El general Páez de a pie
En 1940, con ocasión de cumplirse ciento cincuenta años del nacimiento del General José Antonio Páez (Curpa, 13 de junio de 1790 – Nueva York, 6 de mayo de 1873) escribimos con este título un artículo en el cual unas cartas personales de Páez, cuyo acceso nos fue espontáneamente ofrecido por una honorable descendiente suya, nos sirvieron de motivo para recordar que el Centauro de leyenda, decisivo en la Guerra de la Independencia, había sido también, en la construcción de la República, un magistrado honorable, un patriota ferviente que, si no exento de errores, dio ejemplo de dignidad, de responsabilidad y, en muchas ocasiones, de civismo. Nos correspondió presidir la conmemoración del Primer Centenario de su muerte, la inauguración del monumento que se le levantó en el Panteón Nacional y la de varias estatuas y bustos suyos. Con el texto antes mencionado y algunos párrafos de ruedas de prensa y discursos con motivo del centenario de su muerte, hemos construido el artículo que aquí se inserta. —Rafael Caldera
Montado sobre brioso caballo en bronce heroico; cubierto con un ancho sombrero, débil protección del sol del Llano; empuñando la lanza que le hiciera famoso en mil combates, hemos aprendido a ver a José Antonio Páez. Así lo presenta a la admiración de los venezolanos el monumento de la Plaza de la República, reproducido hoy en varios sitios de la geografía nacional. Así lo insinúan ante la pupila inquisitiva de los niños los retratos de manuales de historia. Así lo reproduce, al frente de un interesante volumen de parte de su archivo, una publicación colombiana.
Conocemos, admiramos, a veces llegamos a confundirlo con lo fantástico de un mito, al Páez de a caballo. Es él, el héroe de Las Queseras. Es él, el realizador de mil proezas. Es él, el paladín de Carabobo.
Pero al Páez a pie, al Páez que desmontó de su caballo de leyenda y echó pie a tierra sobre la realidad de una Venezuela exhausta por la guerra; al Páez que vistió la levita del magistrado, y que a pesar de lo rudimentario de su cultura supo apasionarse con el ideal de la Patria, quizás no suficientemente comprendido pero sí fervorosamente ambicionado, a ése no le conocemos todavía.
Nacido en la aldea de Curpa, próxima a Acarigua, el 13 de junio de 1790, el General en Jefe José Antonio Páez fue dos veces Presidente Constitucional de la República y en una ocasión —muy lamentada después por él mismo— dictador o Jefe Supremo del país. Falleció en Nueva York el 6 de mayo de 1873, rodeado de honores y de reconocimientos, pero en momento en el cual el juicio de sus compatriotas, por lo relativo a su actuación política, le era desfavorable.
Desde mi niñez tengo un afecto muy grande por la figura del General Páez, y creo que este caso mío es el mismo de un gran número de venezolanos. En la escuela empezamos a vivir la emoción de aquella etapa incomparable de la lucha por la Independencia saboreando las hazañas extraordinarias de Páez. El relato de su Autobiografía es tan humano y está tan vinculado a los días de forja del Estado venezolano que a través de ellos se siente muy hondamente la vivencia emocionada de la nacionalidad.
Páez representa un prototipo del pueblo venezolano, no porque hubiera surgido de la propia entraña del mestizaje, ni porque hubiera sido un hijo del pueblo, nacido en los más humildes estratos sociales. Su padre era un empleado fiscal, que tenía su actividad principal en Guanare (capital hoy del Estado Portuguesa), y por eso vivieron en Acarigua, luego en Guama —en el hoy Estado Yaracuy— donde pasó varios años y fue por primera vez a la escuela. Su hermano se dedicaba a actividades comerciales: tenía un pequeño negocio de pulpería. Después pasó a San Felipe, donde un pariente suyo, recordado por él como isleño —lo que nos hace pensar que su familia era de origen canario— poseía negocios de consideración en los cuales él trabajó. Fue el incidente que relata del encuentro con los ladrones en el sitio denominado Mayurupí, y la noticia de que lo andaban buscando y de que probablemente la justicia no iba a ser imparcial con él, lo que le hizo tomar el camino del llano e irse al hato de La Calzada, de don Manuel Pulido, y allí, como peón, con un salario miserable y entregado a las más rudas faenas, se hizo expresión cabal —podemos decir— del pueblo rural venezolano.
La significación de Páez como figura representativa estuvo en haber llevado al pueblo rural de Venezuela a combatir bajo las banderas de la Independencia. Ese pueblo rural estuvo con Boves y antes había estado con Monteverde, y en los momentos decisivos de la Independencia no había sentido todavía el ideal de la libertad. No me atrevería a afirmar que la Independencia no fue popular en los primeros tiempos, pero creo que fue popular urbana. Dominaba el sentimiento hacia la Independencia en Caracas, pero esta ciudad era entonces —en una Venezuela de un millón de habitantes— la vigésima parte del país: cincuenta mil habitantes de un total de un millón. Hoy, Caracas representa la quinta parte del país. Pero la influencia urbana en aquel tiempo era pequeña y la hazaña decisiva de Páez estuvo en haber levantado aquel caudal que habían constituido las fuerzas (bien denominadas, por su acción, «las hordas») de José Tomás Boves y haberlas convertido en un factor decisivo en la lucha por la Independencia. ¿Por qué lo hizo? Porque reconoció la superioridad de Bolívar, y en el encuentro de ambos en Cañafístola, en la afirmación de la superioridad del héroe de la gran visión, del estadista integral, del líder insustituible de todo el movimiento revolucionario de la Independencia, en su aceptación por aquella fuerza cultivada por la naturaleza y en pleno vigor que era José Antonio Páez, estuvo un hecho determinante del proceso de Independencia.
El sometimiento de Páez a Bolívar cuando aquél era el caudillo militar de más prestigio y de más fuerza, no sólo revela que supo apreciar los quilates del Libertador. Revela también que para entonces ya llegó a sentir —en forma todo lo vaga y confusa que se quiera— el ideal de libertar a Venezuela. Ese ideal no desapareció jamás de él. Y si tuvo sus errores en el proceso de su larga actuación, el balance no le es adverso.
¿Que más tarde Páez incurrió en inconsecuencias lamentables respecto al Libertador? Es cierto; pero hay que pensar que a partir de la batalla de Carabobo, donde Bolívar lo hace General en Jefe y le pide al Congreso que ratifique esa designación, Páez queda como la fuerza centrípeta del nuevo orden dentro del territorio venezolano. Bolívar tiene que continuar su peregrinación de gloria, tiene que ir a otras tierras a llevar su mensaje y, a través de sus hazañas fulgurantes, garantizar y redondear el proceso de emancipación; y Páez va quedando aquí como el poder de hecho, unas veces investido, otras no, de la formalidad jurídica, pero que, en cierto modo, fueron acostumbrándose a ver sus compatriotas como expresión viviente de la nueva autoridad.
Todavía después de Carabobo, ya General en Jefe, a los treinta y tres años, realiza aquella estupenda hazaña de la toma de Puerto Cabello. Pero cuando viene la crisis y se plantea el proceso denominado «La Cosiata» —el primer intento de separación— se demuestra, una vez más, la autoridad suprema de Bolívar. Este llega y, sin una escaramuza, Páez se la entrega y lo reconoce como su superior. El país estaba alzado contra el Libertador, pero bastó su presencia en tierra venezolana para que todo se solucionara. Si Bolívar no hubiera encontrado después en la capital los obstáculos con que hubo de tropezar; si no hubiera pasado todo el proceso de la Convención de Ocaña; si no hubiera habido el asesinato frustrado del 25 de septiembre del año 28, habría sido difícil que su jefatura sobre los protagonistas de «La Cosiata» se hubiera vuelto atrás. La verdad es que el Libertador encontró tales trabas en su sede para ejercer su autoridad, que son casi simultáneos el hecho de que el Congreso de la Gran Colombia, que él llamó Admirable, le acepte la renuncia y el de que se consume la separación de Venezuela representada por el General Páez.
Indudablemente, la presencia de Páez estuvo asociada a este hecho lamentable de la disolución de Colombia; pero, por la propia marcha de los acontecimientos, se convierte esa misma fuerza centrípeta en el eje de la organización de la República. Presidente Constitucional en el primer período del 31 al 35, ejerce una influencia determinante en la política hasta 1846 —o hasta 1848, si es que el momento de la declinación de su estrella se vincula con los acontecimientos del Congreso, el 24 de enero de aquel año, bajo el gobierno del General Monagas—. El 48 pasa su calvario, preso, humillado, pero su personalidad se fortalece y ella se reconoce cuando regresa al país.
Los acontecimientos de los años 26 y 30 no han sido estudiados suficientemente todavía. Pero aun suponiendo que toda la carga de lo ocurrido del lado acá de la frontera se echara sobre la figura de Páez, no fue él el último en desagraviar a Bolívar.
En cuanto al gobierno, no ha habido todavía quizás suficiente análisis para juzgar su conducta. Pero no podemos ignorar que sin él no habría llegado a la Presidencia el doctor Vargas; y si por haberse retirado a su llano pudo darse el golpe de Carujo, él fue quien lo debeló. Ni debemos olvidar que, aunque ya decadente su fuerza militar, no le faltó el gesto, dolorosamente concluido, de levantarse contra el «fusilamiento del Congreso» en 1848. Y si la dictadura del 61 fue un error que culminó en desastre, tampoco es de olvidar que su presencia hizo lograr el Tratado de Coche, y que quizás al estar Páez en Venezuela, como a la reconocida magnanimidad de Falcón, se debe que la terminación de la Guerra Federal no hubiera sido sanguinaria como lo hacía esperar su desarrollo.
Debemos recordar que durante el tiempo de su hegemonía se realizó una labor, si se quiere imperfecta, llena de los vicios del tiempo y con restricciones oligárquicas, pero con gran voluntad de construcción, con estudios serios sobre la realidad y las posibilidades económicas del país, con un grupo de hombres como José María Vargas, Valentín Espinal, Carlos Soublette, Juan Vicente González y otros, y que fue el mismo Páez quien realizó el acto supremo de reparación, los fastuosos honores que se rindieron al Libertador al traer sus restos en 1842 desde Santa Marta para que reposaran en Caracas.
No se ha escrito una biografía de Páez. Ensayos de valor indiscutible sí han aparecido. Obras de autores que gozan de reputación sólidamente cimentada, no puede negarse que han sido producidas. Pero, por razón sobre todo de tiempo, por razón de clima histórico, no se ha logrado todavía una valorización serena de los hombres y hechos que llenan nuestro pasado. Eso ha sucedido con Páez. El clima histórico no ha permitido todavía una exacta valoración de su aporte, ya que fue actuante en multitud de sucesos posteriores a la lucha épica, y víctima inevitable de una reacción política triunfante. Por eso, durante un siglo, el sepulcro de Páez estuvo en el Panteón recubierto con una simple losa, cuando se había levantado monumentos a hombres cuya importancia no seré yo quien niegue, pero cuyo nivel es innegablemente menos alto que el del prototipo de la venezolanidad.
La hora de la revalorización, serena y desapasionada; de la revalorización que no pretende revivir contiendas olvidadas ni establecer parangones odiosos, debemos considerarla llegada si queremos reafirmar el concepto de que Venezuela busca ya su camino, recoge el hilo de su historia y está dispuesta a conquistar un futuro. Es el momento de pensar en reconstruir el proceso de nuestra vida pública, olvidando de los rencores todo, salvo lo que deba servirnos de enseñanza, y volviendo al culto de los próceres civiles, sin hipérbole pero con equidad. Y es el momento de que entremos a estudiar más de cerca, con desapasionado criterio, la vida humana de José Antonio Páez.
En las memorias que publicó en 1869 —solamente relata su vida hasta 1850— hay aquella frase maravillosa con que inicia el capítulo de la conclusión: «termino, pues, la historia de mi vida, donde debió haber acabado mi carrera pública»; y dice: «es seguro que en tantos años de carrera pública habré cometido yerros de más o menos consecuencia, pero bien merece perdón quien sólo pecó por ignorancia o por concepto equivocado; mi propio naufragio habrá señalado a mis conciudadanos los escollos que deben evitar».
Intensa emoción produce la lectura de la correspondencia de Páez. Desfila por ella su pobreza: «Si no se puede conseguir nada de mis sueldos, ni siquiera pasarle la pensión a mi Esposa, entonces le autorizo a V. para que venda el solar frente a la viñeta y con sus fondos atienda a mi mujer», dice una carta de Nueva York del 19 de abril de 1864. «Estoy casi resuelto —dice en otra del 15 de septiembre de 1864— a ir a Saint Thomas en el mes de octubre o de noviembre para ver si desde allí puedo hacer algún arreglo que me produzca con qué asegurar el pan en el extranjero». Era el hombre que había sido dueño de la República, quien así se expresaba. No para engañar al público, sino en correspondencia íntima dirigida a su nieto político, y que quizás lo habría apenado si se hubiera hecho pública durante su vida.
También desde Nueva York escribió el 15 de marzo de 1873, poco antes de su muerte, posiblemente su última carta, dirigida a su hijo Manuel Antonio, en la que hay este párrafo maravilloso: «Todas las cartas que recibo de ésa me informan del progreso que hace el país como consecuencia de la paz, y estas noticias me tienen bastante complacido y aun más deseoso de que se prolongue ese estado que, indudablemente, levantará a Venezuela del decaimiento de tantos años». Estaba gobernando Guzmán Blanco, su adversario, hijo de su más terrible enemigo político —Antonio Leocadio Guzmán— y su último mensaje es por la paz, felicitándose de que Guzmán haya iniciado una era de paz y deseando que ella se prolongara para levantar a Venezuela del decaimiento de tantos años. Con ella ratifica lo que había dicho al Sr. Hellmund el 1° de abril de 1873: «Deseo que Venezuela se conserve en paz, y que todos sean felices».
Realmente la figura de Páez es apasionante. No hay duda de que Venezuela ha producido un material humano de una calidad excepcional. Cuando uno comete el error de comparar a nuestros próceres, pueden producirse juicios imperfectos. Bolívar es incomparable, no puede ponerse nadie a su lado. Sucre tiene su propia personalidad genial. Miranda tuvo la suya, grandiosa. Pero, es indudable que cualquier país del mundo se sentiría también orgulloso de tener un héroe de la estirpe, de la fuerza humana de José Antonio Páez. Un hombre que se cultivó, que aprendió, que mantuvo un gran espíritu, que paseó por el mundo y que supo dar un ejemplo de señorío, después de haber recorrido desde los más humildes escalones una existencia plena de gloriosas aventuras.
En él nuestros jóvenes deben tener el ejemplo de un hombre que a los treinta y un años fue General en Jefe, que entregó su juventud a la creación de una patria, y cuyo coraje indómito, cuya voluntad irresistible pudo lograr lo que fue porque se puso al servicio de una causa noble, porque supo reconocer la superioridad del ideal encarnado en Bolívar, y porque después de los combates se consagró a la organización de aquel país que había sufrido tanto en la guerra de la Independencia.