Lorenzo Fernández, un venezolano integral
(Caracas, 8 de enero de 1918 – 4 de octubre de 1982)
Bien difícil es para mí delinear en solo tres cuartillas la personalidad y la obra de Lorenzo Fernández. ¡Tanto tendría que decir sobre él! ¡Son tan variados los aspectos de su persona humana, de su actividad política, de su vida familiar, de su conducta privada, acerca de los cuales habría que insistir!
Lorenzo y yo fuimos hermanos. Una hermandad iniciada en la Unión Nacional Estudiantil y fiel hasta la muerte. Si alguien hizo carne de realidad la afirmación que pronuncié en la velada del primer aniversario de la UNE («une es un compromiso para toda la vida») fue, precisamente, él. Anduvimos juntos por el camino de la acción, juntos enfrentamos los peligros, festejamos juntos la victoria, asumimos juntos la responsabilidad de dar cumplimiento a nuestras promesas y propósitos y saboreamos juntos también el duro pan de la derrota.
Nació el 8 de enero de 1918. Era casi dos años menor que yo. Al fundarse la Unión Nacional Estudiantil, desgajada a su pesar de la Federación de Estudiantes, yo acababa de cumplir 20 años y él tenía apenas 18. Egresado yo del San Ignacio, alumno él de La Salle, no hubo la más ligera sombra o diferencia entre nosotros. Ni él ni los demás discípulos de los Hermanos Cristianos tuvieron un asomo siquiera de rivalidad o discrepancia con quienes habíamos sido discípulos de los jesuitas, que en ese entonces estaban en el tapete de la controversia política, quizás por reflejo de la tensión político-religiosa que irradiaba de la República Española.
Nos unió inicialmente el deber de defender los fueros de la educación privada. Fortaleció nuestra unión el deseo ferviente de servir a la patria. La fábula de una supuesta contraposición entre lasallistas e ignacianos la inventaron después los novelistas de algunos medios de comunicación social: en el triunvirato que dirigía la UNE y que denominábamos núcleo directivo, participamos estudiantes de los colegios de jesuitas, de hermanos cristianos y de padres salesianos, sin que faltaran de otros colegios, religiosos o laicos, entre ellos el instituto público de mayor jerarquía en el país, a saber, el Liceo Andrés Bello.
Lorenzo sobresalió por su inteligencia, por su entereza, por su adhesión al ideal. Tenía un fino sentido político pero nunca lo hizo sacrificar los principios. En la Universidad fue estudiante sobresaliente, ayudante de Cátedra y Delegado estudiantil. En la UNE fue miembro del triunvirato, vale decir, del núcleo directivo nacional. Fue asiduo colaborador del semanario. Participó en los diversos intentos de organización política que precedieron a Copei (Acción Electoral, Movimiento de Acción Nacionalista, Acción Nacional). Militando en Acción Electoral fue electo popularmente concejal por la parroquia La Vega.
Su recta actitud en la Municipalidad de Caracas hizo imposible nuestro entendimiento con la fracción gubernamental en el momento de elegir diputados: se nos puso en la disyuntiva de sustituirlo por otro candidato, más agradable a los despachos oficiales, o correr el riesgo de perder la elección si nos manteníamos irreductibles.
Entendimos la cuestión no solamente como de decoro, sino de supervivencia: no podíamos colocarnos en posición de apéndice sumiso de la voluntad oficial. En las elecciones para diputados de enero de 1945, en el seno del concejo, pactamos con AD. Perdimos: los dos principales candidatos derrotados fueron Rómulo Betancourt y Lorenzo Fernández.
En las elecciones directas de 1946, por voto universal, salió representante por el Distrito Federal a la Asamblea Nacional Constituyente y en 1947 repitió como diputado al Congreso. Compartimos día tras día la agobiadora lucha parlamentaria, como también la de la calle para fundar y fortalecer el partido. Fundó varias seccionales regionales. Él fue, por cierto, el encargado de dar los pasos necesarios con las bases de Unión Federal Republicana en Mérida para que aquel grupo regional se convirtiera definitivamente en Copei. Y lo hizo en forma decisiva.
El 23 de enero de 1958 estaba preso. Se había comprometido con el movimiento que dentro del campo militar representó Hugo Trejo; mi prisión le había dado el aliento final para decidirse a participar en la acción insurreccional. Después de la liberación, jugó un papel importante en el acontecer agitado de ese tiempo. Miembro del Consejo Supremo Electoral, desempeñó allí una notable labor. Fue uno de los redactores del Pacto de Puntofijo.
Al constituirse el gobierno de coalición, el presidente Betancourt me dijo: «Deseo que vaya Lorenzo al gabinete. Sé que no será incondicional, pero su opinión y su labor tendrán gran utilidad para el Gobierno». Como ministro de Fomento (1959-1962) fue el promotor decidido de la industrialización. Como ministro de Relaciones Interiores (1969-1972) en el gobierno que yo presidí, fue el artífice de la pacificación. Industrialización y pacificación bastarían para consagrar su nombre como un ejecutivo excepcional.
En el Gobierno como en la oposición dio ejemplo de honestidad, de sinceridad, de eficiencia. Tuvo una destacada actuación en el Senado. En la actividad privada, al frente de una empresa familiar que partiendo de la nada habían creado su cuñado y su hermana, se reveló como excelente administrador y supo dar un extraordinario rendimiento. Como padre de familia era ejemplar. Su austeridad no lo llevaba, sin embargo, a una severidad regañona ni a una seriedad adusta: sabía usar del buen humor constantemente. Tenía una sensibilidad especial para tratar a los demás.
Creyente convencido, su religiosidad constituyó rasgo definitorio de su vida. Defensor de su credo y de la Iglesia, tuvo entre sus mayores satisfacciones la de haber participado activamente en la solución del secular diferendo entre la autoridad civil y la eclesiástica. Su muerte fue como aquellas que relata el Antiguo Testamento, de patriarcas que se preparaban para el viaje final rodeados de sus descendientes, a quienes daban el precioso regalo de su consejo y de su ejemplo. Sobrellevó en su última enfermedad grandes sufrimientos sin quejarse; la Providencia le permitió tener esa oportunidad para fortalecer su fe, mientras soportaba los embates de una enfermedad implacable.
Lorenzo Fernández fue un hombre cabal. Todo un hombre. Un gran hombre. Un venezolano integral. Un servidor público de primera línea, dentro y fuera del poder. Un ejemplo prístino de lo que deber ser un político, no para ambicionar y medrar, sino para servir al pueblo orientado por un hermoso ideal.