Independencia e integración
Artículo para ALA, publicado en El Universal, el 12 de julio de 1989.
En estos mismos días que corren se han venido celebrando o van a celebrarse en diversos países latinoamericanos, las fiestas aniversarias de sus correspondientes declaraciones de independencia. La ocasión me ha hecho recordar el planteamiento hecho por Bolívar a O’Higgins, en su famosa carta del 8 de enero de 1822, que reviste cada vez mayor actualidad.
«De cuantas épocas señala la historia de las naciones americanas, ninguna es tan gloriosa como la presente –dijo– en que desprendidos los imperios del Nuevo Mundo, de las cadenas que desde el otro hemisferio les había echado la cruel España, han recobrado su libertad, dándose una existencia nacional. Pero el gran día de la América no ha llegado. Hemos expulsado a nuestros opresores, roto las tablas de sus leyes tiránicas y fundado instituciones legítimas: mas todavía nos falta poner el fundamento del pacto social, que debe formar de este mundo una nación de repúblicas… La asociación de los cinco grandes Estados de América es tan sublime en sí misma, que no dudo vendrá a ser motivo de asombro para la Europa… ¿Quién resistirá a la América reunida de corazón, sumisa a una ley y guiada por la antorcha de la libertad?».
Parece mentira que después de 167 años, podríamos repetir exactamente las mismas palabras. Hemos recobrado la libertad, nos hemos dado en cada una de nuestras patrias una existencia nacional, pero «el gran día de la América Latina no ha llegado». «Todavía nos falta poner el fundamento del pacto social, que debe formar de este mundo una nación de repúblicas».
Una nación de repúblicas. Vale decir, la unión de lo que actualmente son veinte naciones, diferenciadas en su voluntad nacional, para formar una sola, pero integrada por «repúblicas», es decir, por entidades que mantienen el privilegio de gobernarse por sí mismas. Difícilmente puede lograrse una fórmula más feliz para definir lo que debe ser la integración latinoamericana.
Sin esa integración, la independencia conquistada con sacrificios cruentos está mediatizada. Somos impotentes para enfrentarnos a los dictados de los poderosos si no sumamos nuestras debilidades para constituir una fuerza respetable. Mientras no lo alcancemos, hoy como en el tiempo del Libertador, «el gran día de la América no ha llegado».
El drama de la deuda externa con su tremenda gravedad, da relieve a este hecho. Mientras no nos hagamos sentir, estamos a merced de lo que buenamente nos quieran conceder quienes conservan en su mano los controles de la humanidad. Y su benevolencia tiene como precio el de que nos sujetemos en nuestra vida interna a los dictados de organismos internacionales que, en definitiva, obran conforme a los dictados de los verdaderos dueños, cuyas instrucciones se orientan a preservar sus propios intereses y cuyos actos generalmente menosprecian o ignoran las condiciones características en que se encuentran nuestros pueblos.
El Plan Brady responde a la preocupación central de no correr el riesgo de que el gobierno norteamericano pueda tener que soportar una parte del costo financiero del arreglo de la deuda. Por esta razón, el Secretario del Tesoro manifestó al Congreso de los Estados Unidos, que no consideraba pertinente la creación de la «Autoridad Internacional para el Manejo de la Deuda» que sugirió la Ley de Comercio (Omnibus Trade and Competitiveness Act of 1988). Fue notoria en su oportunidad la ausencia de una diplomacia solidaria, inteligente y agresiva por parte de los países de América Latina para que la previsión del Congreso se hiciera realidad.
Los miembros de la Comunidad Económica Europea y el Japón han mostrado inclinación a aceptar soluciones equitativas, pero en definitiva, como me lo dijera en México el presidente Miguel de la Madriz, se guían por lo que digan los norteamericanos. Si los Estados Unidos hubieran dado el paso, hasta la rígida señora Tatcher habría convenido en formar parte del arreglo.
El secretario Brady ha saludado con agrado la manifestación de los bancos de que están dispuestos a convenir en una reducción de la deuda, pero se ha preguntado cuánto y cuándo. Eso es precisamente lo que nosotros necesitamos preguntarnos, porque poco y tarde no resolverían la cuestión. Para que la respuesta a estas dos interrogantes sea la adecuada, tenemos que ejercer una firme actitud conjunta que haga pensar a los acreedores que no se trata de pequeñas circunscripciones manejables, sino de una gran porción del hemisferio, cuyo porvenir es de importancia sustancial para todos y concretamente para ellos mismos.
En su discurso inaugural, pronunciado ante universal expectativa, el nuevo presidente de la República Argentina, Carlos Raúl Menem, «lamentó que el problema de la deuda externa se esté negociando por separado por los países latinoamericanos», según información cablegráfica. «Quizás en tiempos no muy lejanos podamos renegociar este tema en forma conjunta y no en forma individual como se está haciendo ahora». La posición de Venezuela, expuesta por el vocero principal del gobierno, el presidente Carlos Andrés Pérez, es la de que se negocien en forma conjunta los parámetros generales para luego abordar el arreglo caso por caso de las obligaciones de los distintos países. Pero la posición de los voceros de los países acreedores no quiere salir del «caso por caso». La diplomacia norteamericana ha preferido siempre la diplomacia bilateral a la diplomacia multilateral, tratando con cada uno, la presión del poder es más efectiva.
Parece a veces que quienes dirigen nuestras comarcas no toman suficientemente en cuenta esta realidad. Dicen elocuentes discursos, firman elegantes declaraciones, pero no se deciden a adoptar determinadas posiciones en común. Una moratoria individual, como la que anunció el presidente de Perú, Alan García, atrae sobre el que la anuncia, una verdadera tempestad. Pero la decisión colectiva de no seguir pagando intereses sobre el 100% del valor de obligaciones que están en el mercado secundario a 30% o más, mientras no se adopten las líneas fundamentales para el arreglo del problema, esa sí tendría efecto. La injerencia de organizaciones regionales como el Parlamento Andino en su reunión de Lima en este mismo mes y la actitud adoptada recientemente por el Sistema Económico Latinoamericano (SELA), contribuye a unificar las posiciones, pero las decisiones en definitiva las adoptan los gobiernos.
En la reunión de abril en Atlanta, pregunté al secretario de Estado, Baker, si su gobierno estaría dispuesto a reconsiderar algunas de las condiciones que organismos como el Fondo Monetario Internacional exigen para dar a los Estados el certificado de que han adoptado «políticas económicas sanas». Me respondió que no veía por qué conductas económicas que en los Estados Unidos habían producido libertad y riqueza, no podían dar en otras partes el mismo resultado. Eso lo he referido con asombro, porque me pareció demostrar que el inteligente y hábil Secretario no ha logrado percibir todas las diferencias que existen entre el área en que él vive y la nuestra. Si nos uniéramos más estrechamente, sería más fácil que aceptaran nuestras razones. La integración, como lo advirtió Bolívar, es el sustento indispensable de la independencia.