Si miramos atrás, es para reforzar la decisión de marchar adelante
Discurso en el Campo Carabobo con motivo de la celebración del Sesquicentenario de la Batalla que le dio la libertad a Venezuela, el 24 de junio de 1971.
Desde la ciudad de Valencia, el 25 de junio de 1821, el Libertador comunicaba al Congreso de la Gran Colombia reunido en la Villa del Rosario de Cúcuta: «Ayer se ha confirmado con una espléndida victoria el nacimiento político de la República de Colombia». Una semana más tarde, en Caracas, decía a sus coterráneos con estremecedor laconismo: «¡Ya, pues, sois libres!». Como si hubiera dicho: he logrado la libertad para mis compatriotas: ahora les toca mantenerla.
Sobrio, hermoso, vibrante, el parte de batalla. Noble generosidad, en el reconocimiento a José Antonio Páez, a quien en nombre del Congreso ha ofrecido, en el propio lugar del combate, el grado de General en Jefe. Sentidos rasgos elegíacos, en el adiós a Cedeño y a Plaza. Severa elocuencia en el estímulo al «impertérrito» Aramendi, al «intrépido» Rondón, al «valiente» Muñoz, al «benemérito» Farriar y a su insigne Batallón Británico; a Heras, a Rangel y a todos aquellos heroicos soldados cuyo coraje compendia en esta frase: «nada hará jamás bastante honor al valor de estas tropas». Y firme espíritu republicano, al concluir rindiendo ante el Congreso su Ejército, «el más grande y más hermoso que ha hecho armas en Colombia en un campo de batalla».
Bolívar sabía perfectamente y lo sabían también sus compañeros de armas, que eran protagonistas de una historia sin par. Sus hechos motivaron la frase de Martí: «¡Toda la nobleza de la libertad tiene allí cuna: no tuvo pueblo jamás mayor nobleza!». Ese pueblo estuvo allí presente: sacrificado y leal en el gesto antológico de Pedro Camejo, valeroso y constante en la acción anónima de incontables guerreros humildes, a los que hemos querido honrar perennemente, por sus esfuerzos del ayer y de hoy, con el monumento al soldado venezolano que en esta fecha dedicamos.
Nosotros vemos esa historia desde una perspectiva que la hace lejana, en inmóvil serenidad de piedra y bronce. Pero la velocidad de su ritmo nos espanta cuando repasamos la cronología de aquellas jornadas increíbles.
El 15 de agosto de 1818, Bolívar había anunciado a los neogranadinos: «El día de la América ha llegado, y ningún poder humano puede retardar el curso de la naturaleza guiado por la mano de la Providencia». El 15 de febrero de 1819, en el incomparable discurso de Angostura, traza rumbos precisos al porvenir de nuestras patrias. El 7 de agosto, en Boyacá, muestra de súbito que su concepción no era un sueño, sino una palpitante realidad. El 26 de noviembre del año siguiente, en Trujillo, negocia, de quien a quien, un armisticio y la regularización de la guerra con los que poco antes lo miraban como un cabecilla insurgente. El 24 de junio, en Carabobo, asegura la liberación de Venezuela. El mismo día pasa a Valencia. El 29 entra a Caracas. Allá lo aclama –narra Briceño Méndez– «un pueblo que enajenado de placer corría en tropel a participar de la felicidad de volver a ver, estrechar y abrazar mil veces al Padre de la Patria».
Pero no está para entregarse a las expansiones legítimas de la familia o la amistad o a la nostalgia por su ciudad natal. Abre marcha de nuevo. El 14 de julio, vuelto a Valencia, pide al Congreso como recompensa de su triunfo, decretar la libertad de los hijos de esclavos, que nazcan en Colombia. El 30 de agosto llega a Maracaibo. El 2 de octubre presta juramento ante el Congreso de Cúcuta. El 14 de diciembre, desde Bogotá, emprende la campaña del Sur. El 16 de junio de 1822 entra en Quito: se habían ganado Bomboná y Pichincha, no transcurrido un año aún de Carabobo. Entra el 11 de julio a Guayaquil. El 1º de septiembre de 1823 está en Lima; once meses de dificultades incontables, pero impotentes para mellar su voluntad, culminan en la victoria de Junín. Y mientras Sucre prepara el triunfo de Ayacucho, él convoca formalmente, el 7 de diciembre de 1824, a las naciones hispanoamericanas para reunirse en Panamá, en un Congreso de Plenipotenciarios destinado a consolidar su unidad, su soberanía y su integridad.
Viaja en abril hacia Arequipa, Cuzco y Alto Perú. Sus decretos de Cuzco son estimados como los más notables del Siglo XIX en pro de los indígenas. El 2 de agosto escucha en Pucará la profecía de Choquehuanca: «Con el tiempo crecerá vuestra gloria como crece la sombra cuando el sol declina». El día 6, a un año de la batalla de Junín, tiene lugar la creación de Bolivia. El 25 de mayo de 1826, envía a Sucre su proyecto de Constitución. Y al instalarse, el 22 de junio de 1826, en Panamá, el Congreso de Plenipotenciarios, llega al punto de ver casi lograda la unidad de América, ilusión definitiva de su vida.
Luego vinieron la amargura y el tránsito. Pero sus ideas y su ejemplo continuaron ganando batallas. Sobre corcel de bronce ha entrado cabalgando, no sólo a las ciudades que vieron sus hazañas, sino a otras que lo contemplan desde distancias de leguas o de siglos. Por el lustre de sus ejecutorias se le han levantado hermosas estatuas en Buenos Aires y en Santiago de Chile, en México y en Centro América, en Nueva York y en Washington, en París y en Roma. Su más significativa victoria acaba de ganarla en la tierra de donde vinieron sus mayores y donde nacieron aquellos a quienes combatió en Carabobo, al entrar triunfalmente a Madrid, a la que debe contemplar desde su mudez estatutaria, no sólo como la cuna de Teresa, la tierna esposa de su juventud, sino como la antigua capital de un Imperio, convertido, a fuerza de pujanza, en manojo de patrias soberanas.
Con referencia a Carabobo, apuntó Rafael María Baralt: «Las atenciones de la guerra, las tempestades civiles que a éstas siguieron, un fondo grande de levedad y de indolencia en el carácter nacional y mucha dosis de ingratitud, hizo que, pasados los primeros instantes de alborozo, se olvidaran los triunfos, los triunfadores y los monumentos. Acaso nuestros hijos, más felices y virtuosos, satisfarán la deuda de la patria, honrando las cenizas y la memoria de sus héroes».
Aquí estamos, pues, más felices, aunque no tan virtuosos, honrándolos, como Baralt quería. Honrándolos con la construcción de obras grandiosas y con realizaciones provechosas para las comunidades que estas tierras habitan. Honrándolos con la transformación, que nuestra generación ha impulsado, de un atrasado país rural en un Estado moderno. Honrándolos con la voluntad de seguir los valores eternos a los que ellos sirvieron y los objetivos de independencia y libertad que inspiraron su lucha y señalan hoy nuestro deber.
Esos tesoros nos costaron mucho, pero valía la pena, como lo dijo Bello:
«¡Tu libertad, cuán caro compraste!
¡cuánta tierra devastada!
¡cuánta familia en triste desamparo!
Mas el bien que ganaste al precio excede
Y ¡cuánto nombre claro
No das también al templo de la historia!»
El precio fue, en verdad, muy grande. Centenares de miles de vidas humanas, en la edad mejor para crear, construir y producir; destrucción de posibilidades de prosperidad y progreso; apelar a la fuerza para dirimir las contiendas, en el confiar a la violencia el rumbo de la historia, en el imponer rudamente desaforados apetitos y en el suprimir hasta la posibilidad de disentir, aplastada por el atropello brutal.
Pero, por lo mismo de que nos costó tanto, la libertad fue y es elemento constitutivo de nuestra existencia nacional. Libertad que para los hombres de nuestro tiempo, hastiados de los fuegos fatuos de una literatura de encargo, no es término vacío sino modo de vida, ejercicio de la propia personalidad, seguridad de moverse a voluntad dentro de los linderos del derecho, sin temer persecuciones ni asechanzas.
En esta llanura ardiente de Carabobo se selló un decenio terrible. Aquí se consolidó la Independencia. Aquí se ratificó la voluntad de venezolanos y de colombianos, unidos entonces en una gran República, de no ser gobernados por poderes extraños. De aquí salió Bolívar más firme en su propósito de seguir al Ecuador fraterno, al Perú milenario, al Alto Perú, –que al hacerse República tomó su nombre como presea de nacionalidad– y de incorporar a Panamá, cuyo Istmo consideraba predestinado para asiento del compromiso solidario de los pueblos de América de mantenerse soberanos y unidos. Como observa Lecuna, de aquí irradió una onda de optimismo que llegó a todas las antiguas Colonias españolas y contribuyó a acelerar el proceso de la emancipación: el 15 de septiembre se declaraban independientes los países Centroamericanos; el 21 de septiembre capitulaba la plaza de El Callao y el 28 del mismo mes se consumaba la independencia de México.
La experiencia nos demostró, no obstante, que los valores supremos ni se conquistan de una sola vez ni se tienen asegurados para siempre, una vez obtenidos. Han de volverse a ganar cada día. La libertad doméstica la hemos perdido muchas veces, y ha sido necesario readquirirla: la independencia lograda en lo político ha sido insuficiente y ha estado constantemente amenazada, en la medida en que hemos seguido dependiendo de otros pueblos en lo cultural y económico. Nos enseñaron los Libertadores que ser independientes no significa aislarnos, antes fortalecer vínculos de amistad y participar en las grandes empresas del hombre universal; pero, igualmente, que nuestra participación en el destino de la humanidad y nuestra cooperación con otros pueblos sólo podrán cumplirse en un terreno decoroso, en la medida en que fortalezcamos la conciencia de nuestra propia personalidad, en que seamos capaces de defender nuestros derechos y nos esforcemos en gestionar nosotros mismos nuestros primordiales intereses.
Nos enseñaron –y así venimos a repetirlo en nombre de todos nuestros compatriotas– que nuestros guerreros no lucharon para eternizar odios y que la paz fue vista, aun en medio del dramatismo bélico, como un objetivo final. Bolívar la consideró «más gloriosa que la victoria» en plena euforia por la liberación, pocos días después de Carabobo.
Era difícil aprender la lección. Él mismo, con todo el prestigio de su gloria, pese al vigor formidable de su pensamiento, no logró se escucharan sus consejos. Una y otra vez recaímos en el odio de los bandos civiles, que precipitaron las horas más oscuras de nuestra accidentada historia. Una y otra vez reincidimos en contiendas aniquiladoras, sucedidas por períodos de tenebrosa humillación. Después de Carabobo no tenían justificación otras batallas, como no fueran las acciones finales para limpiar el territorio en aquellos lugares todavía en manos de los enemigos: el episodio homérico de la toma de Puerto Cabello, la batalla naval de Maracaibo, que cerró el proceso de la emancipación. Sin embargo, numerosas contiendas internas ocurrieron después y ensangrentaron nuestro suelo, movidas, en alguna ocasión, por ideales, pero perdidas siempre en el desbordamiento de los rencores y de los apetitos. De ellas salió Venezuela maltrecha, pero se fue aclarando la conciencia nacional. No más tiranías, no más odio, no más opresión, no más violencia. Estamos convencidos de la necesidad de preservar a todo trance libertad y paz.
Y como este año sesquicentenario se ha considerado propicio para la exaltación del ejército venezolano, es oportuno recordar estas palabras del Libertador: «El ejército no ha querido más que conservar la voluntad y los derechos del pueblo. Por tanto, él se ha hecho acreedor a la gratitud y al aprecio de los demás ciudadanos; y por lo mismo yo lo respeto. Este ejército ha sido la base de nuestras garantías y lo será en lo sucesivo. Yo lo ofrezco a nombre de este ejército como primer soldado de él, séame permitida esta vanagloria. Yo sé que él nunca hará más que la voluntad general, porque conozco sus sentimientos. Nunca será más que el súbdito de las leyes y de la voluntad nacional». Palabras emitidas en otro 24 de junio (1828), que podemos repetir hoy sin sonrojo, como expresión cabal de la Venezuela nueva que fortalece y ordena sus instituciones para asegurar su progreso.
Camino abierto hacia las metas que antes vieron Bolívar y los otros varones de su generación, ha sido también el aliento fraterno de Venezuela hacia los otros pueblos. Camino abierto y claro; una amistad sin sombras con naciones hermanas y países amigos, cuyas calificadas representaciones nos honran con su asistencia, que da más brillo a esta celebración. Porque si Carabobo no fue desgraciadamente la última de las acciones en que sangre venezolana fue vertida en territorio patrio en la guerra de Independencia, sí fue la única y la última de las contiendas armadas que nuestra nación ha librado en el plano internacional. Es simbólico el que al cerrar las páginas de «Venezuela Heroica», el narrador emocionado de la hermosa y trágica epopeya, dijera lo siguiente: «los rencores que suscitan las contiendas armadas ya no existen: se olvidaron las violentas pasiones, la emulación terrible y la crueldad recíproca; sólo vive el recuerdo de las grandes hazañas y el renombre glorioso de aquellos heroicos lidiadores que opuestos en ideas, tenencias e intereses, riñeron con singular bravura en pro de sus banderas».
La historia nos ofrece rica motivación para el presente. Nos acercamos a los héroes para buscar inspiración constantemente renovada a nuestro afán de lograr plenamente lo que a ellos los impulsó al combate. Encuentro, en este momento, obligante aceptar una invitación: la que Andrés Eloy Blanco formulara hace unas cuantas décadas, cuando todavía nos movíamos entre sombras, y tímidos signos de alborada apenas se atisbaban en la confusa lontananza:
Ven conmigo. Hablemos del presente.
No más hablar de ayer. El ayer sea la calma del altar:
nuestros mayores nos agradecerán seguramente hablar menos de ellos y hacer más por su idea.
Padres, Libertadores, al Panteón, al bronce y a nuestro amor tenaz,
aumentar en sus huertos la cosecha de flores y dejarlos en paz.
La barca de los héroes navega en los desiertos del pasado: llegaron,
abrieron nuestros puertos al sol, nos dieron velas, se volvieron a ir…
ya tenemos cien años hablando de los muertos,
sin recordar que América necesita vivir.
Antes, muerda el hachazo las carnes de la encina;
de la azteca ribera a la playa argentina
mil sirenas de acero revuelvan nuestro mar.
Que diga el Norte atónito: ¡Ya el Sur muestra los dientes!
y a los cuatro horizontes surjan los cuatro puentes
por donde el pueblo ha de pasar.
La Venezuela que viene por mis labios a rendir homenaje al Padre de la Patria y a la pléyade egregia de quienes, venidos de toda Venezuela, y de Colombia y otros puntos del nuevo y viejo mundo, lucharon por nuestra libertad e independencia, es una Venezuela empeñada en ganar y volver a ganar cada instante la batalla de la libertad. Libertad que se asienta en el respeto a la persona humana de cada uno de los habitantes del país, se expande en la pluralidad del pensamiento y de la acción política y se realiza en el derecho de cada hombre, de cada familia y de cada grupo a participar en el orden social y económico y en la construcción de un sistema que ofrezca posibilidades a todos.
Y es, asimismo, una Venezuela decidida a fortalecer su independencia. Conocemos a fondo los graves problemas que hemos de resolver; sabemos de nuestras fallas y limitaciones; tenemos presente la dimensión exacta del gigantesco esfuerzo requerido para lograr el desarrollo. Estamos empeñados en manejar con nuestras propias manos nuestros más importantes recursos, a través de un firme nacionalismo democrático; y el espíritu de Bolívar sabe que no venimos ante él con las manos vacías, ni mucho menos con el corazón trémulo, cuando nos acercamos a prometerle que su ejemplo será siempre nuestra mejor inspiración y aliento. Que en su pensamiento y en su acción vemos la fuente insustituible para robustecer la soberanía nacional en el campo político, cultural y económico; cumplir nuestros propósitos de lograr el desarrollo en todos sus aspectos y promover al pueblo, sujeto insustituible y término obligado de nuestros esfuerzos y progresos y de nuestro afán por realizar la justicia social interna e internacional.
Si miramos atrás, es para reforzar la decisión de marchar adelante. Es adelante donde Bolívar nos conduce. Desde su solio, en campo abierto, en la monumentalidad de Carabobo, nos marca el rumbo inapartable de la libertad, la paz, la independencia y la grandeza de la patria.