidad. Por algo la Iglesia ha fijado su fiesta en el día de su muerte, 31 de julio, porque es el día de su inmortalidad.
Rodeada de aspectos legendarios, su semblanza ha conmovido los temperamentos más variados. En su Vida de Don Quijote y Sancho, Unamuno parece a veces hacer más la biografía de San Ignacio que la del Caballero de la Triste Figura. En medio de su rebeldía siempre inconforme, no esconde don Miguel su admiración por el valor humano de su paisano Ignacio; y al comentar el episodio del Quijote con don Sancho de Azpeitia, se inflama de afecto por su tierra y grita: «¿Y cómo, contemplando a un vasco, y de Azpeitia, no recordar una vez más a aquel caballero andante vasco, y de Azpeitia también, Iñigo Táñez de Oñaz y Sáez de Balda, del solar de Loyola, fundador de la Milicia de Cristo? ¿No culmina en él nuestra casta toda?»17.
No estaba equivocado. Muy pocos de sus contemporáneos han podido resistir como él el efecto destructor de los tiempos. El perdura. Su temple está en el nivel superior de los héroes. «Todo gran santo es un héroe —afirma Marañón— pero en San Ignacio el tema heroico adquiere una realidad y una grandeza patéticas»18. Ese heroísmo representa la seguridad de un credo que se vive y dentro del cual se muere serenamente. Todo héroe es hombre en grado eminente, pero el humanismo ignaciano busca al hombre en su esencia. No lo deja como isla perdida en medio del océano, sino como península arraigada al continente: a la tierra firme que es Dios.
Dice el mismo rector salmantino que «toda vida heroica o santa corrió siempre en pos de gloria, temporal o eterna, terrena o celestial». Al leerlo, no podemos menos que pensar en Bolívar. San Ignacio puso en obra el apotegma que habría de anunciar el Padre de la Patria: la gloria está en ser grande y en ser útil. Buscó la gloria, pero comprendió también que era una ilusión banal si no se la asentaba sobre la roca inconmovible. A Cristo sirvió; por Cristo luchó; y al Vicario de Cristo prometió imperturbable sumisión. Fue la gloria de Dios y no la suya la que puso por lema de su vida; pero al buscar aquélla, su propia gloria vino a servir como reflejo, porque la potestad del Creador se muestra en la criatura que le sirve.
Salió de Loyola en busca de aventuras, y por haberse negado a sí mismo, y por haber buscado la alta fuente de donde todo mana, murió contento de su vida. Distinta fue la muerte, aunque también serena, del caballero que iba a salir días después de la Mancha y que por haber puesto su ideal en motivos humanos murió desengañado. Dijo el Caballero antes de rendir su alma, que ya no era Don Quijote de la Mancha, sino que volvía a ser Alonso Quijano, a quien sus costumbres dieron renombre de bueno. El Santo, en cambio, no volvió a ser Iñigo, el de antes; se quedó Ignacio, de ahora y para siempre. Ambos simbolizan el espíritu idealista de los pueblos de nuestra estirpe; pero mientras el cervantino representa un impulso perdido en el vacío, el loyaltarra encarna el impulso que va consciente a donde quiere ir.
Rica en enseñanzas, la vida de San Ignacio de Loyola es un venero para la juventud. Según Salaverría «es un hombre que cree»19. No sólo eso, es preciso añadir. Es un hombre que ama y espera. Porque cree, espera y ama, busca la gloria verdadera: la del Señor que es la Verdad, la Esperanza y el Bien.
Se piensa con tristeza que las juventudes de hoy han perdido el amor por la gloria. Yo no quiero creerlo; y pues he aceptado complacido la inmerecida honra de participar en este acto, debo recordar a la muchachada generosa de esta tierra buena que no hemos nacido sólo para comer y divertirnos. Ahí está el ejemplo de un hombre muerto hace cuatro siglos, que vive todavía porque supo sentir más allá del estómago, creer en algo por encima del ego e inmolarse con santa gallardía. Si hemos de ser algo alguna vez, ello depende de nuestra juventud; que demuestre su capacidad de creer en aquello que no se expresa en cifras, de seguir generosamente un ideal y de afrontar con decisión el sacrificio. Una juventud que cultive, como Ignacio, el carácter; que viva, como Ignacio, en el servicio colectivo el evangelio de la caridad.
Si en esa juventud capaz de recoger su mensaje, cierran filas discípulos de los hijos de Ignacio de Loyola, ése será el mejor tributo a su memoria.
Notas
- El gentilhombre Iñigo López de Loyola en su patria y en su siglo, estudio histórico por el P. Pedro Leturia S. J., Montevideo, Editorial Mosca Hermanos, 1938.
- San Ignacio de Loyola, Obras completas. Autobiografía y Diario Espiritual. Introducciones, notas y comentarios del P. Victoriano Larrañaga S. J. Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid, 1947, pp. 147-148.
- Miguel de Unamuno, Vida de Don Quijote y Sancho, en «Ensayos», Madrid, M. Aguilar, editor, 1945, tomo II, p. 89.
- Ver las poesías ignacianas en San Ignacio de Loyola en la Poesía Española del siglo XVII, por Ignacio Elizalde S. J., «Commentarii Ignatiani», 1556-1596, Archivum Historicum Societatis Iesu, anno XXV, fasc. 49, Ian-Iun., 1956, pp. 200-240.
- Christopher Hollis, San Ignacio de Loyola, traducción de G. H. de Sala, Buenos Aires, Ediciones del Tridente, 1946, p. 10.
- Ejercicios espirituales, n. 280.
- R. García Villoslada, Ignacio de Loyola, un español al servicio del Pontificado, Zaragoza, «Hechos y Dichos», 1956, p. 411.
- y. Larrañaga, Introducción a la «Autobiografía», ob. cit., p. 74.
- García Villoslada, ob. cit., p. 418.
- Ibid., p. 420.
- Ibid., pp. 289, 899.
- Ibid., pp. 398, 399, 400.
- Loyola, por José Maria Salaverría, Ediciones de «La Nave», Madrid, 1929, p. 183.
- Autobiografía, pp. 133-134.
- García Villoslada, ob. oit., p. 124.
- Notas sobre la vida y muerte de San Ignacio de Loyola, por el doctor Gregorio Marañón, en «Commentarii Ignatiani», Archivum Historicum Societatis Iesu, tomo cit., p. 147.
- Unamuno, ob. y tomo cit., p. 116.
- Estudio citado, p. 133.
- Ob. cit., p. 181.