Deusto y Oña están en lo más hondo de mi formación intelectual y moral
Discurso al recibir el grado de Doctor Honoris Causa de la Universidad de Deusto, en Bilbao, País Vasco, el 1 de octubre de 1980.
El grado que recibo de la Universidad de Deusto tiene para mí una significación que trasciende aun más allá de la honra que para cualquier hombre de pensamiento reviste una distinción honorífica de este egregio Instituto. Para mí, Deusto y Oña son nombres incrustados en lo más hondo de mi formación intelectual y moral. Son la fuente donde abrevaron para robustecer su espíritu muchos de mis mejores maestros; sus lecciones y ejemplos penetraron en mi alma en los años más receptivos de mi adolescencia y constituyeron algo así como el símbolo del deseo de saber, de la necesidad de poseer la verdad, del espíritu de disciplina y de trabajo que se empeñaron en inculcarnos hombres que fueron para nosotros testimonio vivo de sabiduría, de laboriosidad, de rectitud, de santidad.
De labio en labio se trasmitía entre nosotros, como argumento decisivo para apreciar la capacidad formidable de nuestro profesor de matemáticas y de física, Hermógenes Basauri, el de que había sido profesor en Deusto; él nos deleitaba con sus clases, nos abismaba con sus conocimientos, nos estimulaba con su sed de conocer, pero al mismo tiempo nos seducía con su humana percepción de nuestras emociones e inquietudes, lo que nos hizo escogerlo para que nos diera los ejercicios espirituales de despedida, cuando salíamos del Colegio para lanzarnos de lleno en la lucha de la universidad y en el torbellino de la vida.
Fueron vascos muchos de nuestros preceptores, y nos inculcaron la admiración por la reciedumbre de esta gente y el amor por sus tradiciones y vivencias. Vasco, de Durango, fue nuestro primer preceptor de educación primaria en el Colegio San Ignacio de Caracas, el hermano coadjutor José Marquiegui; como a niños vascos nos vistieron para bailar danzas vascas en los coros con los que contribuimos a la celebración del centenario de la Batalla de Ayacucho, consagratoria de la independencia suramericana; los colores de nuestro equipo colegial de fútbol eran los mismos del Atletic de Bilbao, y nuestras manos tiernas comenzaron a endurecerse cuando en los recreos nos estimulaban a intentar el duro y difícil deporte de los pelotaris.
Fue un vasco, José de Errasti, nuestro profesor de gramática castellana y celoso custodio del lenguaje; fue otro vasco, Manuel Aguirre Elorriaga, el que nos enseñó los primeros secretos de la oratoria y se esforzó en quitarnos el «tonillo» retórico, en nuestras primeras declamaciones para los actos colegiales y, por otra parte, nos invitó a meditar sobre nuestras posibilidades y nuestros defectos; otro vasco, Víctor Iriarte, nos hizo reflexionar a fondo sobre los problemas de la sociedad y nos dio sabias indicaciones para que tratáramos de escribir con claridad, para que no pretendiéramos la elegancia del estilo con rebuscados artificios, para que leyéramos con frecuencia buenos escritores y buscáramos expresarnos con soltura.
Un vasco robusto y dinámico, Feliciano de Gastaminza, nos hizo comprender y amar nuestra geografía venezolana, y otro vasco, Luis María de Arrizabalaga, puso cuidadoso esmero en hacernos conocer y amar la historia y la geografía de España. Vasco era, recio y bueno, Modesto de Arrázola, quien nos enseñó con rigidez irreductible las primeras nociones de Filosofía. Como era natural de la Villa de Oñate, cuna también de un personaje casi mitológico, Lope de Aguirre, conocido con el cognomento de «tirano» –aunque ahora le ha proclamado un escritor de tendencia revolucionaria «Príncipe de la Libertad»– le llamábamos también «tirano» al Padre Arrázola, aunque después le hemos agradecido inmensamente su tenacidad en inculcarnos las nociones fundamentales de psicología, lógica, moral y metafísica.
Seguir nombrándolos sería para nunca acabar: Francisco de Corta y Oyarzábal, Francisco Doussinague, Guillermo Larrañaga, Ernesto Otaduy, Ricardo García Villoslada, Pedro Aguirre, entre los que fueron directamente nuestros profesores. Después: Jenaro Aguirre Elorriaga, Urrutia, Muniátegui, Machinbarrena, Madariaga, Arruza, Vélaz, amigos y colaboradores, además de los viejos que admirábamos a la distancia, como Ipiñázar, Odriozola, Arista, o los que nos trataron con indulgente cariño, como Luis Zumalabe, o Joaquín Echenique, o nos profesaron perdurable afecto, como Epifanio Aguirre, o ejercieron funciones de autoridad o asistencia, como Aguirrececiaga, Izaguirre, Malavecheverría, y tantos más que no menciono ahora.
Ellos constituyeron una especie de enclave de cultura enviado por el País Vasco, a través de Loyola: egresados todos o casi todos –los vascos y los otros, también muy brillantes y queridos, oriundos de otras regiones españolas– de los estudios superiores de Oña, en la rancia provincia castellana de Burgos, convertidos para provecho de ambas instituciones en Facultad de esta ilustre Universidad de Deusto. Nos trasmitieron mucho amor y gran respeto por el País Vasco y por su gente, cuyos apellidos nos exigían a veces reiterados ejercicios para pronunciarlos, y veneración por su máxima figura, Ignacio de Loyola, el caballero de Azpeitia, «fundador y General de la Compañía Real que Jesús con su nombre distinguió».
Son viejos, pues, y estrechos los vínculos que me ligan a esta universidad, y mucho lo que debo a ella o a sus ramificaciones. La deuda se acrecienta ahora con esta generosa y enaltecedora distinción. El Rector Magnífico y su Claustro me hacen Doctor en donde aprendieron mis maestros, o los maestros de mis maestros, y este grado tiene por ello para mí el carácter de una culminación y para colmo lo recibo al mismo tiempo que el insigne pensador y maestro Xavier Zubiri, comparto esta tribuna con el gran científico y escritor Pedro Laín Entralgo, y escucho las muy generosas frases de «laudatio» del profesor José Antonio Obieta.
Pero no es esto todo. Nací en un pueblo que hace doscientos cincuenta años recibió cédula de ciudad y adoptó el cognomento de «Fuerte» por el vigor que había puesto en la defensa de sus derechos. Se convirtió rápidamente en una población importante, por la presencia de la Real Compañía de Caracas y por la afluencia inicial de un grupo de familias salidas de estas tierras, así como de las Islas Canarias y de otras regiones. Vascos, canarios, castellanos, gallegos, andaluces, ¿qué digo?, gente de todos los antiguos reinos y señorías que reunió Castilla bajo su égida, se mezclaron entre sí a lo largo y lo ancho de América como no habían podido hacerlo en siglos de convivencia en la Península, donde habían participado codo a codo en la lucha de la Reconquista.
Ese fue el milagro consumado al otro lado del Atlántico. Allí todos aportaron su cuota y de todos salió el nuevo hombre americano, ecuménico en su integración y en su perspectiva, formado de europeo, indígena y africano, en proporciones variadas pero bajo un signo común; uno en la diversidad, en todas y cada una de las antiguas colonias, aunque fuera variable el caudal de las fuentes originarias en comarcas que adquirieron una misma religión y un mismo idioma; una familia de pueblos que, como dijera Rubén Darío, el gran nicaragüense, aún reza a Jesucristo y habla en español, y que tuvo además por característica uniforme el amor por la independencia, manifestado en el ilimitado apego a la soberanía de cada patria y en el fiero sentido de la propia dignidad personal.
De esa fusión de sangres y culturas salió Bolívar, a quien llamara genio de la raza el insigne vasco don Miguel de Unamuno, inolvidable Rector de Salamanca; Bolívar, que en sus venas, donde también llevaba el Ponte y el Blanco del Archipiélago canario y el Villegas y el Palacios de Castilla y Andalucía, y otros variados ingredientes, debió sentir orgullo de su estirpe vasca, simbolizada en esta tierra por ese tesoro de tradición y de autenticidad que sigue siendo la Puebla de Bolíbar. Estirpe vasca que se mostró en él por la firmeza ante la adversidad, por lo inconmovible de las convicciones y por la adhesión irrenunciable a su ideal.
Mucho se ha escrito sobre la Real Compañía de Caracas, identificada por nuestros historiadores con el nombre de «la Compañía Guipuzcoana». Andrés Bello, en el Resumen de la Historia de Venezuela, preparado en 1810, expresa:
La Compañía Guipuzcoana a la que tal vez podrían atribuirse los progresos y los obstáculos que han alternado en la regeneración política de Venezuela, fue el acto más memorable del reinado de Felipe V, en la América. Sean cuales fuesen los abusos que sancionaron la opinión del país contra este establecimiento, no podrá negarse nunca que él fue el que dio impulso a la máquina que planteó la conquista, y organizó el celo evangélico. Los conquistadores y los conquistados reunidos por una lengua y una religión, en una sola familia, vieron prosperar el sudor común con que regaban en beneficio de la madre patria una tierra tiranizada hasta entonces por el monopolio de Holanda. La actividad agrícola de los vizcaínos vino a reanimar el desaliento de los conquistadores, y a utilizar bajo los auspicios de las leyes la indolente ociosidad de los naturales. La metrópoli que desde el año de 1700 no había hecho más que cinco expediciones ruinosas a Venezuela, vio llegar en 1728 a sus puertos las naves de la Compañía, y llenarse sus almacenes del mismo cacao que antes recibía de las naciones extranjeras. No fue sólo el cultivo de este precioso fruto el que contribuyó a desenvolver el germen de la agricultura en el suelo privilegiado de Venezuela; nuevas producciones vinieron a aumentar el capital de su prosperidad agrícola y a elevar su territorio al rango que le asignaba su fertilidad y la benéfica influencia de su clima»(…) « la lisonjera perspectiva –continúa– que acabamos de presentar justificará siempre los primeros años de la Compañía de las justas objeciones que puedan oponerse contra los últimos que precedieron a su extinción» (…)
«Tales fueron –concluye– los efectos que harían siempre apreciable la institución de la Compañía de Guipúzcoa, si semejantes establecimientos pudieran ser útiles cuando las sociedades pasando de la infancia no necesitan de las andaderas con que aprendieron a dar los primeros pasos hacia su engrandecimiento. Venezuela tardó poco en conocer sus fuerzas y la primera aplicación que hizo de ellas fue procurar desembarazarse de los obstáculos que le impedían el libre uso de sus miembros.
Fue, justamente, el impulso de la Compañía Guipuzcoana el que hizo que mi pueblo, de un modesto agregado de españoles denominado el Cerrito de Cocorote, se convirtiera en la progresista ciudad de San Felipe el Fuerte, pujante hasta su destrucción por el terremoto del 26 de marzo de 1812; la prócera ciudad cuyos muros y calles hemos excavado para hacer en torno a sus ruinas uno de los parques más hermosos de Venezuela. Entre la gente que llegó del País Vasco a San Felipe estuvieron unos Zumeta, de San Sebastián, con raíces en el solar de Zumeta, en jurisdicción de la Villa de Azcoitia, y unos Maya, de la Villa de Lesaka, en Navarra, cuyas sangres se mezclaron y cuyas acciones se unieron para dejar en nuestra historia hechos que sus descendientes rememoramos con orgullo. Ellos llevaron en primera línea el ideal de la independencia. Juan José de Maya representó a San Felipe en el primer Congreso de Venezuela, y Zumetas lucharon por la libertad en los campos de batalla. Esos nombres estuvieron asociados a otros de rancio sabor vascongado: Larrea, Recarte, Tellechea, Amestoy, Echeverría, Uriarte, Arrivillaga, Elizondo, Echave, Lerchundi, Uranga, Azpiazu, Zavala,…. Su sangre, unida con las otras que provenientes de otras regiones también llevamos con inmenso afecto, es componente dinámico que nos estimula y nos obliga.
Pero de nada serviría todo el tesoro del pasado, remoto o cercano, si no enfrentáramos las responsabilidades del presente y del exigente porvenir. Las características del pueblo vasco, los fundamentos filosóficos y teológicos de esta Institución, la vinculación que nos obliga solidariamente, todo ello nos ofrece motivos y aliento para enfrentar la angustiosa tarea que tenemos delante de nosotros.
La juventud está inquieta. Los pueblos se agitan de impaciencia. Nuevos enfoques para problemas, nuevos y viejos, reclaman imaginación y audacia. Pero debemos saber lo que hemos sido, porque para llevar adelante las renovaciones de los tiempos hay que afirmar la propia esencia. No podemos renunciar a seguir siendo lo que somos. El mundo convulsionado reclama trasformaciones audaces, para las cuales se requieren pueblos hermanados por ideales comunes representados por grandes unidades humanas y movilizados al unísono por preocupaciones concurrentes. El derecho de cada uno a ser como es tiene que armonizarse con el deber de todos a ser uno y el mismo dentro de la diversidad.
Ya no se satisfacen las inquietudes con respuestas estereotipadas como aquella de que Europa envejeció definitivamente o la de que América Latina es el continente de la esperanza. No es aceptable la pretendida decrepitud del Viejo Mundo, ni menos aún excusable la perenne inmadurez del Nuevo. Los pueblos de América Latina y de España tienen deberes que no admiten ya excepciones dilatorias derivadas de una supuesta y continuada juventud, o de un injustificado cansancio. Es hora de que nuestra voz se escuche, robusta, sosteniendo la dignidad prioritaria de la persona humana y proclamando la paz como un estado activo de coexistencia armónica entre las naciones.
Una universidad como esta, inspirada en el ideal cristiano y en el ejemplo de valor y constancia de Ignacio de Loyola, tiene ahora más que antes un gran papel que cumplir. Hay quienes piensan en la declinación de la educación católica y se afanan en cerrar colegios para abrir parroquias populares, sin observar que éstas tienen que nutrirse con sacerdotes bien formados y cooperadores educados en buenos colegios.
El cristianismo tiene la virtud de ser siempre fiel a su identidad, más todavía cuando está en trance de renovar sus enseñanzas de acuerdo con las necesidades y con el sentido de los tiempos. Una institución como la Universidad de Deusto no teme a las novedades, por audaces que sean, antes las considera con amplitud e incorpora de ellas todo lo que tenga un signo creador. Lo que no puede es renunciar a su propio ser, es ocultar o menospreciar aquello que le ha dado significación trascendente a su acción.
Hay muestras evidentes de que el hecho religioso se revela nuevamente en el mundo capaz de encender los más arrebatados movimientos a favor de causas de muy variada índole. La reaparición del islamismo como fenómeno político demuestra que los pueblos siguen dispuestos a entusiasmarse hasta el paroxismo por motivaciones no económicas, por objetivos que pertenecen a un orden superior de valores. No entremos aquí a discriminar los aciertos o errores que puedan encontrarse en las distintas manifestaciones de este acontecimiento; menos aun admitamos, que se vuelva al triste espectáculo de hombres luchando enfurecidamente unos contra otros por motivaciones religiosas. Precisamente, uno de los aspectos más positivos del Concilio Vaticano II ha sido su proyección ecuménica, el propósito reiterado de acercarse a los hermanos separados y a los creyentes de todas las religiones. Pero el ejemplo de la religión islámica debe contribuir, y seguramente contribuirá, a no olvidar la importancia de la religión cristiana como elemento dinámico de la vida social, como factor de acercamiento entre todos los pueblos, como guía certero en la búsqueda sincera y entusiasta de la justicia y de la paz.
Una universidad como la de Deusto tiene que afrontar día tras día las exigencias del avance tecnológico, que no sólo exige la trasmisión de nuevos y complicados conocimientos y el uso de un material cada vez más sofisticado y costoso, sino la preparación de los educandos para asimilar las novedades que día tras día tienen que asimilar. Pero ha de afrontar, sobre todo, los problemas de un nuevo humanismo, las imperativas exigencias de una nueva sociedad, el fortalecimiento del espíritu de cada uno, el amor al trabajo y al cultivo de la disciplina, amenazados por la molicie y la pereza que proliferan en la moderna sociedad de consumo.
Hemos hablado de nuestros viejos maestros, pero no para quedarnos en la contemplación de su recuerdo, sino para prometernos inculcar a los jóvenes aquella reciedumbre de carácter, aquella firmeza de voluntad, aquella decisión de servir, aquella pureza de conducta que los hicieron memorables y comprometieron hacia ellos nuestra gratitud. Es el amor por los jóvenes, que no es incompatible sino complementario con la veneración por los viejos, lo que más me impulsa a renovar mi fe en esta institución y en el ideal que la ha inspirado a través de los años y la inspira en el momento actual.
He invocado los lazos que me unen con ella a través de mis maestros y al País Vasco a través de algunos de mis antepasados, para darle mayor sentido al compromiso que nos une y nos conmina. Vivimos tiempos difíciles, porque todo lo que vale es difícil. Tenemos que encontrar las soluciones justas y demostrar en los hechos que ellas sirven para garantizar a nuestros pueblos una vida mejor.
He pretendido hablar como un discípulo de egresados de esta universidad y como un descendiente de gentes nacidas y formadas en Euskadi. Es decir, con solidaridad de compatriota y con acatamiento de discípulo. Llego, pues, a esta Universidad de Deusto, símbolo de las mejores credenciales del pueblo vasco y de las más elevadas y puras glorias de los hijos de Loyola, a expresar mi más profunda gratitud y ratificar mi insobornable fe en lo que ella ha representado y representa.
Al renovar mi veneración agradecida hacia el grupo de ilustres varones que, salidos de Deusto y de Oña, fueron a identificarse con la realidad venezolana para forjar en almas juveniles la voluntad de servicio y espíritu de lucha, prometo que este lauro que recibo inmerecidamente, lo guardaré como una de las más preciadas recompensas a que hubiera podido aspirar. Lo ofrezco a las generaciones jóvenes como un motivo más para que se pongan a la altura de lo que los tiempos reclaman, y lo consideraré, con íntima satisfacción, como testimonio de haber querido ser fiel a las ideas que desde aquí se han difundido, inspiradas en el amor de Dios y en el trabajo por el pueblo.