La incomprendida escala de Bello en Londres
Conferencia leída por Rafael Caldera en el Liceo Andrés Bello de Caracas, durante la Semana de Bello, el 30 de noviembre de 1951. Publicado en diversas ocasiones, destaca su aparición en el Primer Libro de la Semana de Bello en Caracas (1952), Caracas, Londres, Santiago de Chile, las tres etapas de la vida de Bello (1981) y en Andrés Bello: The London Years (1982), bajo el título de «Bello in London: The Incomprehensible Sojourn».
Muy diferente del Londres actual debería ser la ciudad que en 1810 conoció Bello. Pero a pesar de esto ¡cuánta emoción se siente al recorrer los lugares más característicos de su permanencia allá! En compañía del Embajador de Venezuela en Gran Bretaña, doctor Carlos Sosa Rodríguez, de don Carlos Pi Sunyer y la señora Miriam Blanco-Fombona de Hood, colaboradores en Londres de la Comisión Editora de las Obras Completas de Andrés Bello y del Bibliotecario del Distrito londinense de St. Pancras, Mr. Frederick Sinclair, recorrí hace un año aquellas calles. Las congestiona el ruido y las ahoga el humo que escapan de atormentados motores, pero conservan su corte ochocentista. Su fisonomía sugiere aún el lento cruzar intermitente de carruajes, la llegada ocasional de alguna diligencia y el paso rítmico de tranvías de caballos, ensayo victorioso de ajustar las alternativas del instinto animal a los rigores de la puntualidad inglesa.
Ennegrecidos están los muros de los contados edificios que se hallan en pie como los viera Bello. Casi tan negros, aquellos que fueron reconstruidos forman del vecindario una rara, heterogénea unidad. Somers Town, el barrio donde se consumieron energías, cavilaciones y esperanzas y se decantaron proyectos de Andrés Bello y de tantos otros refugiados, provenientes de todos los países del mundo, acapara actualmente un gran lote del bullicio de la urbe; ello, no obstante, no es imposible imaginar cómo fue el mismo barrio cuando servía de escenario a la vida de nuestro compatriota. El aire dickeniano se aspira todavía. A pesar del siglo transcurrido; a pesar de las manzanas derruidas por las bombas de una guerra técnica. La voz de Carlos Dickens parece escucharse aún en el trasfondo, explicando el colorido de aquel cuadro.
Durante el tránsito de Bello, Londres vive una gran crisis de transformación y crecimiento, la cual se sienta intensa en el famoso Distrito St. Pancras, cuya historia se enreda en la leyenda en los tiempos romanos, cuando Londres era Londinium todavía. Como lo ha observado Pi Sunyer en uno de sus valiosos y analíticos informes para la Comisión Editora, la transformación urbana de Londres hacia su «plenitud victoriana» se exterioriza en esplendentes lámparas de gas que reemplazan los viejos mecheros. Las lámparas de gas subsisten todavía: y, por cierto, en la oscuridad tenían sumida la ciudad durante los días de mi visita, porque ésta coincidió con una huelga de los trabajadores del ramo…
Aquellos mismos años comenzó a convertirse lo que hoy llamaríamos urbanización residencial en núcleo de comercio y de oficinas. Bello estuvo bastante para ver en 1823 la instalación de la primera de las estaciones del ferrocarril que impulsaron la metamorfosis.
No es, pues, estéril recorrer estos sitios. Tras de ellos conservan mejor la evocación de aquellos días, perdidos entre la bruma del olvido, más densa en ocasiones que la célebre neblina de la urbe. Son tres edificios que han mantenido su estructura y cuyas piedras podrían atestiguar hechos fundamentales en la historia y en la cultura hispanoamericanas: la casa de Miranda, la iglesia de St. Aloysius y el Museo Británico.
De los tres, el museo es el que ha sufrido mayor variación arquitectónica. Ni siquiera están sus libros en su primitiva sede de Montagu House, que Bello frecuentó. Pero es también el que ha mantenido mayor unidad funcional. Aquellos tomos fueron los mismos que Bello acarició durante interminables horas, signadas por la espera de un destino. Allá está su ficha de lector, encontrada a partir de 1814; y son sus visitas al museo –circunstancia expresiva– las que permitieron precisar, desde que en 1820 se abren libros de «Admissions to Reading Room», los domicilios de Andrés Bello. Entre ellos, la casa donde murió su amada Mary Ann (18 Bridgewater Street, hoy Bridgeway Street, en Claredon Square) y aquella donde estuvo (6 Sols Row, Hampstead Road) el primer asiento, su hogar con Elizabeth Antonia Dunn, compañera fiel del resto de sus días.
La casa de Miranda, donde Bello vivió de 1810 a 1812 y cuya antigua dirección Grafton Street constituye punto de referencia ineludible en la Emancipación Americana, está ocupada hoy por oficina de correduría. Inclinada a un lado de su eje de gravedad, como consecuencia de los bombardeos; despojada de lo que debieron ser sus encantos y galas, la casa –marcada con el número 58 del ahora llamado Grafton Way– allí está todavía. Con su misma estructura. Esperando la realización del proyecto de hacerla hogar simbólico de los pueblos latinoamericanos en la capital del mundo británico.
Y, finalmente, la Iglesia de St. Aloysius, frente al Polygone. Su fotografía la podrá ver el público en la Exposición que para la Semana de Bello ha organizado la Comisión Editora y que se abrirá el martes en el Museo de Arte Colonial. Está intacta, idéntica hoy a los grabados de la época: merece ser ornada con alguna lápida, para recordar que allí se bautizaron cinco de los hijos de Andrés Bello. Eso por sí solo justifica tenerla por centro principal de la vida íntima de Bello durante su permanencia en Inglaterra.
La supervivencia de estos sus contemporáneos de piedra invita a meditar en la singular e incomprendida historia de la escala de Andrés Bello en Londres.
«en tu desolación ¡oh patria de héroes!»
Ninguno de los tres diplomáticos de la Junta Conservadora de los Derechos de Fernando VII, Bolívar, López Méndez ni Bello, había visitado Inglaterra antes de 1810. Pero Bolívar, hombre de mundo, dado ya a la dinámica del «piélago de angustias» de que nos habla en el Discurso de Angostura, había ido dos veces a Europa. Domina la vida del gran mundo. Apunta en él –y no alcanzarán a desmentirlo interpretaciones adversas– el hombre de un destino que ya asoma y que se va a cumplir. Realiza una función y regresa enseguida. La realidad lo urge. No puede evadir el compromiso que hizo consigo mismo al jurar en la Ciudad Eterna.
Bello y López Méndez se quedan. Deben quedarse. La junta no puede aspirar solamente al mero contacto inicial, de suyo tan valioso con el único poder capaz de hacer frente en el mundo al Imperio Español. Hay, en el fondo, la aspiración a relaciones más estables.
Los primeros meses en Londres de los «diplomáticos de América del Sur» son la parte mejor y más brillante. A la partida de Bolívar y Miranda, las cosas se hacen más difíciles. El mismo alojamiento de Bello y López Méndez en la casa de Grafton Street indica que surgían dificultades para sostener un tren de vida autónomo. Y la atención de la opinión inglesa vuelve a concentrarse en la guerra en Europa, que empieza a tomar para ella un sesgo halagador, mientras las noticias que llegan de América son escasas, confusas y distan de ser alentadoras.
Los hechos, aunque sucedidos con angustiosa rapidez, vienen en definitiva a mantener torturante incertidumbre. Bolívar dirá en 1819 que aquellos años fueron «la inundación de un torrente infernal que ha sumergido la tierra de Venezuela». Esta debía ser la impresión llegada al Viejo Mundo, de los acontecimientos de nuestra guerra de independencia. Pero de allá debían parecer más largos todavía los años de lucha. Mientras las noticias de América escaseaban, llegaban rumores constantes de las expediciones que España, restituida a su rol de potencia mundial, organizaba para restablecer su imperio ultramarino. Todavía después de Carabobo, en 1821; aún después de Ayacucho, la reconquista amaga sin cesar. Y la satisfacción final del triunfo; apenas dura para preparar el sinsabor de nuestras conmociones internas.
En medio de esta inseguridad transcurren los diez y nueve inacabables años de la estada de Andrés Bello en Londres. Y, en definitiva, la suerte de las armas lo obligaba siempre a mantenerse allí si ella favorecía la causa de la Emancipación, su obligación era estar a la orden para las gestiones que ocurrieran; si la fortuna estaba con los ejércitos del Rey, pensar en el regreso no era solo absurdo, era imposible.
En 1812 las comunicaciones de América traen un sabor de hado fatídico. Al caraqueño amante de su ciudad bella y tranquila le causan estragos en el alma las noticias de los estragos causados en la patria por el terremoto del 26 de marzo. Al cantar a Caracas en 1823 hace patente este dolor:
¡Ah! que entre escombros olvidar pareces
turbio Catuche, tu camino usado.
¿Por qué en tu margen el rumor festivo
calló? ¿Dó está la torre bulliciosa
que pregonar solía,
la pampa augusta del solemne día?
Entre las rotas cúpulas que oyeron
sacros ritos ayer, torpes reptiles
anidan, y en la sala que gozosos
banquetes vió y amores, hoy sacude
la grama del erial su infausta espiga.
Pero más bella y grande resplandeces
En tu desolación, ¡oh, patria de héroes!
Para septiembre u octubre llegarías las informaciones completas de la capitulación y arresto de Miranda. La esperanza de una lucha contra la Monarquía Española estaba por entonces personificada por aquel hombre. Bolívar no parecía aún lo que iba a ser. Estaba muy reciente la pérdida de Puerto Cabello para concebir esperanzas sobre su carrera militar. El tenebroso presidio de Cádiz parecía, en conclusión, sepultar para mucho tiempo la emancipación de estos países, como iba a sepultar para siempre los huesos ilustres del Precursor.
Carta de Roscio a Bello, el 10 de marzo de 1812, le anunciaba el envío de algunos fondos «para pagar lo que deben y sostenerse en esa corte hasta su retirada, que se aproxima». Esta fue por entonces, la última buena nueva. Después, solo desastre.
«De dar la vuelta a mi nativo suelo»
El año de 1813 empieza para Bello lleno de oscuridad y desesperanzas. ¡Cuántos deseos debió sentir de regresar, en cualquier forma, para su tierra amada, a desahogar en el dolor de los suyos y en la tristeza de la patria herida, la amargura de su soledad! Pronto se convencería, sin embargo, de la imposibilidad de volver. Monteverde, a quien se había ido entregando, abúlica la totalidad del país, entraba por la senda de las represiones. Venir no le habría valido escapar de una causa de infidencia, que no prometía en su país otro acomodo sino las bóvedas de La Guaira o las mazmorras de Puerto Cabello.
El desastre de 1812 implica permanecer en Londres más de lo que al principio habría podido imaginar. El 10 de diciembre de 1810, Robertson le escribía de Curazao: «Si yo hubiera pensado que usted se hubiera detenido tanto en Inglaterra, hace mucho tiempo que hubiera comenzado una correspondencia con usted». ¡Quién hubiera pensado que cuando así le hablaba, estaba apenas comenzando su estada allí!
Diez y nueve años iba a residir Bello en la ciudad de Londres. Decirlo es fácil, pero al pensarlo, impresiona lo que ello significa en la vida de un hombre. Sobre todo, son diez y nueve años correspondientes a la mejor época de la existencia humana: a su llegada a Europa, Bello no había cumplido los treinta años; al regresar a América, ¡ya estaba para cumplir cincuenta!
Cuando se va de Londres ya ha estado casado, ha enviudado y se ha vuelto a casar. En Londres le han nacido seis hijos de los cuales uno, el primer Juan, he dejado sus blandos huesecillos en el mismo lugar de nacimiento. Durante esos diez y nueve años permaneció en la ciudad, sin apartarse de allí ni siquiera para visitar el interior de las Islas Británicas. Apenas, quizás, fue interrumpida aquella permanencia por un rápido viaje al Continente. Tradición de familia ha venido conservando la idea de que estuvo en París y así parece comprobarlo la crónica de un proceso judicial que Irisarri siguió contra un editor del Morning Chronicle, en el que sirvió Bello de testigo. Pero, en todo caso, ese viaje a París no ha dejó huella que haya sido posible comprobar. No hay base alguna que permita considerar esa visita como un hecho de real importancia, que hubiera formado adecuada impresión en su espíritu. Al contrario, en la epístola a Olmedo –aunque es posible que ello en parte se deba a la figura poética– el París que aparece no es el que Bello tendría que haber saboreado: no es el París de la Sorbona, no es el París del Louvre, no es París de poetas, jurisconsultos, lingüistas y filósofos, sino el de la opereta y la ficción,
de todo es hecho
de antojos, de embeleco y de falsía.
Haya ido o no, pues, a París, su vida en Europa está adherida a la ciudad de Londres.
Pero lo más singular y sugestivo es el carácter de esa permanencia. A pesar de haber allá madurado y hecho hogar, la residencia de Bello en Londres no pierde su primitiva significación: es una escala. Una escala en el curso de un viaje que no iba a terminar en aquel punto. Llegada a la orilla del Támesis y arrimada a su abrigo mientras sus costas de partida y destino las azotaba el temporal, su nave estaba siempre en actitud de partir. La frase de Robertson estaba machacando en su conciencia: «pero se anunciaba siempre el pronto regreso de usted».
Sí, eso era. Se anunciaba y se continuaría anunciando. Se lo continuaría anunciando él mismo. Cuando dirige a Olmedo en verso aquella «carta escrita de Londres a París por un americano a otro», es ésta una de las ideas que dominan y orientan la creación artística. Al invitarlo a dejar a París y reunírsele en Londres nuevamente, y al decirle que allí le espera «un alma fiel, veraz, constante» que al verle «sentirá más alegría de la que le descubra en el semblante», pone en labios del amigo y compadre esta expresión definitiva:
Con él esperaré a que llegue el día
de dar la vuelta a mi nativo suelo
Era la voluntad de volver que se escapaba por sus labios de poeta. De ahí que, en 1829, entre Colombia que lo manda a Francia y Chile que lo llama a su suelo, la elección no es dudosa.
«Y en el día postrero reirá»
Bello en Londres no fue siempre necesariamente un exiliado. El exilio, rigurosamente hablando, empezó con la capitulación de Miranda y terminó –para fijar una fecha– el día del discurso de Angostura, 15 de febrero de 1819. Iniciada la vida de la nueva República, posible le habría sido volver a la Patria, a aquella parte de la patria ocupada por armas insurgentes. En 1815 se había dirigido al Gobierno de Cundinamarca solicitando irse a aquel territorio liberado, solicitud que no llegó por ser interceptada por fuerzas de Morillo. Ahora las cosas aparecían en otra forma. El regreso no era oportuno, ni aún patriótico. Entonces era cuando mayor utilidad podían prestar a su país los conocimientos adquiridos en el estudio y observación directa de los asuntos internacionales. En 1829 empieza a dar a su país algo de lo que está en capacidad de ofrecer. Vergara y Peñalver, los primeros diplomáticos de Colombia en Europa, le encomiendan el más importante documento. Bello escribe, en clásico latín, una exposición presentada por aquellos plenipotenciarios al Sumo Pontífice. La forma y el fondo de la carta arrancaron admiración y elogio de Leturia, el gran historiador de las relaciones entre Bolívar y el Papado, aún antes de saber que era Bello su autor. Y desde entonces, sigue en Londres en espera de una tarea por cumplir, pero en espera también de que una vez cumplida, se reintegraría al suelo originario.
La idea constante del regreso, que en 1828 y 29 llega a ser obsesión, marca con un signo especial sus seis mil y más días de residencia en Londres. Fue, durante todos ellos, un transeúnte. Aunque se hubiera casado dos veces con damas inglesas, aunque hubieran nacido en la Isla sus primeros seis hijos, era y seguía siendo eso: un transeúnte. En el viaje de su vida, Londres no era un puerto de destino. Era una escala. Y ello explica la densa oscuridad que rodea tan larga época y que hace tan difícil comprender el verdadero sentido de esa etapa.
Recorridas con sistemática paciencia, con capacidad y erudición y, sobre todo, con afectuoso culto, todas las pistas imaginables, hoy –más de cien años después de su regreso–, casi todos los conocimientos sobre la escala londinense del maestro se reducen a los recuerdos que pudo recoger y transmitir al señor Amunategui. Las personas que para la Comisión Editora de las Obras Completas han hecho la investigación la han cumplido con celo ejemplar. Datos e informaciones de gran importancia histórica para Venezuela han salido al margen de la empresa: pero el propio Bello, ¡qué difícil esfuerzo para obtener cualquier pequeño resultado!
Dolorosa carencia de datos tenemos, por ejemplo, acerca de su primera esposa. Mary Ann Boyland debió significar algo muy grande en la vida emotiva de Bello. Por una biblia de uso personal de don Andrés, conservada en el Seminario Pontificio de Santiago, en donde estudió y se ordenó su último hijo, Francisco, se saben las fechas de su nacimiento y de su muerte y el tierno y hondo amor que debió profesarla. En dicha preciada reliquia, examinada por el insigne bellista y gran compañero Pedro Grases en el viaje que la Comisión le encomendó a Chile, anotadas están de puño y letra de Bello aquellas fechas. Por ellas sabemos que Mary Ann era trece años menor que su esposo; que tenía veinte años apenas al nacer Carlos, el hijo mayor; y que murió a las dos de la tarde del 9 de mayo de 1821, cuando no había cumplido aún 27 años. El tierno testimonio de su amor lo conservó Bello para sí, transcribiendo también de su mano, al pie de los datos escuetos de su nacimiento y de su muerte («Mrs. Mary Ann Bello, born september. 12th 1794, 12 minutes before 8 in the morning; died May 9th 1821, at 2 in the afternoon») el texto latino de un trozo de los Proverbios, entre cuyos versículos están aquellos que traducidos dicen:
Mujer fuerte, ¿quién la hallará?
(Porque su estima sobrepuja
largamente a la de las piedras preciosas)
Fortaleza y honor son su vestidura;
Y en el día postrero reirá.
Muchas mujeres hicieron el bien;
Mas tú las sobrepujaste a todas.
Las noticias obtenidas por lo demás, solo vienen a confirmar este concepto: la vida de Andrés Bello en esta época aparece dominada por el signo de la incomprensión. Se le comprendió poco y todavía no es felizmente comprendida. Dio clases a los hijos de William Richard Hamilton (quien era, no «India Secretary of State», como leyó Amunátegui, sino «Under Secretary of State») y por todas las trazas, Hamilton no llegó a medir la calidad del hombre que le estaba prestando sus servicios. Visitó con asiduidad apostólica el Museo Británico, y ni un solo recuerdo de su nombre aparece en el prolijo diario de Mr. Henry Ellis, quien fue Bibliotecario Adjunto, más tarde conservador, secretario y Primer Bibliotecario en la época de Bello.
Claro, que existe la posibilidad de que Mr. Ellis se hubiera referido a Bello en alguna parte todavía no encontrada en su diario, o de que Mr. Hamilton hubiera formado de Bello alto concepto que no llegó a constar en fuente documental alguna. Pero nada nos autoriza tampoco a suponerlo. Por otra parte, el carácter reservado y modesto del mismo Bello contribuyó a mantenerlo ignorado. El Epistolario de Bello, cuya colección e incremento constituye una de las materias en las que la Comisión Editora ha supuesto mayor interés y logrado más satisfacciones, no ha recibido aumentos sustanciales de la época de Londres. Por desgracia, ni en Inglaterra se han obtenido cartas de este periodo, a pesar de las gestiones personales y públicas, ni en España han podido hallarse fondos documentales de los emigrados con quienes Bello tuvo más frecuente contacto. Para colmo ni siquiera se ha encontrado el archivo de Olmedo, perdido seguramente entre calamidades en su añorada Guayaquil.
«Todo es invierno»
Amigos, amigos verdaderos de Bello, se han hallado solo entre sus connacionales de América, entre los españoles que –aunque con mayores ventajas– atravesaban situación semejante a la suya, y fuera de ella, entre algún hispano de nombre y ascendencia irlandesa, como el generoso Murphy, o algún súbdito británico como el noble Moore en cuyos antecedentes familiares aparece relación directa con la vida española.
Los padrinos de sus hijos, todos son compatriotas, de la gran patria americana. Del bautizo de Carlos no se ha podido aún localizar el registro; pero sí, el de los otros cinco, bautizados en la Iglesia de St. Aloysius: Francisco fue ahijado de Luis López Méndez; el primer Juan, de Antonio José Irisarri; el segundo Juan, de Mariano de Egaña; Andrés Ricardo, de José Joaquín Olmedo; Ana, de otro ilustre e interesante ecuatoriano, Vicente Rocafuerte. Las madrinas eran damas inglesas, pero ni la búsqueda minuciosa en prolijos registros de contribuyentes e inquilinos han permitido establecer la identidad de Margarita María Nicholson, Paulina Gaurie, Henrietta O’Connor, Mary Junis o Margarita Keen, cuyo conocimiento habría servido tanto para la fijación del ambiente familiar de este periodo.
Hasta por sus padrinos, pues, sus hijos son americanos. Nacidos en Londres, hijos de madre inglesa, los hijos de Bello no fueron ingleses. Años más tarde, fue materia de debate en el Parlamento chileno la nacionalidad de Carlos y de Juan. A Juan (el segundo Juan, primero del segundo matrimonio) se le convalidó su acta de Diputado, pero se anularon las credenciales de su hermano Carlos. Mas lo cierto es que Carlos Bello Boyland nunca se habría sentido con derecho a ocupar un curul en el Parlamento Británico.
Sentimiento de honda melancolía rezuman estos versos, fragmentos preparados para algún poema inconcluso, elocuente síntesis de un estado de alma, inéditos aún y que verán la luz en el primer tomo de las Obras completas, actualmente en la Imprenta:
No para mí, del arrugado invierno,
rompiendo el duro cetro, vuelve Mayo,
la luz al cielo, a su verdor la tierra;
No el blanco vientecillo sopla amores
o al rojo despuntar de la mañana
se llena de armonía el bosque verde.
Que a quien el patrio nido y los amores
de su niñez dejó, ¡todo es invierno!
¡Todo era invierno! Ni los puros goces del hogar eran bastante para vencer el frío intenso de la lejanía y de la ausencia. Pero durante ese invierno, a veces de un rigor extremo, se almacenaba en su alma una experiencia humana, se decantaba una cultura, se daban los toques finales a la preparación de una obra. Si no para él, golpeado en el alma, para América al menos y para su obra, ese invierno anticipaba una gran primavera.
Al partir para Chile, quizás el mismo Bello no pueda darse cuenta exacta de lo que Londres ha significado en su vida. En el momento mismo de marcharse, mil pensamientos y recuerdos lo dominan. En medio de ellos tiene un instante la incomprensión para pagar la incomprensión por diez y nueve años recibida. En el mismo día de viajar escribe a Fernández Madrid: «aguardo con impaciencia que amanezca para dejar esta ciudad, por tantos títulos odiosa para mí, y por otros tantos digna de mi amor». Se agolparán en su mente los pasados días de sufrimiento y estrechez, y no podrá apartarse de ella su adiós final a los despojos de la esposa adolescente, perdidos hoy entre las ruinas, cruzadas por trozos de ferrocarril, del viejo cementerio de St. Pancras. A Mary Ann no le va a quedar junto a sí otra porción del amado sino las tiernas cenizas del hijito sepultado antes que ella.
Más duro aún había sido con la ciudad Olmedo en 1828: «El recuerdo de usted y de su fina amistad –le había dicho– será uno de los pocos recuerdos tristes que me deberá Londres». Bello también ha estado en esta ocasión, áspero. Pero con el tiempo, su vida en Londres tomará en su conciencia una apreciación más cabal. Ello permitirá el que se hayan salvado del olvido los recuerdos que puso en conocimiento de Amunátegui.
«Tiempo es que dejes ya la culta Europa»
El signo de la incomprensión llegaría, sin embargo, al campo de la historia. No ha sido posible lograr una comprensión general y adecuada de esa maceración de Bello junto al estuario del Támesis. Llega la incomprensión desde el extremo de convertir a Londres en una especie de lugar milagroso, donde un pobre e ignorante colono iba a trocarse en el sabio del Nuevo Mundo, hasta el extremo opuesto de hacer a Londres una especie de ara de las renunciaciones donde el mayor de nuestros hombres de letras abjuró por despego o cobardía del patronímico venezolano. También en la etapa londinense de Bello hay, pues, una leyenda negra y una leyenda dorada…
Especialmente, los puntos de vista suscitan el tema del autodidacta. Bello, en la versión corriente, sería en Caracas un defectuoso autodidacta. Si algo logró después, sería porque pudo ponerse en contacto con un medio de cultura superior.
Nada más alejado de lo cierto. En verdad, Bello encontró en Londres un ambiento superior de cultura. Él mismo lo dice al presentar el Repertorio Americano: «Londres no es solamente la metrópoli del comercio: en ninguna parte del globo son tan activas como en la Gran Bretaña las causas que vivifican y fecundan el espíritu humano; en ninguna parte es más audaz la investigación, más libre el vuelo del ingenio, más profundas las especulaciones científicas, más animosas las tentativas de las artes». Pero el mérito estuvo en extraer de él riquísimas nociones. Si supo y pudo hacerlo, fue porque llegó a Londres en posesión de una honda cultura y de una disciplina intelectual. A Londres no llegó atiborrado de nociones confusas. Llegó como universitario, como hombre de ideas claras. Lo que los ingleses llamarían un «scholar». Por eso no se perdió en el mar bibliotécnico del Museo Británico. Por ello sus ocios fueron entregados al estudio y sus dolores, mitigados en las investigaciones más altas.
En Londres, Bello no fue a una Universidad. La Universidad de Londres, vecina al Museo, inmediata al sitio donde tuvo por más tiempo habitación, no aparece entre sus recuerdos ni guarda huella de sus visitas. No tenía dinero con qué seguir estudios. En el Museo, se guió a sí mismo en sus trabajos. Estudió griego él solo, en la biblioteca de Miranda, cuyas piezas clásicas donadas a la Universidad de Caracas le iba a corresponder remitir, por conducto de la cancillería grancolombiana. Porque tenía sólida base pudo emprender y realizar esta tarea. Desde el momento mismo de llegar fue capaz de sostener conversaciones y canje epistolar con Blanco White, Gallardo y otros emigrados españoles, algunos de altísimo valor intelectual, porque le reconocían en su nivel. Sus investigaciones y estudios constituyen el mejor testimonio de su formación caraqueña.
Pero, al mismo tiempo, lo fundamental de sus adquisiciones en Londres no ha sido, con frecuencia, suficientemente destacado. Todas las valiosas investigaciones que hizo, sus estudios de griego, las geniales interpretaciones del Poema del Cid, sus ideas de reforma ortográfica palidecen ante una adquisición fundamental: la conciencia de América.
Bello en Londres adquiere la plena conciencia de lo que es su América; de lo que puede y de lo que no puede. La confronta, la hombrea, la contrasta con la Europa representada en Londres, que se prepara a ser la capital del Viejo Mundo. Sobre todo, la siente. De lejos puede verla mejor en su íntegra realidad. La intuición de América, que lleva de Caracas, se convierte durante los 19 años de su ausencia, en reflexión de América. Aquella que señala en la Alocución a la Poesía:
«tiempo que dejes ya la culta Europa…
y dirijas el vuelo a donde te abre
el mundo de Colón su grande escena»
Está en la capital del mundo y ante ella comparece como mandatario de un continente que exhibe personería nueva. Le incumbe también a él, explicar qué es América, qué tiene y puede América, hacia dónde va América. Para responder esas preguntas tiene que formulárselas primero a sí mismo, meditar sobre ellas, formar una idea clara de la respuesta que debe tener. Entonces se robustece en él la idea de Hispanoamérica como unidad, de Hispanoamérica como libertad, de Hispanoamérica como posibilidad creadora.
Su amistad con los hispanoamericanos refugiados en Londres facilita esta comprensión integral. La idea de la patria se ensancha con la lejanía. Acaba de surgir un mundo nuevo y hay que darle fisonomía. Por ello, manos a la obra. Por ello, una «Biblioteca Americana». Por ello, un «Repertorio Americano». Desde Londres, publicar estas revistas era un prodigio que a sus contemporáneos admiraba. Vista desde hoy, la empresa parece increíble.
El poema «América», la concepción grandiosa que se quedó en sus prólogos brillantes es fruto de Londres. Allí aparecieron la Alocución a la Poesía y la Silva a la Agricultura de la Zona Tórrida. Era su Continente que se asomaba al mundo. Después de Londres, Bello escribirá magníficas composiciones poéticas, pero el poema «América» se quedará en el mismo estado fragmentario que en Londres alcanzó. A la escala londinense de Bello hay que abonarle, pues, no solo por la materialidad de su publicación, sino por la génesis y motivación, el nacimiento, con Bello, de la genuina poesía iberoamericana.
Fruto de las dos décadas de Londres es también el nacimiento del Derecho Internacional Hispanoamericano en la concepción de Andrés Bello. Llegó a Londres formado en las disciplinas jurídicas, llevaba la pasión jurídica que le acompañó toda su vida: en su labor creadora, concebía el Derecho como la base fundamental en la vida social de los pueblos. Pero es en Londres donde tiene que ver a fondo los problemas del Derecho Internacional. Los busca en las certeras construcciones de los juristas británicos y en los esfuerzos hechos por los norteamericanos para enrumbar su nuevo Estado.
Hispanoamérica –Bello lo ve entonces con diáfana certeza– tiene que asentar su vida pública en el culto religioso del Derecho. No solo como diplomático lo encuentra, al estudiar sus alegatos para defender los intereses de su comitente; como personero de las nuevas naciones, como intelectual que se sabe responsable de la dirección de las comunidades americanas en sus primeros pasos se embebe en las fuentes doctrinales para extraer principios claros, bases sólidas, normas imponentes por su recia estructura. Por eso, al llegar a Chile puede enseñar el Derecho de Gentes, poner en circulación una obra que con los años se reconoce más como fundamental en el Derecho Americano. Por eso, cinco años después de publicada, la obra entra de lleno al patrimonio de la comunidad continental, con su primera edición caraqueña.
En Londres y después, en Chile, Bello se sabe trabajando para una causa que no cabe en las fronteras estrechas de una soberanía. No cabría en su país de nacimiento, como no cabe en Chile. En Londres y después de Londres, Bello aprende, enseña, escribe, legisla y educa para Hispanoamérica.
«El que la ley ató sagrado nudo»
Por supuesto, que esa patria americana toma concreción inmediata, en la Gran Colombia de Bolívar. Cuando en la epístola a Olmedo, Bello le habla de «nuestra patria», le habla de Colombia la Grande, aunque en rigor podría decirlo de toda América. La distancia hace ver más acertada la concepción del Libertador: ella y los problemas aumentan la convicción de que es necesario unificar para hacerse sentir. Desde Londres, la Gran Colombia tiene que sentirse mejor que en Caracas, o en Bogotá, o en Quito. Por esto, el mejor símbolo de aquella gran nación está en la amistad entrañable y solidaria de los tres poetas: Olmedo, antiguo jefe de gobierno en Guayaquil; Fernández Madrid, antiguo Presidente de las Provincias Unidas de la Nueva Granada; y Bello, el más humilde en el rango oficial, reconocido, sin embargo, de los otros dos por centro y consejero. El afecto inmenso de los tres, que abarcaba política, familia y literatura, representaba, más que otro cualquiera, la unión que Bolívar concibió. Bello, maestro de Bolívar; Olmedo, cantor de su gloria; Fernández Madrid, constante y fiel amigo, estaban encarnando en Londres la generosa idealidad del Padre de la Patria.
Pero, desgraciadamente, los tiempos no estaban ya para el optimismo de la Silva. Fernández Madrid, el último llegado, trae el dolor de la Colombia que se va. Bolívar lucha solo. Era ya un ausente de la realidad, un exilado dentro de la República que ha creado y que se esfuerza aún por mantener. Las cartas de Madrid a su esposa van impregnadas de ese dolor amargo, con el cual iba a bajar a la tumba antes que el mismo Bolívar. «Cuando considero el mal estado de Colombia y la incertidumbre consiguiente de mi destino, tiemblo», le confiesa. Su inquietud va acompañada por las dificultades que encuentra en Inglaterra: «No es posible –le dice–, que formes idea de la carestía de este país». Si eso estimaba el jefe de misión, imagínese la situación de Bello, apenas Secretario, ya cercano a los cincuenta años y obligado a velar por la manutención y educación de cinco hijos.
La amistad entre Bello y Fernández Madrid empezó cautelosa. Este hablaba a su mujer en términos que pintan el carácter de aquél: «A Bello lo quiero porque es muy buen sujeto; pero tan reservado y puntilloso, que es imposible tener confianza con él» (dic. 19, 1827). Sin embargo, llegó a ser íntima en tal grado, que Bello al despedírsele le llama «el primero de los hijos de Colombia y el mejor de los hombres».
¡Cuántos coloquios no servirían para que confesara a Bello la amargura de la disolución inminente de Colombia, precisamente aquél en quien Bolívar cifró su última esperanza de convencerlo de no marcharse a Chile! En verso traducía el caraqueño este sentimiento, aunque sería muchos años más tarde cuando vería la luz su «Canción a la Disolución de Colombia»:
¡Deja, discordia bárbara, el terreno
que el pueblo de Colón a servidumbre
redimió vencedor!
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El que la ley ató sagrado nudo
que se dignaron bendecir los cielos
en tanta heroica lid, desde los llanos
que Baña el Orinoco, hasta el desnudo
remoto Potosí, ¿romperán celos
indignos de patriotas y de hermanos?
Sí. Iban a romperlos para siempre. Se marcha, pues, con la impresión de profundo pesar. Pero al mismo tiempo va lleno de la idea grande y magnífica de la obra por hacer. ¡Y a fe que supo cumplir la parte primordial que le tocaba!
«Naturaleza da una sola patria»
En nuestro tiempo, cuando queremos volver los ojos a la interpretación de motivos y acciones del más grande de los pensadores de América, la lenta e incomprendida escala londinense aparece cargada de inagotables sugerencias.
Indiscutiblemente, Bello en Londres se completó a sí mismo. Aun la experiencia del dolor, parecía providencialmente llamarlo a integrar su personalidad. La influencia inglesa aparecerá más tarde en su Filosofía, en su pedagogía, en su concepción equilibrada de la vida política. Hasta en literatura, su propio testimonio se ha invocado para recordar que en Inglaterra iba a tener lugar el franco encuentro, apenas iniciado en la Colonia, con el romanticismo, morigerado por él muy a la inglesa, en su poesía, que es a la vez clásica y romántica. La Gramática, que iba naciendo con él en Caracas y dando un fruto de tan fina sazón como el Análisis Ideológico, en Londres va tomando consistencia de inaplazable necesidad americana.
El carácter inglés armonizó admirablemente con la disposición de su temperamento. Quizás por ello mismo, en medio de tantos desajustes, pudo encontrarse fuerte para sobrepasar la larga etapa; para sobrepasarla con éxito; para salir de allá, al contrario de otros que tuvieron dificultad después en adaptarse a los hechos, con indestructible optimismo. ¿Sería acaso, muy aventurado observar, que, entre los pueblos latinoamericanos, el Chile de la influencia de Bello es el que podría presentar más envidiables rasgos de semejanza con felices aspectos de la nación inglesa?
Contradictorio podría parece este decir con la afirmación anterior de que Bello fue durante toda su estada en Inglaterra, reciamente americano. Pero ello armoniza también con el carácter británico. Un inglés seguirá siendo inglés donde esté, en todo tiempo y en cualquier circunstancia. Este rasgo viene a señalar otra fuerte afinidad de carácter con Bello, el que escribió más tarde:
Naturaleza da una madre sola
Y da una sola patria,
y supo ser, siempre y en todas partes, profundamente venezolano.
En el campo de la amistad venezolano-británica ningún símbolo mejor, por otra parte, que el momento en que la sangre venezolana de Andrés Bello, con sangre inglesa se fundió. Simiente generosa fue el producto de la unión de ambas razas y rica savia supo darle la tierra hospitalaria y noble de Chile.
Hablar de Bello en una casa como ésta, por una gentil invitación de un Centro de la índole del venezolano-británico, tanto más digna de agradecimiento cuanto que se trata de su Décimo Aniversario de trabajar por la cultura, es andar sobre terreno firme. Y tener ocasión de recoger, como balance y contenido de aquella larga maceración humana, la pasión de América, la conciencia de América (corazón y cerebro de un destino continental) que, en las calles estrechas, cargadas de historia, de una gran ciudad que sirve de capital a un gran pueblo, forjara como mensaje de un deber el representante más legítimo de la cultura de este continente.