Empleados públicos y Ley del Trabajo
Artículo para ALA, tomado de su publicación en El Universal, el 31 de octubre de 1990.
En los tiempos del Estado-Gendarme, al que sólo se le asignaban las atribuciones esenciales (defensa nacional y policía, orden público, relaciones exteriores y mantenimiento de la paz), a nadie se le podía ocurrir que la legislación del Trabajo, creada para los obreros al servicio de la revolución industrial, pudiera extenderse a los funcionarios y empleados públicos.
La necesidad de una protección legal para estos últimos comenzó a plantearse a medida que los servicios públicos fueron creciendo y haciendo crecer el Estado. Porque si la legislación laboral era cada vez más amplia, la situación del personal del sector público era precaria, aun cuando aumentaba a medida que la actividad de los entes públicos era mayor y en ocasiones similar en su funcionamiento a los grandes entes privados formados con el auge del capitalismo.
La tesis clásica era distinguir netamente la relación de trabajo privada y la existente entre ramas del poder público y sus servidores. Aquella se suponía formada en un acuerdo de voluntades, mientras que ésta se consideraba resultado de un acto de autoridad. Pero pronto comenzó a observarse que la relación de trabajo, aun cuando tenga generalmente un origen contractual, no era producto de la libre voluntad del trabajador, condicionado por su hipo-suficiencia económica y por la necesidad de tener un empleo para asegurar su subsistencia y la de su familia; por otra parte, el acto de enrolamiento del funcionario a la administración no era expresión de una simple voluntad unilateral del Estado, porque el nombramiento se perfeccionaba por la aceptación del nombrado, acompañada a veces con la ceremonia del juramento. En resumen: la parte estatutaria cada vez más crecía en desmedro de la parte contractual, en la relación del trabajo; y la relación de empleo público, cada vez más era invadida por elementos contractuales, con mengua del régimen de estatuto.
La Ley del Trabajo venezolana de 1936 declaró que la Nación, las entidades que la componen y las demás personas morales de carácter público tienen el carácter de patronos respecto de los trabajadores bajo su dependencia, salvo aquellas excepciones establecidas en la misma ley o en el reglamento. Ni corta ni perezosa, la potestad reglamentaria del Ejecutivo no se limitó a determinar las excepciones, sino que dispuso pura y simplemente que no sólo estarían exceptuados los miembros de cuerpos armados, sino las autoridades, funcionarios y empleados públicos en general.
La definición de quién debía considerarse como empleado público dio lugar a diversas opiniones. La que podríamos llamar formal sostenía que siempre que una persona ingresara al servicio mediante un nombramiento debía considerársele empleado público. Así, llegó a los tribunales laborales el caso de una señora, cocinera en un hospital municipal, a la que se había expedido un nombramiento y hasta se le había tomado juramento, por lo que la administración sostuvo cuando la despidió, que no le correspondían los derechos consagrados en la Ley del Trabajo por ser empleada pública. Por supuesto, los tribunales no compartieron tal criterio, y desempolvaron la distinción clásica entre «servicios de autoridad» y «servicios de gestión» para decidir que sólo en aquéllos y no en éstos cabía la excepción. Había que investigar la índole del servicio prestado para decidir en consecuencia.
La reforma parcial de la Ley en 1945 consagró la excepción relativa a los funcionarios o empleados públicos y señaló una aspiración a que se dictara un estatuto para todos los servidores públicos, manteniendo hasta tanto la adscripción de los obreros a la legislación laboral. En cuanto a la definición de empleado público, una sentencia decidió que, como la ley califica de «empleados» a todos los trabajadores no manuales, deben calificarse de «empleados públicos» todos los servidores públicos no manuales, aun cuando no ejerzan funciones de autoridades.
Lo cierto, dentro de todo esto, era que la aspiración a la igualdad de los trabajadores del sector público con los del sector privado fue haciéndose cada vez más intensa. El italiano Barassi, uno de los juristas de más alta autoridad científica en la materia, dijo que «la zanja entre las dos zonas no es tan profunda que excluya una identidad de régimen jurídico, al menos dentro de ciertos límites».
El programa político del Partido Social Cristiano COPEI, en 1948, en una disposición de la cual fui ponente, afirmó: «Otorgamiento a los trabajadores al servicio del Estado y de los entes de carácter público, de derechos y garantías análogos a los que se reconocen legalmente a los trabajadores particulares, en cuanto sean compatibles con el interés público».
En 1977, el VI Congreso Iberoamericano de Derecho del Trabajo y de la Seguridad Social, celebrado conjuntamente con el Primer Congreso Venezolano de Derecho Social, recomendó la igualación de derechos laborales del empleado público y del empleado particular.
Pero, sobre todo, los hechos han sido decisivos. Si la mayor resistencia a la incorporación de los empleados públicos a la legislación del trabajo se refería a la huelga, ocurrió el fenómeno que Gastón Morin llamó «la rebelión de los hechos contra el Código»: mientras las voces oficiales sostenían su ilegalidad, las huelgas en el servicio público aumentaron y las autoridades terminaron por tolerarlas y negociar.
Cuando se acepta la negociación colectiva y la huelga de empleados públicos, como lo hace el proyecto gubernamental de Reforma de la Ley de Carrera Administrativa, se echa por tierra la tesis estatutaria. El caso es igual al que se propone con la Ley del Trabajo. Quienes aspirábamos a una legislación específica para todos los trabajadores del sector público, hemos tenido que reconocer como más viable la exigencia de los sindicatos de empleados públicos de obtener caída en la legislación laboral. Ello no significa eliminar la Ley de Carrera Administración, que debe seguir subsistiendo para regir «el ingreso, ascenso, traslado, suspensión, retiro» del personal de la carrera administrativa, como lo prevé la solución propuesta por la comisión para el artículo 8 del Proyecto de Ley Laboral. Por lo demás, es de observar que el artículo 122 de la Constitución establece que «la ley» establecerá la carrera administrativa, sin prohibir que los empleados públicos estén protegidos por la legislación laboral, es ridículo, por tanto, el argumento de inconstitucionalidad que se quiso esgrimir contra el artículo 8 propuesto.
La obra «Droit du travail» de Camerlynck y Lyon-Caen (edificio de 1973) observa que «el Derecho del Trabajo del sector público es en principio idéntico al del sector privado; las diferencias son tenues. (…) El derecho sindical, el derecho de huelga, han sido reconocidos finalmente a los funcionarios como a los asalariados. Viceversa, el derecho de la función pública irradia ciertas concepciones hacia el Derecho del Trabajo (seguridad del empleo, régimen de retiros)».
Aferrarse a negar esta realidad es anacrónico. Es inconveniente e injusto, pero también anacrónico. Es la verdad.