Palabras en el acto de apertura del Congreso de Educación Primaria
Palabras del Presidente Rafael Caldera al instalar el Congreso de Educación Primaria. Caracas, 21 de marzo de 1971.
A los cien años del célebre Decreto de Guzmán que estableció la instrucción pública obligatoria y gratuita, nada más oportuno que evaluar el proceso de la educación popular en Venezuela, señalar rumbos para su mejor aprovechamiento y estimular la participación de todos los sectores, en una tarea tan trascendente como lo es la formación de la conciencia y de los hábitos del pueblo. Guzmán Blanco, en el primer Considerando del Decreto de 27 de junio de 1870, establecía una declaración, que se encuentra en las constituciones modernas, con la única observación de que hay un vocablo que ha sido sustituido por otro, para darle una significación más integral. El habla de dicción o prosa hablando de educación, pero expresa en su primer considerando, que «todos los asociados tienen derecho a participar en los trascendentales beneficios de la instrucción».
Llegaban a Caracas los ecos del empeño puesto en la Argentina por Domingo Faustino Sarmiento, que en frase gráfica había dicho «el pueblo es el soberano, hay que educar al soberano». Llegaron también, por encima de las suspicacias derivadas de una interpretación mezquina del acontecer histórico, los reconocimientos que en Chile y otras naciones de nuestro continente se hacían a la incomparable labor de Andrés Bello, quien desde su Rectorado de la Universidad de Chile dirigía el Consejo de Educación y a través de él estimulaba con su esfuerzo, y los resultados fueron tangibles, la formación del pueblo a través de la educación.
Es cierto que los dos Guzmán, padre e hijo, por encima de ese mar de suspicacias que a una Junta Municipal ignominada la hizo rechazar un retrato de Bello para considerar «si más adelante se establecía en la Municipalidad de Caracas una sala destinada a personalidades extranjeras», supieron en medio del fragor del combate, de la pasión, del encono partidista y de su inquebrantable devoción por la causa liberal, que se debía, sin ninguna razón hostil al Magisterio de Bello en Chile, rescatar esta actitud. Por orden de Guzmán Blanco está en la Casa Amarilla, presidiendo las labores de la Cancillería, aquel retrato que en una hora infausta, representantes (que por cierto no fueron elegidos por el pueblo) de Caracas, habían rechazado a uno de los hijos más ilustres de esta capital venezolana.
Llegaba el eco de Sarmiento, llegaba el eco de Bello. Se sentía la necesidad de impulsar un proceso que pusiera al pueblo en efectiva capacidad de disponer de su destino. Por eso, el Decreto refrendado por el Ministro Sanabria era acompañado de una medida fiscal, la de crear la llamada «estampilla de instrucción», timbre fiscal que iniciaba una renta para acometer con más entusiasmo que recursos, la gran tarea de difundir la enseñanza primaria de Venezuela.
De entonces a acá la obra realizada, hay que reconocerlo, es inmensa. Para este año, entre educación preescolar y primaria tenemos más de 1.800.000 alumnos (probablemente más de la población total del país en el momento del Decreto de Guzmán). Los atienden más de 50.000 docentes y forman la base sólida de un total de esfuerzo educativo que llega a más de 2.400.000 alumnos y a más de 80.000 docentes, con un aumento total entre un año y otro, de más de 157.000 estudiantes en la matrícula, de los cuales más de 100.000 van a la educación primaria y preescolar. Quizás pocos países en el mundo, quizás ninguno en este continente han realizado un esfuerzo similar.
Especialmente los últimos decenios han revestido una intensidad especial. Pero, por eso mismo, es el momento de pensar hasta qué punto ese esfuerzo que el país realiza está dando todo el rendimiento exigido; hasta qué punto la tarea cumplida rebasa los límites de los guarismos para ir a la realización cabal del empeño de promoción humana a que nos sentimos más decididamente llevados, a medida que cultivamos más un esfuerzo nacionalista para hacer a Venezuela dueña y soberana de su destino.
Por eso, es una coincidencia feliz la de que el Congreso no solo se realice con ocasión del Centenario del célebre Decreto de Guzmán, sino también del Sesquicentenario de la inolvidable Batalla de Carabobo. Las naciones se hacen con hombres, y la promoción humana es el primer deber cuando se realiza cualquier programa de desarrollo.
Recuerdo que hace unos pocos años, un Ministro de Educación que había sido maestro y dirigente gremial, en un Día del Maestro, expresaba, más o menos en estos términos, la siguiente idea: «Hemos realizado algo notable en lo cuantitativo. Es necesario que nos pongamos a examinar ahora hasta qué punto hemos alcanzado las metas en lo cualitativo». Hablar sobre este tema, revisar este asunto, ofrecerle a quienes dirigen la educación en Venezuela la evaluación de las distintas condiciones administrativas, de ejercicio docente directo, o de las otras múltiples actividades en la enseñanza que nos da la experiencia, las enmiendas que tenemos que hacer, los caminos que hemos de trazar para responderle satisfactoriamente al país, en su forma de nuevas generaciones debe ser el objeto de este Congreso.
Sentimos que nuestros niños aprenden más cosas. ¿Hasta qué punto ello va a tono con la formación del espíritu para el cambio veloz que la humanidad experimenta? ¿Hasta qué punto estamos logrando robustecer el carácter para que puedan asumir con energía el papel que a las nuevas generaciones corresponde?
Cuando analizamos cada uno de los grandes problemas nacionales, desde el amor a la naturaleza hasta el mantenimiento de la paz y el respeto recíproco entre todos, sentimos que el punto de partida de las actitudes y la garantía del éxito en las empresas hemos de encontrarlas en las aulas de la Escuela Primaria. ¿Hasta qué punto logramos despertar en nuestros niños amor por la naturaleza? ¿Hasta qué punto logramos sembrar en ellos una preocupación por conservar y acrecentar los recursos que la providencia nos dio? ¿Hasta qué punto levantamos en su inquietud un interés de serio y decidido por el conocimiento científico y por la adquisición de la técnica? ¿Hasta dónde logramos que ellos entiendan que los objetivos por lograr no habrán de obtenerse solamente con buenas intenciones o con declaraciones hermosas, sino con el trabajo diario y fecundo, con esa mística del trabajo sin la cual es imposible lograr la grandeza de ningún pueblo? ¿Hasta qué punto estamos transmitiendo ese mensaje y a través de nuestro esfuerzo en la educación?
Hace algunos años tuve el privilegio de conversar en una forma larga y tranquila con uno de los hombres más importantes de la nueva humanidad surgida después de la Segunda Guerra Mundial: el doctor Adenauer, Canciller de Alemania. Al expresarle yo mi admiración por la obra estupenda de reconstrucción de un país que resurgía entre las ruinas de una espantosa catástrofe, me respondía con una modestia que no sé hasta qué punto era más bien como un orgullo nacional expresado en suaves palabras: «Alemania es un país pobre; no tiene más riqueza que el trabajo». Pero, precisamente, el trabajo es una riqueza mayor que el petróleo, una riqueza mayor que las minas, una riqueza mayor que cualquier otra, la única capaz de multiplicar las capacidades de una nación cualquiera y elevarla por sobre sus caídas y reconstruirla por sobre su fracaso. Me preguntaba entonces hasta qué punto nosotros, en el gran esfuerzo que estamos realizando por la educación de nuestros niños, podemos inculcar en ellos como una mística irrenunciable el amor al trabajo.
Son muchos los aspectos por los cuales se paseará, sin duda, este congreso, integrado por gente que sabe lo que tiene entre manos, que ama a los niños, que los conoce, que ha vivido con ellos y que puede desahogar su experiencia para entregarla como un crisol a la formación de conclusiones positivas en su favor. Creemos necesario hacer todo lo que esté a nuestro alcance, y más si fuera posible, por llevar a los alumnos ese amor por la naturaleza, ese interés por la ciencia y por la técnica, esa voluntad de trabajo, la comprensión de los valores sociales y humanos, sin los cuales los objetivos trazados en el preámbulo de la Constitución, por los cuales luchamos sin descanso, y de cuya realización, aunque imperfecta, nos sentimos orgullosos, estaría expuesta a desaparecer en cualquier madrugada de la historia. La paz, la libertad y la armonía, esa armonía quién en el pensamiento de Fermín Toro era la que podía realizar el concurso equilibrado y constructivo de la unidad y de la variedad. Unidad, en la afirmación de los valores fundamentales de la comunidad nacional, unidad en el esfuerzo, en las ideas y en las preocupaciones; armonía, para que la variedad no conduzca a la dispersión de las capacidades; para que la unidad no se convierta en regimentación autoritaria y destructiva de la comunidad. Es el mismo pensamiento de Bello: educación integral: intelectual, moral y física.
Fortalecimiento y sanidad del cuerpo; ilustración del entendimiento y adquisición, no solo de los conocimientos del día, sino de la capacidad de adquirirlos, los que a cada momento surgen en la aventura tecnológica impresionante que la humanidad experimenta. Educación moral, para que el hombre se forje en la conciencia de la rectitud, de la honestidad y del bien, y para que entienda que por encima de sus apetitos y de sus intereses, por muy respetables que éstos sean, existe algo que emana de la comunidad y nos impone a todos, sacrificios de adaptación para que el empeño común se exprese en resultados realmente positivos.
Tiene este Congreso entre sus objetivos el de ahondar el concepto de la participación de la comunidad. Comunidad educativa y fortalecimiento de todo lo que tenga alguna relación con la educación con la Comunidad, que hace del estudiante, no un objeto pasivo en el cual se han de verter unas cuantas ideas, sino un sujeto activo que participa, que busca por su propio esfuerzo, aunado y acompañado por el padre y por el maestro, posiciones y objetivos, en forma al fin y al cabo dependiente de su propia energía y de su propio impulso. Presencia del maestro, del padre y del representante en entendimiento seguro. Es de los mejores educadores de quienes hemos oído la reiteración de que el 50% del esfuerzo se pierde si no existe armonía para que el medio familiar corresponda a los anhelos de una personalidad en pleno proceso de auge floreciente.
No creemos ya en los padres y madres que tomaban la lección a los hijos o que a través de castigos les querían imponer a rabiar el cumplimiento del deber escolar, pero tampoco debemos creer en los padres y madres que no saben dónde está la escuela, ni qué dice, ni qué quiere, que no preparan la receptividad ante la enseñanza del maestro, que no están dispuestos a cooperar para que la ardua tarea pedagógica de la juventud tenga un clima propicio que pueda hacer rendir frutos en su ánimo.
Todo esto espera el país del presente Congreso. Un Congreso amplio, abierto, un Congreso que no es para discutir ni para ventilar posiciones parciales; un Congreso para escuchar la voz de los que saben y procesarla, para que de allí resulten iniciativas que van dirigidas a los niños y, a través de ellos, a la Nación que estamos obligados a formar.
Resuenan en nuestros oídos las palabras de El Libertador. En aquella fuente inagotable encontramos mucho que nos hace sentir hondamente el papel que la educación tiene que llenar en un país para ser digna de su alta función. El maestro es —según él— «el hombre generoso y amante de la Patria, que sacrificando su reposo y su libertad se consagra al penoso ejercicio de crearles ciudadanos al Estado, que le defiendan, que le ilustren, que le embellezcan y le engendren otros tan dignos como él», es sin duda «benemérito de la Patria, merece la veneración del pueblo y el aprecio del gobierno, él debe alentarle y concederle distinciones honrosas».
Estoy seguro que los organizadores de este Congreso no desean otra cosa que fortalecer esa imagen del maestro venerado, respetable, capaz de sacrificar horas al reposo, de limitar por propia decisión su libertad para entregarse a las criaturas que tiene entre sus manos, dispuesto a forjarle ciudadanos al Estado, a la Nación creadora, y a darle a las nuevas generaciones ejemplo de rectitud, de honestidad y de bien. Yo felicito al Delegado del Ministerio de Educación y a la Comisión Organizadora por el éxito de sus labores, hago los votos más sinceros para que estas jornadas dejen un resultado feliz, y atendiendo a la cordial invitación de su Mesa Directiva, declaro formalmente instalado el Congreso de Educación Primaria.