Foto: Alexandra Blanco.

Josefina Pineda y 50 años de lealtad

Entrevista realizada por Laura Helena Castillo para el diario El Nacional, publicada el 10 de enero de 2010.

  • Desde el 19 de enero de 1959 trabajó con Rafael Caldera.
  • La fiel secretaria del expresidente recién fallecido asegura que él jamás se quejó de su salud.

El cuarteto

Josefina Pineda vive con sus cuatro hermanos, todos de septuagenarios para arriba, en una casa de arquitectura modernista. Un cuarteto sin pareja –Gladys, Ofelia y Josefina nunca se casaron y Carlos se divorció– desliza los pies por el lugar como gatos sin apuros. En el recibo de la casa hay un pesebre grande, con papeles que simulan las montañas de Belén, o tal vez las de Mérida, porque de allí son oriundos los Pineda y allí mandaron a hacer esos papeles. En la mesa del centro hay otros nacimientos pequeños, de esos que regalan en los bautizos. Gladys ofrece té de cacao, para que parezca diciembre en enero.

Los Pineda Corredor eran ocho hermanos y quedan cuatro. Nacieron en Mérida y su padre, Carlos Julio Pineda, abogado de la administración de bienes de la nación, se trajo la familia a Caracas. Él era amigo del padre de Rafael Caldera y de ahí surgió la amistad entre las familias, gracias a la que Josefina se convirtió en colaboradora del ex Presidente.

Josefina Pineda dice que no confía en su memoria. Teme errar en el dato, teme hablar más de lo permitido a una mujer que durante 50 años escuchó demasiado y no dijo nada. Ella fue secretaria del ex presidente Rafael Caldera desde 1959 hasta el día de su muerte, el 24 de diciembre de 2009.

Durante las dos presidencias del copeyano –y luego líder del grupo de pequeños partidos que llamaron chiripero– Pineda compartió la misma oficina en Miraflores: «Era un salón grande. Él tenía su escritorio en un extremo y yo estaba en el otro».

Pineda prefirió escribir algo, para evitar malos entendidos; para ser correcta, como andina que es; para ser formal, como le enseñó Caldera. Dice así: «Comencé a trabajar con el doctor Caldera en enero de 1959, cuando fue designado presidente de la Cámara de Diputados. El próximo 19 de enero se cumplirían 51 años. Desde esa época, sin interrupción, estuve colaborando en todas sus actividades como diputado, político y jurista, Presidente de la República en sus dos períodos, senador vitalicio y, por supuesto, en los últimos años de su vida». Luego continúa la narración, impecablemente transcrita, con una descripción breve y benevolente sobre Caldera, sus rutinas y modales. Así, sobre papel, como hizo siempre, Pineda se transforma en la secretaria de su propia historia junto al político.

Pendiente de todo

Caldera estuvo inconsciente varias semanas antes de morir, recuerda Pineda. Ella le leyó, todas las jornadas hasta unas pocas antes de fallecer, fragmentos del Evangelio del día meditado. «Yo iba todos los días a Tinajero, su casa; era mi trabajo, pero últimamente él ya no me contestaba. A pesar de sus limitaciones físicas, siempre estuvo pendiente de todos los asuntos. Veía con interés las noticias. Sobrellevó su enfermedad con dignidad, nunca le escuché quejarse de sus padecimientos. Yo estaba preparada para su muerte, pero igual lloré mucho su muerte», recuerda Pineda, mientras se rasca la nuca, gesto que repitió durante toda la entrevista, sentada en el recibo de la casa y envuelta en un aire liviano que huele a chocolate.

Cuando terminó su segundo mandato, el Caldera octogenario volvió a su faena en el Escritorio Liscano, en el edificio Austerlitz de la avenida Urdaneta. Pineda iba allí en las mañanas y en las tardes se movilizaba hasta Tinajero, para continuar el oficio de ordenar los telegramas, libros, cartas y recortes de un hombre que repasó su vida ancha para vivirla dos veces antes de morir.

Pineda dice que Caldera escribía velozmente a máquina, era taquígrafo y tenía organizado un archivador mental. «A pesar de ser muy exigente y organizado, siempre había un gesto amable y comprensivo de su parte en los errores que quienes estábamos a su lado podíamos cometer. Recuerdo con cariño que cuando yo me demoraba en cumplir algún encargo, él decía con una amplia sonrisa: «el lema de Josefina es no hagas hoy lo que puedas hacer mañana, porque te cansas innecesariamente»», relata.

Lector de obituarios

Caldera solía leer obituarios, pues eso podía hacerle cambiar la programación del día. Pineda lo asocia con el flanco solidario del político y con una habitual gimnasia mañanera de la memoria. «La primera cosa que hacía diariamente era revisar las páginas de los obituarios y dictar cartas y telegramas de pésame. Yo pienso además que esto le servía como un ejercicio de memoria, pues repasaba quiénes eran los padres, hijos y familiares del difunto», cuenta.

Su propia esquela la habría leído con gusto. La familia Caldera Pietri no ahorró en centimetraje. Allí, hay un párrafo dedicado sólo a Pineda: «Mención especial tenemos que hacer de Josefina Pineda Corredor, su insigne colaboradora de toda la vida, de su más entrañable afecto, leal y consecuente con él hasta el último momento».

La elogiada lealtad de Pineda hacia Caldera y su familia conspira contra su memoria. Varias décadas de discreción han encorsetado las anécdotas. «Si las cosas que ocurrían en el despacho eran secretas, yo tampoco las sabía. No me preguntes nombres, porque no me acuerdo», asegura sin alterar sus ojos de ala caída.

Ella está sin trabajo por primera vez en medio siglo. «Me siento rara. Hasta hace casi un año manejaba, pero me monté sobre una redoma y me lo prohibieron». Gladys, su hermana, ya le tiene una labor: «Yo tengo el archivo muy atrasado y ahora que está aquí, ella va a ayudarme a organizarlo».