Palabras en el bautizo de la biografía de Rafael Caldera
Por Laureano Márquez
(Rafael Caldera. Autor: Mercedes Pulido. Biblioteca Biográfica Venezolana. Volumen 139. El Nacional / Bancaribe, 2011)
Quiero comenzar por agradecer el honor que la invitación conlleva: dirigirles la palabra en este acto de presentación de la biografía del Dr. Rafael Caldera, fruto de la brillante pluma de Mercedes Pulido. Como es del conocimiento público, en mi quehacer de la crítica humorística, la figura del Dr. Caldera fue uno de mis objetivos predilectos. Por tal razón, entiendo la invitación como una muestra del pluralismo que marcó la vida del biografiado. El doctor Caldera se quejaba de sus imitadores: «toman de mí mi faceta más triste», dijo una vez. Pero nos sobrellevaba con tolerancia y humor. A Pepeto López se lo encontró una vez en las escaleras del canal 8, en aquellos tiempos en que era el canal de todos los venezolanos, y le dijo: «Caramba, el doctor Caldera se encontró con un espejo»; y a quien les habla, en la oportunidad de los 80 años de mi colombroño, el gran Pompeyo, acto en que me correspondió ser maestro de ceremonias, se me acercó al entrar y me preguntó: «¿Usted es el Dr. Caldera?» Me descolocó; solo atiné a responder: «No, el Dr. Caldera es usted; yo solo a veces»; y él agregó: «Es que lo veo muy alto para ser el Dr. Caldera, porque si usted observa bien, con los años uno se va encogiendo».
Esta muestra de tolerancia se manifestó de manera concreta cuando al diario TalCual y a mi persona se nos impuso una multa por un escrito de mi autoría intitulado (palabra esta última, por cierto, que recuerdo haber escuchado por primera vez en la vida de los labios del Dr. Caldera, lo digo de pasada para subrayar su pasión por nuestra lengua) «Querida Rosinés». En esa oportunidad se abrió una colecta pública y el expresidente, ya aquejado por penosa enfermedad, realizó su aporte, acompañado de una carta de solidaridad. El gesto me conmovió y tuvo para mí una profunda enseñanza que se conecta con los valores de tolerancia que, con su ejemplo, tanto ayudaron a civilizar el alma venezolana. Es el mismo Dr. Caldera de la pacificación, que tendió la mano a los que se le enfrentaban en armas. El mismo Dr. Caldera en el que la sociedad venezolana proyecta sus culpas por la presencia de Chávez en el poder, dando la espalda a la tradición de conciliación -en la que los enemigos se transformaban en adversarios al abrírseles espacios en la política- que tanto dolor antiguo y tanta muerte le fue ahorrando a esta patria. El mismo Dr. Caldera que ayudó a quien le hizo uno de los blancos de su crítica humorística o, para decirlo en criollo, a quien tanta varilla le echó. No se me escapan la significación de este gesto ni la manera como puso de manifiesto su elevada estatura moral. Efectivamente, de tanto identificarme con el Dr. Caldera, mediante la sátira no solo hallé desacuerdos y críticas, sino que también pude apreciar sus aciertos y virtudes. La que más valoro es su amor y su pasión indeclinable por Venezuela, a la que dedicó su vida.
Esta biografía de Rafael Caldera que hoy nos ofrece la Biblioteca Biográfica Venezolana del diario El Nacional, conjuntamente con la Fundación Bancaribe, no es algo que concierne al pasado, sino al futuro y a la esperanza, porque tiene como telón de fondo la construcción de convivencia civilizada en Venezuela y ese sigue siendo nuestro reto, nuestra asignatura pendiente. Es un libro de lectura apasionante para aquellos a quienes nos inquieta el destino del país, como apasionante es la vida de su protagonista y apasionada es su autora, Mercedes Pulido, conocedora profunda de la psicología nacional. En este texto nos ofrece -otra cosa no era posible- la vida de un hombre que se confunde con un siglo de la historia venezolana, del cual fue uno de sus actores fundamentales. La pista del recorrido vital del Dr. Rafael Caldera la brinda Mercedes en el primer capítulo: «Rafael Caldera, el civilista…». Creo que en ello se resume su vida: en la búsqueda para Venezuela -víctima por demasiado tiempo del caudillismo militar- de un liderazgo civil. Hace poco me comentaron que, al ver aquellos desfiles que en tiempos de Pérez Jiménez se hacían y donde marchaban uniformados civiles y trabajadores, dijo el Dr. Caldera: «se ve que en Venezuela es mucho más fácil militarizar a los civiles que civilizar a los militares», en juego de palabras con el término «civilizar» que podría interpretarse como «dar espíritu civil», pero también como «introducir a un salvaje en la civilización». Es esa lucha entre la civilización y la barbarie que Gallegos recogía en Doña Bárbara, reflejo del enfrentamiento político entre el autoritarismo y la democracia que ha caracterizado nuestra historia y que, por cierto, libra en estos tiempos una de sus más cruciales batallas.
Para juzgar a un hombre es necesario distanciarse del tiempo en que vivió; más si -como es el caso- es un hombre público, un gobernante. Está muy cercano su momento y demasiado desatadas las insensateces como para tener una imagen clara, no tergiversada por los avatares de la lucha política, manipulada y manipuladora. Sin embargo, este trabajo que Mercedes nos ofrece es un esfuerzo magnífico por mostrarnos, más allá de diferencias y desacuerdos, la tenacidad de un hombre que dedicó su vida a la construcción de una Venezuela civil y democrática. Eso debemos agradecérselo sin mezquindades tanto al Dr. Caldera como a Mercedes, por documentarlo.
No quiero finalizar mis palabras sin comentarles una nota curiosa. Hace poco compré una parcela en el Cementerio del Este. La vendedora, muy insistente, me llamó varias veces señalándome que ya quedaban muy pocas, que ya el cementerio estaba copado, al punto que no habría otra oportunidad. Cedí, más por la insistencia de la vendedora que por voluntad de morir. Realizada la operación de compra, la vendedora insistía, para animarme, en que había hecho muy bien, en que la muerte es lo que tenemos más seguro, en que es ley de vida y esas cosas que suelen decirse… «y además -me dijo- está usted muy bien ubicado, justo al lado del Dr. Caldera». Parece que quiere, pues, la Providencia, que junto al original repose el doble. Si en vida soportó con estoicismo y tolerancia mi presencia y mi oficio, dudo mucho que le disguste tenerme de vecino en la eternidad.