El nacimiento de América
Conferencia dictada en El Vaticano, Roma, con motivo del Simposio «Historia de la Evangelización de América: trayectoria, identidad y esperanza de un Continente», organizado por la Comisión Pontificia pro América Latina, el 11 de mayo de 1992.
«La misteriosa presencia de Dios en la Historia, que es la Providencia» (Centésimus Annus, 59) –según la expresión insuperable de Juan Pablo II– llevó a Cristóbal Colón en su memorable viaje de 1492, desde Puerto de Palos hasta una isla del Caribe, donde llegó el 12 de octubre de aquel año. Sin entrar a juzgar lo que pudiera ser imperfecto en su conducta, era un cristiano rancio y un creyente. Y como eran cristianos también quienes lo acompañaban, oyeron misa, confesaron y comulgaron en la preparación para acometer su gran aventura.
Colón quiso ir a la India y murió con la idea de haber llegado al Asia, atravesando el Océano Atlántico por la vía de Occidente. Se equivocó: no importa. Por otra parte, se insiste en que otros europeos antes que él habían estado en nuestro continente: tampoco importa. Por lo demás, numerosos habitantes de origen no europeo vivían en diversas porciones del territorio americano cuando llegaron los nuevos explotadores. Ello no tiene importancia para calificar la hazaña. Lo que verdaderamente importa es que ese primer viaje de Colón y sus compañeros (que habría quedado en el misterio si no hubieran logrado regresar) es, sin disputa, el hecho más importante y de mayores consecuencias ocurrido en el Universo en el segundo milenio de la Cristiandad. En los mil años que están por terminar, no ha habido otro acontecimiento cuyas repercusiones hayan sido mayores en profundidad y en extensión, no sólo para quienes estamos radicados en el Hemisferio Occidental, sino para quienes moran en otros meridianos y en otras latitudes. Como dice el Senador Paolo Emilio Taviani, el más acucioso de los historiadores modernos sobre la vida y sobre los viajes de Colón: «Las consecuencias del gran descubrimiento se difundieron, se multiplicaron con el correr de los años y de los siglos. Todavía hoy están vivos, y provocan nuevas consecuencias. De esta manera, el genio de Colón llegó a ser y sigue siendo, el símbolo del recodo que cambió el curso de la historia» (Los viajes de Colón, ed. Castellana, I., 262).
Se equivocó el Almirante genovés sobre el destino final de su viaje, pero no sobre el propósito fundamental del mismo: demostrar que la tierra era tal que podía recorrerse íntegramente, ponerse proa al Oeste para llegar a los países de Oriente. Por él, la humanidad tuvo prueba fehaciente de la unidad y continuidad del Universo.
Llevó a España prueba documental de lo que había encontrado. Naturaleza viva y muerta y seres racionales lo acompañaron, para que nadie pudiera creer que estaba fabulando. Su éxito encendió en muchos el espíritu aventurero y el incontenible deseo de conocer que dominaba en su época. El escenario de los caballeros andantes, que un siglo después sepultaría Miguel de Cervantes con su inmortal relato de la vida del Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha, se trasladó al mundo nuevo a través de múltiples expediciones que, asumiendo a plenitud el riesgo en frágiles embarcaciones, navegaban hacia lo todavía desconocido y echaban raíces profundas en el fértil continente americano.
Admitamos que no sólo los motivara la atracción caballeresca de la empresa. También hizo acto de nefanda presencia la codicia dentro de la cada vez más caudalosa migración. Ni pretendemos afirmar que solamente la fe religiosa y el espíritu misionero impulsaron el flujo interminable de hombres y mujeres que salían de sus propios ambientes a aposentarse en un mundo disidente: la ambición de fama y poder, la fiebre del oro y de los metales preciosos, el afán del enriquecimiento rápido empujaron muchas voluntades. Y si es inimaginable el desprendimiento abnegado de infinidad de religiosos y religiosas, que lo dejaban todo por servir a Dios y extender su fe en cumplimiento del mandato evangélico, hubo también prototipos de crueldad, se cometieron crímenes repugnantes, se incurrió en ensañamientos innecesarios y chocantes traiciones, que son la sombra de una luz que sigue iluminando la historia y señalando rumbos que aspiran a seguir la estrella de Belén en búsqueda incesante de la paz para los hombres de buena voluntad.
Porque después del encuentro de las nuevas comarcas vino también –y era imposible que no lo viniera– el hecho fatal de la conquista. Y «los conquistadores, como dice el escritor venezolano Rufino Blanco Fombona, vistos con ojos ecuánimes no resultan ni el bandolero de Heine ni menos el hermano de San Francisco. Tampoco representan al héroe paradigmático, cuyos pasos y ejemplos deban seguir los soldados de una gran potencia industrial y democrática en el Siglo XX. ¿Qué son, pues? En ellos vemos resplandecer las virtudes del país y de la época a que pertenecen. También advertimos en ellos defectos nacionales contemporáneos, agravados tal vez por el teatro bárbaro y distante en que actúan y por la casi completa irresponsabilidad con que manifiestan y defienden su personalidad» (El Conquistador Español del Siglo XVI, Madrid, 1922, p. 9-101). Esto que afirma de los españoles un historiador del siglo XX puede decirse, y en algunos aspectos hasta magnificarse, de los conquistadores de otras nacionalidades: de los portugueses, a pesar de las diferencias que pueden observarse; de los anglosajones, que fueron más pragmáticos, pero que quizás por ello mismo fueron también más recios e implacables frente a los naturales señores de los territorios que iban ocupando.
Pero al mismo tiempo que con fuertes acentos de barbarie se desarrollaba la conquista frente a ella, surgía de la pluma bendita del maestro salmantino Francisco de Vitoria la defensa del derecho natural y el origen de la disciplina del Derecho Internacional; pues sostuvo en sus «Relaciones de Indias», en los mismos días en que apenas llegaban las primeras noticias de los descubrimientos y de la conquista, y en los propios escenarios donde brillaba el emperador Carlos V, en cuyos dominios no se ponía el sol, el derecho natural e inviolable de los indígenas sobre los territorios que ocupaban.
Todo puede decirse acerca del acontecimiento histórico que actualmente está la humanidad conmemorando, pero lo afirmativo de su esencia en torno a la presencia de Cristo, el mensaje de Cristo, a los reclamos de la moral cristiana, siempre presentes frente a las trasgresiones, a los abusos cometidos y a los excesos de poder, impuestos en numerosas ocasiones hasta por portadores oficiales de la fe cristiana. La Iglesia no tiene ningún interés en ocultar esos errores: está interesada más bien, en denunciarlos para repararlos.
Dentro de los designios inescrutables de la Providencia estuvieron las circunstancias en las cuales se desarrollaron los viajes de Colón. No llegó él a las regiones en las cuales se habían desarrollado civilizaciones avanzadas en el Continente americano, llenas de esplendor, aunque también forjadas mediante procesos de conquista no exentas de las mismas y aún peores injusticias y abusos de las de quienes llegaban de Europa. Sus naves fondearon en parajes donde la feracidad de la tierra, la suavidad del clima y la arrobadora belleza del paisaje no habían producido florecientes culturas, o si acaso las hubo, habían desaparecido ante el empuje de pueblos invasores. Apenas en su cuarto y último viaje tuvo la sorpresa de encontrar a unos mercaderes que mostraban un nivel más alto de existencia. Pero no estaba en su destino penetrar para inquirir qué había sido de la civilización Maya a que pertenecían, ni qué otras sociedades avanzadas podía haber en la extensión de nuestro continente.
El encuentro de dos mundos, según la expresión que tiende a emplearse más en la ocasión del Quinto Centenario, tuvo características que lo diferencian de lo que comúnmente se entiende por encuentro. El «acto de coincidir en un punto dos o más cosas, por lo común chocando una contra otra», o «el acto de encontrarse dos o más personas», según el Diccionario, tuvo un sentido físicamente unidireccional. Los indígenas, unos en estado primitivo y otros viviendo en condiciones muy adelantadas, no se motivaron ni entonces ni después para desplazarse hacia los lugares de origen de los recién llegados, mientras de los países de donde éstos provenían continuaban llegando en las siguientes décadas verdaderas oleadas humanas. Todas las sangres de todas las naciones fueron a unirse en el más fabuloso crisol del ser humano.
Dice la física que en los vasos comunicantes el más lleno por presión pasa a ocupar al menos lleno, en busca de nivelación. Los venidos de Europa eran portadores de variadas culturas, superpuestas en proceso de siglos. No eran españoles solamente, ni siquiera solamente europeos los que venían a América. A través de ellos se trasmitía la cultura del Egipto milenario, la severidad del hebraísmo austero, la pujanza del islamismo avasallante, la fascinación del Oriente misterioso impregnado de Buda y de Confucio. Pero todo traía un signo definitorio, incomparable: el que le imprimía al mundo nuevo que nacía, la idealidad cristiana.
Los hechos de conquista, por lo demás, no fueron sustancialmente diferentes de los que habían ocurrido en el resto del mundo, cuando unos grupos fueron sojuzgando a otros grupos humanos para terminar fundiéndose con ellos y adoptar su cultura; ni de los que habían formado los propios imperios existentes en México o Perú, porque en ninguna parte los hombres habían logrado eliminar la guerra, ni soñaban con una paz definitiva, ésa que se nos acerca y se nos aleja y a veces nos parece un espejismo a las mismas puertas del siglo XXI.
Los conquistadores, evidentemente, trataron de trasladar su propia civilización a las tierras para ellos desconocidas a las que les abrió camino el viaje de Cristóbal Colón. No hay por qué sorprenderse de que a las ciudades que fundaban les dieran nombres europeos que sobrevivieron con frecuencia unidos a los nombres autóctonos. Bautizaban ciudades, es cierto, con los nombres de Santiago, de Santa Fe o de Nueva Cádiz, o Nueva Barcelona, o La Asunción; también lo hicieron los anglosajones en el Norte como Nueva Amsterdam o Nueva York y los misioneros californianos con San Francisco, San Diego o Los Ángeles, iluminadas por el celo de unos cuantos Junipero Serra; pero la pervivencia de la toponimia original demostrará que no se trasladó el Viejo Mundo al otro lado del Atlántico, sino que ha nacido de verdad un Mundo Nuevo, en el cual por vez primera se reúnen, se mezclan, los ingredientes étnicos y sobre todo culturales de los otros tres grandes continentes. Se creó lo que un gran latinoamericano, el mexicano Vasconcelos, llamó «raza cósmica». Se crearon escuelas, colegios y universidades; y es timbre de orgullo para los misioneros y para los monarcas de ultramar que lo ordenaron, el que se preservaran los idiomas nativos, se dictara una noble legislación de Indias y se recogieran en anales las costumbres y tradiciones que conservaban quienes habitaban en América antes de la llegada de los europeos.
Pero, en medio de tantos hechos, muchos de ellos contradictorios y confusos, ocurridos en estos cinco siglos, surge la pregunta de cuándo nació América. No es fácil precisarlo. Todavía, en medio de lo mucho que se estudia para indagar nuestros orígenes y buscar explicación satisfactoria a nuestro acontecer, la duda se presenta. No basta el dato de que a los quince años del primer viaje y a los cinco del último viaje de Colón, en 1507, un cosmógrafo alemán divulgara en reconocimiento al florentino Américo Vespuccio, quien por lo demás, tenía méritos propios (v. Roberto Leviller, Américo Vespuccio, «El Nuevo Mundo», Editorial Nosa, Buenos Aires) el nombre de tierra de Américo o América para designar al nuevo mundo. Nada pudieron los esfuerzos colombinos de gente como Fray Bartolomé de Las Casas para la reparación de lo que se considera una injusticia al genovés. Simón Bolívar hubo de darle como compensación el nombre de Colombia a la creación más grande de su genio.
Se empezó a hablar, pues, en los albores del siglo XVI, de América como equivalente al Nuevo Mundo. Pero solamente era una denominación geográfica. Pero América, como unidad, existía para el momento del encuentro en 1492. No había siquiera, en los pueblos visitados durante los cuatro viajes de Colón ni en los encontrados en los inmediatos por los sucesivos viajeros, relación con los grandes imperios de los aztecas o los incas, no conocimiento exacto de lo que muchos años atrás debió haber ocurrido con la civilización Maya. Fue treinta años después del primer viaje de Colón cuando Cortés ocupó México, en una hazaña saturada de audacia y penetrada de crueldad. Cuarenta transcurrieron para que otro extremeño, Francisco Pizarro, cumpliera una hazaña equivalente en el Perú. Si fue en el Norte, la ocupación se iba realizando por etapas, sin que exista constancia de que los espacios conquistados formaran parte de una unidad política y social. América, el Nuevo Mundo, era vista como una gran demarcación continental, pero en nuestras propias gentes no había conciencia de que formaran una comunidad.
Un proceso de consolidación se fue cumpliendo en los siglos XVI, XVII y XVIII y vino a aflorar definitivamente en los preludios de la Independencia. Cuando va a finalizar el Ochocientos se independizan y confederan las colonias anglosajonas y adoptan el nombre de Estados Unidos de América. Su mayor poder, su mayor presencia e influencia en los acontecimientos mundiales ha hecho para los no americanos y hasta para los americanos del Centro y del Sur del Continente, el vocablo «americano» a secas se use para denominar a los anglo-norteamericanos. Cuando despunta el siglo XIX, las antiguas colonias españolas se sienten movidas a luchar también por su propia independencia política y una corriente de unidad las acerca, por encima de las demarcaciones que determinarán la formación de un número elevado de Estados.
El precursor Francisco de Miranda fue un visionario de la unidad de América, considerando como tal la América española. El sabio venezolano Andrés Bello, siguiendo su ejemplo, durante largos y penosos años de permanencia en Londres, editó en colaboración con otros ilustres hispanoamericanos la Biblioteca Americana y el Repertorio Americano, revistas dedicadas a robustecer la conciencia de los hispanoamericanos sobre su propia realidad y sus propios problemas, y publicó la primera poesía dedicada expresamente a fomentar la literatura propia del «mundo de Colón», por lo que fue llamado por Henríquez Ureña y por otros, «libertador artístico» del Continente. Bolívar, en la cumbre de su gloria, convoca el Congreso Anfictiónico de Panamá en 1824, inspirado en el deseo que había expresado al Libertador O’Higgins, de Chile, de hacer de nuestros pueblos «una nación de repúblicas».
Mientras tanto, las antiguas colonias portuguesas conservaron, a través de una estrategia inteligente desplegada por la Casa de Braganza, su organización política unitaria, pero cuando se constituyeron en República la denominaron «Estados Unidos del Brasil», nombre que mantuvieron por unas cuantas décadas, sin que en él se hiciera expresa mención del gentilicio americano.
Con el tiempo se ha ido generalizando el calificativo latinoamericano para comprender a todo el área de países de América distintos de los de lengua inglesa y holandesa. Y la unidad se ha ido expresando más y más en medio de la diversidad. No se habla ya tanto de América, sino de las Américas: el cognomento «panamericano» se sustituyó acertadamente por el de «interamericano».
Pero viene de nuevo la ocasión de señalar cómo los símbolos cristianos son de manera implícita una identificación cabal del Nuevo Mundo. Especialmente, se prestan maravillosamente para expresar lo que los latinoamericanos perseguimos en nuestra identificación, a saber, la «nación de repúblicas» de que habló el Libertador Simón Bolívar, o sea, como antes dije, la unidad en la diversidad.
Ningún símbolo puede para ese objetivo ser más bello que la Madre de Dios. Cada uno de nuestros países venera a la Virgen María, pero cada uno lo hace bajo una advocación especial. Nuestra Señora de Guadalupe es patrona de toda la América Latina y providencialmente se manifestó a un indiecito humilde, que paternal bondad ha elevado recientemente a los altares; pero Guadalupe es, especialmente, una vivencia íntima en el corazón del pueblo mexicano. Los nombres de tantas maravillosas patronas de nuestras colectividades nacionales, como la de Coromoto en Venezuela, la de Chiquinquirá en Colombia, la de Aparecida en Brasil, la de Copacabana en Bolivia, la de Luján en la Argentina, y pare de contar porque la lista es interminable, expresan una conmovedora devoción y a la vez una afirmación de propia identidad dentro de la unidad.
Visitando sus santuarios con emotiva veneración, no puede uno menos que admirar esa milagrosa presencia de Dios en la Historia de que habló Juan Pablo II. Porque ha encomendado a su Madre Santísima renovar la fe y la esperanza de los pueblos que gimen en medio de la pobreza y de la confusión. Es antídoto contra desesperanza. No es privilegio solamente de Lourdes y de Fátima, y de tantos otros lugares donde se ha aparecido la celestial Señora para encender el espíritu creyente, donde los altos valores del espíritu prevalecen por encima de las tribulaciones. El Pontífice reinante, fervoroso mariano, no tiene mejor aliada para la evangelización de nuestra América que la Virgen María, que le salvó la vida y que ha salvado al mundo en forma que no puede considerarse sino milagrosa.
Todos los compatriotas latinoamericanos saben que la Madre de Dios es una sola. Que bajo diferentes formas es la misma. Pero en sus diversas advocaciones, en la historia que a veces embellecida por la leyenda rodea a cada una de ellas, se manifiesta a cada pueblo con una personalidad diferente. Así mismo, los países latinoamericanos sabemos que somos uno; que tenemos un común origen, una manera de ser común y nos compromete un mismo destino, pero cada uno de nuestros pueblos mantiene con firmeza su propia identidad dentro de la unidad.
Los españoles dieron a las naciones mestizas que engendraron en América muchos dones: los mayores, sin duda, la religión y el idioma. El idioma, preservado amorosamente por la genial visión de Andrés Bello, vínculo unificador. La religión, concebida y practicada dentro de un amplio ecumenismo, como lo ha definido el Concilio Vaticano II, nos lleva necesariamente a pensar en objetivos superiores a los egoísmos individuales y nacionales: nos obliga a buscar la paz, a esforzarnos en la solidaridad.
Tres lenguas se reparten casi totalmente el mundo americano. El español y el portugués son idiomas afines, entre los cuales el entendimiento y la comprensión son fáciles. El inglés, hablado como lengua materna por los grandes países del Norte y por las pequeñas comunidades del Caribe, tiende a ser cada día la segunda lengua más usada por todos los grupos humanos.
Todo ello nos lleva a afirmarnos cada vez más en la idea de que lo ocurrido hace quinientos años fue la apertura de una gran avenida para el futuro de la humanidad. Fue un acto de fe; y como lo dijera Miguel de Unamuno (citado por Ángel Rosemblat «Estudios sobre el Español de América», III, 122) «creer es crear». El proceso de estos quinientos años no ha sido, para los países americanos, nada fácil. Pero en los peores momentos los ha salvado la fe. Hemos reparado con nuestros sufrimientos colectivos los pecados cometidos por los conquistadores y por sus herederos en la extorsión y en la crueldad. Pero hay que ver cómo la muchedumbre de esos pueblos, los más abandonados y oprimidos, acuden en silencio, muchas veces andando en el suelo áspero sobre sus rodillas, a los santuarios donde se conserva un documento inconfundible de su religiosidad.
Cuando Colón llegó a Guahanani, esa isla hoy casi olvidada a la que denominó San Salvador, lo primero que hizo fue besar la tierra como un acto de reconocimiento a Dios. Cuando el Papa Woytila besa la tierra al llegar a cada uno de nuestros países, está pronunciando, en gesto mudo, la más hermosa de las oraciones. Al fin y al cabo, la tierra es madre porque el género humano está hecho del barro al que el Creador dispuso insuflarle un alma inmortal. Y al besar a esa madre sufriente, el corazón se eleva a lo infinito, dando gracias al Padre Universal por habernos concedido con la vida, el privilegio de amarlo.
No importa que en la conmemoración de este medio milenio se hayan querido desempolvar viejas controversias y echar sobre quienes llevaron a América el mensaje evangélico la imputación de errores y de crímenes que no negamos y de los cuales la propia Iglesia ha pedido reparación y penitencia. Como dijo el poeta español, «crímenes son del tiempo y no de España». Lo mismo podrían decir el anglosajón y el portugués. Pero a pesar de todos los pesares, el sol que brilló en una playa del Caribe el 12 de octubre de 1492 sigue alumbrando para los que creen en la justicia y la reclaman. Los humildes de América, como los pastores de Belén, soportan sus carencias y dolores por la esperanza irrenunciable de una vida humana mejor.
Muchas gracias.