El gesto del embajador
Artículo para ALA, tomado de su publicación en El Universal, el 13 de junio de 1990.
La reacción que produjo en Colombia una declaración de su embajador en Venezuela, doctor Gustavo Vasco Muñoz, podía esperarse de algunos elementos patrioteros –que en todos los sitios hay– pero no de parte de calificados medios de comunicación social y menos de eminentes políticos que por su misma jerarquía están obligados a ver las cosas desde una perspectiva más elevada.
El Embajador se limitó a reconocer una verdad, clara como el agua: que la posición del Golfo de Venezuela es vital para Venezuela. Negarlo sería absurdo; ignorarlo, una equivocación; desconocerlo supondría echar a perder todo el camino andado en busca de una integración más efectiva y de una solución más armónica de las cuestiones que inevitablemente existen entre países separados por una dilatada frontera.
Que es vital para Venezuela esa área geográfica, se necesitaría ser ciego para no admitirlo. Por ahí sale la mayor parte del petróleo, del cual vivimos; por allí se comunican con nuestra costa caribeña los productores de una de las regiones de mayor pujanza agrícola de nuestro país; el Golfo es vía de entrada y salida para Maracaibo, la segunda ciudad de Venezuela, y para el Zulia, el primer estado del país.
¿Por qué, entonces, negarlo o ignorarlo? Simplemente, por llevarse un punto. Por tratar de tomar posiciones adversas –que no argumentos, porque no existen– para alegar en el futuro que Venezuela no pueda eventualmente invocar, si se pretendiera llevar el asunto a la Corte de Justicia de La Haya, que su naturaleza vital excluye la jurisdicción de ese tribunal internacional.
Si Colombia se dispusiera a ir a la mesa de discusiones con la posición previamente tomada de rechazar el carácter vital que el Golfo tiene para Venezuela, la negociación arrancaría con plomo en el ala. Porque nuestros negociadores tendrían que pensar que lo del diálogo sería una simple formalidad, sin verdadera intención de solucionar lo que se empeñan en llamar «diferendo» (denominación que he rechazado porque sólo se trata de un proceso delimitatorio) y con la determinación a priori de prepararlo todo para un supuesto litigio judicial. Pero, además, el aferrarse a este punto erosionaría los nobles propósitos que se han estado manifestando y cultivando para adelantar proyectos comunes en beneficio de ambos pueblos hermanos, y arruinaría las mejores intenciones de solucionar de modo constructivo los numerosos problemas que siempre surgen entre dos países limítrofes.
En un discurso que pronuncié en Bogotá en 1982, en la instalación de una reunión del Parlamento Latinoamericano, dije: «Pienso que en este hemisferio, y quizás en el mundo, sería difícil encontrar una historia de la relación entre dos países contiguos más ejemplar que la que ha existido y debe existir entre Colombia y Venezuela. Revisando la Historia de la América del Norte y del Sur, es fácil corroborar esta afirmación. Problemas los ha habido y los habrá, pero nunca se ha dado un ejemplo más loable de una marcha cordial, de un arreglo amistoso de cualquier situación, por difícil que sea, que la que existe entre estas dos naciones hijas de Bolívar. Me atreví a decirle a un periodista hoy que si se hiciera un concurso entre países contiguos para premiar a los que hayan tenido mejor comportamiento, su país, señor Presidente, y el mío, se ganarían sin discusión una medalla de oro».
Ello es muy cierto. Para que haya ocurrido ha habido aportaciones de parte y parte; pero, no cabe duda, la mayor ha sido la de Venezuela. Nuestro país, durante el gobierno del general Juan Vicente Gómez, cumplió a cabalidad el laudo dictado por la Reina Regente de España, muy adverso para nuestra República. Los gobiernos venezolanos de 1891 a 1941 nunca buscaron argumentos para tratar de anularlo. Pacíficamente se entregó la ribera occidental del Orinoco y del Río Negro y casi la mitad de la Península de la Goajira.
El canciller gomecista, Dr. Pedro Itriago Chacín, dijo en su libro «Algunos Apuntes sobre los Tratados»: «Nuestros tratados de límites han tenido, pues, por objeto, resolver o prevenir litigios, dejando bien determinadas las referidas fronteras, y aun cuando la existencia de éstas apareciese en algunos puntos disminuida en virtud de las decisiones dictadas como consecuencias de tales tratados concluidos en administraciones anteriores de la República, si se les compara con los alegatos suscritos por Venezuela (bastaría confrontar el Laudo de 1891 con el Tratado Michelena-Pombo), debemos tener en cuenta las circunstancias existentes para aquellas oportunidades, azotada como estuvo la República, en un largo período, por el flagelo de las guerras civiles, absorbente de toda actividad y atención, y que ellos, en definitiva, vinieron a poner fin a situaciones inestables y llenas de peligros. A la verdad, no habiendo causales aducibles para lograr la nulidad de dichos laudos, ya que fatalmente, según la técnica del caso, cuya finalidad es poner término a los litigios entre las naciones, no basta por sí sola para invalidar los dictámenes de los árbitros la pretermisión de la justicia: cuando en 1891, 1898, 1899 y 1916, el gobierno de Venezuela aceptó las decisiones arbitrales y se aprestó a cumplirlas, sirvió lealmente la causa de la paz y del respeto a las obligaciones contraídas».
En cambio, cuando la Reina de Inglaterra dictó el Laudo llamado a poner fin a la disputa entre Argentina y Chile por el Canal de Beagle, el gobierno argentino lo desconoció y estuvo a punto de ocurrir el trágico suceso de una guerra entre aquellas dos naciones latinoamericanas. La mediación papal logró solucionar el conflicto, y el Laudo fue modificado. Venezuela, al contrario, acató y cumplió fielmente el Laudo español; y no sólo eso, sino que en 1941 el presidente López Contreras, ya finalizando su mandato, en el Tratado del 5 de abril de 1941 declaró establecida la frontera «perpetuamente y a solemnidad», sin obtener ventaja compensatoria alguna, pues además reconoció a Colombia la libre navegación de los ríos comunes, cuya aspiración había sido para Venezuela el instrumento de negociación capaz de lograr una prometida revisión de los límites fijados en el Laudo.
Es ya el tiempo de que las mentes más lúcidas de Colombia se den cuenta de que no deben aferrarse a posiciones intransigentes, ni sucumbir a la amenaza de diatribas políticas que las afectarían si no se ponen «duros» al respecto.
Sería oportuno que ahora recordaran lo que dijo nada menos que Don Miguel Antonio Caro en torno a la cuestión limítrofe: «Las dos naciones han aceptado lealmente el laudo de deslinde y están dispuestas a darle cumplimiento, pero este hecho puede verificarse de dos maneras: la una como se ejecuta por honor y por deber una sentencia que pone término a un pleito de familia, definiendo los derechos, pero sin acordar las voluntades; la otra reconociendo la sentencia como justa e inapelable, pero reformando en parte sus efectos por libre consentimiento de las partes y acordando un arreglo amigable de conveniencia mutua. En el primer caso la frontera entre los dos países será, de un lado, como herida abierta y dolorosa, y por otro, barrera opuesta a la expansión del comercio y al desenvolvimiento de la riqueza. En el segundo caso, la demarcación de límites separará sencillamente jurisdicciones y no dividirá los ánimos, antes bien, señalando la cesación voluntaria y amistosa, no forzada, de una disputa, extinguirá las rivalidades funestas que pudieran alimentarla y reanudará vínculos de fraternidad».
¿Habrá hoy quien se atreva, por más desorbitado y tirapiedras que sea, a llamar por esta declaración «traidor a la Patria» a Don Miguel Antonio Caro?
El embajador Vasco Muñoz, con lúcida visión, ha sacado en claro de su misión diplomática en nuestro país, dos cosas: una, que hay aquí una sincera voluntad de acercamiento, de comprensión, de colaboración entre las dos naciones; otra, que para todos los venezolanos, sin excepción, es muy sensible la posición en lo del Golfo, y muy difícil de entender la conducta de quienes en Colombia adoptan una actitud intransigente en este asunto. ¿Han pensado, por ejemplo, nuestros amigos colombianos, en la herida que nos causan cuando se empeñan en no decir «Golfo de Venezuela» sino «Golfo de Coquivacoa» o cuando pretenden desconocer el carácter vital que tiene para nosotros? ¿Han meditado en lo anacrónica de esa actitud, en momentos en que Europa, en vía franca a una plena integración, oye al canciller Helmut Kohl, de la República Federal Alemana, prometer respeto a la frontera Oder-Neisse, establecida por potencias vencedores a consecuencia de la Segunda Guerra Mundial, para que Polonia no tema intenciones reivindicativas en una Alemania unificada?
Al hacer el noble gesto de decir con franqueza que el carácter vital de esa área para nosotros es indiscutible, el embajador Vasco Muñoz no sólo demostró hidalguía, sino una inteligencia perspicaz, pues se da cuenta de que la afirmación contraria, como una piedra en el camino, impedirá la marcha de otros auspiciosos proyectos. El no ha estado solo, ni somos los venezolanos los únicos que aplauden su gesto. Hemos leído comentarios positivos de Plinio Apuleyo Mendoza y estamos convencidos de que como él habrá muchos otros que lo defiendan. Luis Carlos Galán, esa hermosa esperanza perdida cuando la barbarie apagó su rutilante estrella, había expuesto en la campaña electoral anterior la idea de congelar el llamado «diferendo» por unos cuantos años. El nuevo presidente de Colombia, César Gaviria, heredero de Galán, está imbuido de sus mismos sentimientos. Belisario Betancur, cuando era jefe de Estado, insistió en que hay que buscar primero y preferentemente lo que nos una y no lo que nos separe. Así debe ser.
El embajador Vasco ha dado una muestra poco común de honradez y coraje. Quiera Dios que, apaciguada la marejada inicial, los mejores cerebros y las mejores voluntades de la hermana República se den cuenta de que, con su gesto, el Embajador está abriendo el verdadero camino para que las relaciones entre ambos pueblos se enrumben por una ancha vía de sinceridad y de confianza.