Rómulo Gallegos: Término fecundo de una larga jornada
Palabras ofrecidas por el presidente Rafael Caldera en el Salón Elíptico del Palacio Federal Legislativo, durante las exequias del escritor y expresidente de Venezuela. Caracas, 7 de abril de 1969.
Está de pie la Patria para despedir a Rómulo Gallegos, cuyo espíritu parte, en alas de la gloria, en vuelo firme hacia la eternidad. Su cuerpo baja a la misma tierra que él interpretó mejor que nadie, para confundirse con ella. Al enrumbarse definitivamente por la historía, lo acompaña la oración que brota de la fe sencilla de su pueblo. Y al lanzarse a la que, usando sus palabras, podría llamarse «inmensidad bravía», esté seguro de que van en su alforja peregrina la gratitud, la admiración y el afecto inmarchitable de sus compatriotas.
Me toca decir a sus despojos mortales el adiós de todos los venezolanos. De todos, sin la menor sombra de discriminación. De los venezolanos, congregados ante su féretro en consenso unánime, capaz de reunir, junto a sus discípulos, a los nietos de quienes fueron sus alumnos; junto a sus colegas en la andanza enaltecedora de las letras, a los toscos y sanos campesinos descritos por él en sus novelas; junto a quienes tuvieron el privilegio de ser sus compañeros de filas, en la importante organización política que contribuyó a fundar y a la que dio la fama conquistada por su nombre, a los demás que no estuvieron en su misma trinchera en horas de combate. Hablo en nombre de todos, para decirle que su recuerdo lo guardaremos con legítimo orgullo, porque él contribuye a enaltecer el gentilicio nacional.
Rendimos homenaje reverente al escritor que logró traducir en sus libros la potencialidad germinal de nuestra geografía, la bondad cálida y la indoblegable voluntad de nuestra gente, los inmensos problemas y las inagotables esperanzas de nuestra realidad social.
Rendimos homenaje al maestro que dedicó largos años de esfuerzo a la siembra de ideas y de inquietudes en el alma de varias generaciones.
Rendimos homenaje al hombre público, cuyo propósito guiador fue la voluntad de servir a los más altos intereses del pueblo: al exiliado voluntario que dejó la patria para no concurrir a un Cuerpo que no disfrutaba de la sinceridad de sus funciones; al Concejal y al Diputado electo por Caracas en momentos de intensa promoción; al Ministro y al Presidente que en su breve ejercicio, por encima de las controversias, aseguró el reconocimiento de la verticalidad de su estatura y la probidad de su intención.
Rendimos homenaje al hombre íntegro que supo hacer brillar su personalidad en las horas amargas de infortunio.
Rendimos homenaje al familiar insigne, al esposo devoto, al padre bondadoso, en quien se vieron reunidas las virtudes de una vida privada intachable, sólida base de sus actuaciones de estadista y político.
Hoy está su nombre por encima del bien y del mal. Más arriba de las controversias en que la vida hubiera de mezclarle, borradas hace tiempo por la luz de su brillante personalidad. Junto a su féretro, acompañados por los representantes de gobiernos amigos, que han venido a compartir nuestra pena, estamos reunidos, sin omisión alguna, los que fuimos testigos de su vida señera y le vimos llegar hasta el fin de sus días con el fulgor con que se sumerge suavemente en el ocaso, en la ilimitada extensión del horizonte, el sol de nuestros llanos.
Por ello no he vacilado en hablar con la voz integral de Venezuela entera. Podría agregar mi testimonio personal, aunque muy poco añadiría a lo que en el mismo orden saldría de muchas bocas. Para mí, su figura es nítido recuerdo desde cuarenta años atrás, cuando lo enviaron a pacificar ímpetus estudiantiles de examinandos turbulentos en la vieja escuela de San Lázaro, tarea que cumplió sin separarse del teclear incesante sobre la maquinilla de escribir, de donde —según se susurraba— iban saliendo borradores prodigiosos para su más afamada novela. Ese recuerdo se hace imborrable en mi memoria desde la época en que me concedió —cuando yo apenas acababa de pasar los treinta años y tuve el honor inmenso de ser su contendor— generosas frases de aprecio, conmovedoras manifestaciones de confianza y un excepcional testimonio de justicia del que no he conocido similar en la vida política de ésta o de otras tierras. Pero no es la ocasión de ponernos a discernir tonos de gratitud o admiración por la gran figura que se ha marchado a la inmortalidad; es la hora del duelo nacional y del reconocimiento común, surgido de todos los pechos hacia un venezolano eminente cuyo contorno, por múltiples respectos, tiene dimensión ejemplar.
En nombre del pueblo y del Gobierno de Venezuela, traigo a los afligidos deudos del expresidente Gallegos nuestro pesar, que queremos mezclarlo y confundirlo con el suyo. Y al ciudadano probo, al eximio escritor, al ilustre estadista, al maestro preclaro, al hombre bueno que fue don Rómulo Gallegos, traigo nuestra diáfana admiración y cariño, libres de escorias, fundidos en el crisol de la solidaridad nacional ante el hecho de su perennidad.
Al fin de su existencia mortal, nada me parece más cónsono que evocar sus palabras de extasiada contemplación ante la inmensidad del Orinoco, que podían aplicarse al torrente caudaloso de su propia existencia:
Término fecundo de una larga jornada que aún no se sabe precisamente dónde empezó, el río niño de los alegres regatos al pie de la Parima, el río joven de los alardosos escarceos de los pequeños raudales, el río macho de los iracundos bramidos de Maipures y Atures, ya viejo y majestuoso sobre el vértice del Delta, reparte sus caudales y despide sus hijos hacia la gran aventura del mar; y son los brazos robustos reventando chubascos, los caños audaces que se marchan decididos, los adolescentes todavía soñadores que avanzan despacio y los caños niños que se quedan dormidos entre los verdes manglares.
Abismados en la meditación, no olvidemos lo que él mismo dijo: «porque algo, además de un simple literato, ha habido siempre en mí». Y ese algo, pensamos, continúa en plena marcha. Como en su relato, «El barco avanza y su marcha es tiempo, edad del paisaje». Marcha, tiempo, edad, paisaje, proyección superior aun a su estupenda literatura, plenitud del río gigante que se expresa en mil formas y que, renovándose todos los días, continuamente se mueve hacia la infinitud, todo eso pasa por nuestra mente al despedir los despojos mortales de don Rómulo Gallegos, con la voz auténtica de un pueblo que lo siente más suyo ahora que nunca, cuando ya no le pertenece a él solo, porque forma parte del acervo histórico de la humanidad.