La economía social de mercado
Artículo para ALA, tomado de su publicación en El Universal, el 18 de julio de 1990.
Las oscilaciones pendulares suelen ejercer en la dirigencia latinoamericana una fascinación tal, que cuando las cosas andan mal, consideran lo más viable lanzarse en picada al lado opuesto. En el momento actual, después de un proceso en el cual la economía se orientó por el propósito de crear, si no una autarquía por lo menos una autonomía nacional y por la aspiración de corregir grandes e irritantes desigualdades mediante una acción coordinadora y mediadora del Estado, se ponen todas las esperanzas en dejar obrar a las fuerzas económicas sin limitación alguna, tanto en el ámbito interno como en el internacional.
Está de moda el neoliberalismo hasta en quienes hicieron carrera en el populismo y el intervencionismo estatal. En cambio, quienes hemos venido sosteniendo siempre la necesidad de ofrecer un espacio seguro y vías claras a la iniciativa privada, quienes hemos reclamado la restitución de las garantías económicas, aparecemos como negadores de una supuesta modernidad cuando alertamos contra los excesos neoliberales, que no son fruto de una previa concientización sino de la presión ejercida por los organismos financieros internacionales valiéndose del arma de la deuda, que amenaza estrangular a los países en vías de desarrollo.
El miércoles 4 de julio un importante periódico de Madrid, «Diario 16», comentaba en un editorial que los televidentes españoles habían experimentado gran asombro al ver a los presidentes de la Argentina, Carlos Menem y de Venezuela, Carlos Andrés Pérez, quienes «representantes de dos movimientos de antigua tradición intervencionista, el peronismo y la social democracia, parecían haber sufrido una mutación radical. Más que el diálogo de dos estadistas, aquello pareció una charla dogmáticamente liberal entre Milton Friedman y Friedrich von Hayek». El editorialista rubricaba: «Cosas veredes».
Entre nosotros, con frecuencia el planteamiento lleva a invocar la «economía social de mercado» sistema que bajo la mirada de Adenauer desarrolló el profesor Ehrhard en Alemania, y cuyo éxito contagió otros países de la Comunidad Europea Occidental. Nada habría en ello que objetar (sino al contrario) de no ser porque se suele sugerir que ese sistema, basado sobre la libre competencia en un mercado bien organizado y bien provisto, pone en segundo término la protección social de los trabajadores y entrega todos los bienes del Estado a inversionistas particulares, limitando el papel de aquel a garantizar el orden público y mantener las relaciones internacionales.
Quienquiera que lea las noticias del mundo desarrollado se dará cuenta de que las cosas no son tan así. Los bancos centrales modifican las tasas de interés para corregir los efectos de la libre concurrencia. En las reuniones de los jefes de gobierno se discute su negativa a renunciar a las medidas proteccionistas de su agricultura: ello, más que por motivos propiamente económicos, por el factor electoral que tienen sus campesinos. Y se darán cuenta de que no pocas de las grandes empresas (v.g. la Veba alemana, con la cual participa la empresa petrolera venezolana) son total o parcialmente estatales.
En cuanto al orden social, la República Federal Alemana, cuna de la economía social de mercado, tiene una de las legislaciones laborales más avanzadas del mundo. La protección de los trabajadores no fue fruto de la bonanza económica alcanzada y posterior a ella, sino la precedió, o por lo menos marchó con la política económica como uno de sus aspectos fundamentales. Como ha dicho el economista demócrata cristiano alemán, Peter Molt:
«Con frecuencia se cree erróneamente que la economía social de mercado es la aplicación de las viejas teorías económicas del liberalismo, apenas complementadas por unas cuantas medidas de índole social. En las discusiones extraordinariamente intensas sobres cuestiones político-económicas y político-sociales en América Latina se encuentran con lamentable frecuencia confusiones similares» (…) Pero, con su fundamento ético, basado en la doctrina social católica y en la ética social evangélica, con el acento mucho más fuerte en la función ordenadora del Estado y la política estructural social orientada hacia el bienestar general, va mucho más allá del programa ordo-liberal, porque este programa no sólo es ampliado esencialmente, sino que, además de esto, se formulan una serie de exigencias importantes adicionales». En efecto, la Unión Demócrata Cristiana de Alemania declaró en su Convención Nacional de Hamburgo, en 1953: «Nuestra política social no constituye un anexo a la economía social de mercado, sino su finalidad».
Esa política social, que en materia de participación de los trabajadores en la gestión de las empresas ha ido más lejos que casi todo el resto del mundo; que gasta en seguridad social un 32,6% del presupuesto federal, lo que para 1987 alcanzaba a 87.550 millones de marcos (cantidad que, a Bs. 30 cada marco, equivale a más de dos billones de bolívares, en el sentido castellano de millón de millones), es algo que no puede subestimarse cuando se elogia la economía social de mercado.
Por cierto, permítaseme una referencia muy personal acerca de uno de mis mejores colaboradores en la elaboración y proceso del proyecto de Ley Orgánica del Trabajo, Juan Nepomuceno Garrido. Alumno excelente de la Universidad Católica Andrés Bello, hizo un postgrado de un año en Roma y de tres años en Alemania, con el profesor Hans Karl Nipperdei, uno de los más afamados laboralistas europeos. No nos pueden impresionar, por tanto, las voces que, invocando la economía social de mercado, parecieran mirar con desconfianza la legislación del trabajo.
Por lo demás, pretender un trasvase del sistema alemán a América Latina es aventurado y erróneo, aunque se pueda obtener de su experiencia algún provecho. Luce sensata la admonición de Peter Molt:
«Es corriente, tanto en Europa como en los países en desarrollo, la opinión de que, sobre todo los problemas económicos y sociales de los países en desarrollo, se pueden solucionar de la mejor manera, mediante la adaptación de la economía social del mercado. Si se quisiera trasplantar la economía social del mercado sin tomar en cuenta sus aspectos sociales, ni los principios de fomento de la competencia y limitación de los monopolios, solamente se estaría restituyendo el viejo liberalismo del «laissez-faire», «laissez-passer», lo cual traería una serie de gravísimos problemas. Es que se olvida demasiado rápidamente que el éxito de la economía social del mercado (tanto en el aspecto económico como en el social) depende de una serie de condiciones que no existen en la mayoría de los países fuera de Europa».
Esta advertencia coincide con la más dura aún de Hans Roper, calificado representante del neoliberalismo de la RFA:
«No cabe duda de que los países latinoamericanos pueden aprender mucho del desarrollo de la Alemania de la post-guerra, pero existen grandes diferencias entre los problemas de ellos y los problemas alemanes en el tiempo de la reconstrucción. Al fin y al cabo, un mecanismo de producción, aun destruido casi por completo, es más que un campo totalmente virgen; pero ante todo en Alemania estaban los hombres capaces de reconstruir rápidamente tal mecanismo y hacerlo funcionar. Esto es precisamente lo que falta en América Latina: hombres trabajadores bien entrenados, tanto como empresarios dispuestos a correr los riesgos y empleados públicos íntegros, tanto como políticos responsables. He aquí la razón fundamental de por qué América Latina, a pesar de sus inmensas riquezas naturales, no progresa más rápidamente. La culpa de todo esto recae ante todo sobre los sectores privilegiados, sobre aquellas personas que, desde sus posiciones claves, tanto políticas como económicas, hablan mucho de la necesidad de un rápido aumento del nivel de vida y continuamente exigen más ayuda extranjera para el desarrollo, pero sin hacer ellos mismos nada, o muy poco, para preparar el camino de un cambio pacífico».
Precisamente en estos días se discute en Europa la posibilidad de una economía social de mercado en los países del este, liberados del totalitarismo comunista. El Ministro de Asuntos Extranjeros de Bélgica, Mark Eyskens, en reunión ministerial de la CEE en París, en este mayo, recalcó que las reformas económicas de aquellos países debían entender que la economía de mercado que el Occidente preconiza debe tener dos características esenciales: debe ser concurrencial y debe ser social. En nuestro medio pareciera que algunos preconizan una economía de mercado sin importarles si hay verdadera concurrencia y si tiene sentido social. Grave error, que acarrearía trágicos resultados.