Palabras en el acto de entrega de un libro póstumo de Carlos Pi Sunyer
Residencia Presidencial La Casona, Caracas, 3 de agosto de 1971.
Yo quisiera decir que el mejor homenaje, sin duda, que podrían ustedes haber hecho a la memoria de don Carlos Pi Sunyer, es la publicación póstuma de este libro, que es fruto de un aspecto de sus numerosos trabajos de investigación en la época de la Independencia venezolana y que inició en Londres.
Retengo en la memoria la ocasión de mi primer encuentro con don Carlos en aquella ciudad en 1950. Recuerdo perfectamente su figura entera, animosa, íntegra, después de haber pasado una época difícil, y quisiera decirles que me impresionó tremendamente en lo que hablamos, algo que quizás en mi vida ha dejado una huella y que me ha servido como uno de los factores poderosos de razonamiento en medio de la actuación que me ha correspondido en los tiempos algunas veces agitados de este país.
Me dijo: «Nosotros acabamos de pasar la guerra en Londres; hemos dormido, noche tras noche, en los sótanos del Londres Ground; hemos sufrido muchas privaciones; hemos estado en países extranjeros, pero yo le aseguro a usted que no hay nada comparable al doloroso recuerdo de los días de la guerra civil. Esta contienda internacional en que oíamos las sirenas, nos ocultábamos y después salíamos a ver las ruinas que habían dejado las incursiones aéreas, representaba la compensación de ver un pueblo unido, compacto, firme, haciéndole frente a las dificultades. Usted no se imagina lo que fueron los días de la guerra civil, pensar que no sabía uno si el amigo, el hermano, el pariente… quién era el enemigo y hasta qué punto las pasiones podían desencadenarse para realizar una tremenda destrucción».
En aquella misma ocasión visité España y traje una impresión muy honda de cómo estaban todavía abiertas las heridas de la guerra, a pesar de que habían transcurrido ya unos cuantos años después de haber terminado la contienda.
Y si algo me he propuesto, en la medida en que he podido influir en Venezuela, es evitarle al país una guerra civil. Pienso que mi generación ha sido feliz, en haber conseguido en medio de tantas situaciones, a veces de conflicto y de tensión, no haber llegado a caer en la experiencia trágica de una lucha de esa naturaleza.
Recuerdo muy bien las palabras de don Carlos Pi Sunyer y también que llevó a mi esposa, como obsequio, la copia de un poema suyo en catalán sobre la Virgen de Montserrat. Estuvimos varios días en Londres. Visitamos la casa de Miranda y el Museo Británico; tuvimos en nuestras manos la ficha de lector de Bello: fuimos al pentágono y estuvimos en la iglesita de Santa Eloisius –donde acabamos de adquirir una pila bautismal en que fueron bautizados tres hijos de Bello– y se inició entonces una amistad no muy frecuente, pero en la que de mi parte hubo siempre para él un enorme respeto y una gran admiración.
El maestro Grases en sus palabras y en su prólogo, ha mencionado mi intervención en que él fuera el representante de la comisión editora de las «Obras Completas de Andrés Bello», allá en Londres, en la investigación de los pasos de Bello, de sus amigos, y hasta donde había podido penetrar en la impronta de su personalidad en aquella tan difícil ciudad, y de los otros personajes de la época, desde luego, a la cabeza de todos ellos Miranda. Y luego, pues, el haber obtenido que el doctor Pedro Emilio Herrera, quien era entonces Ministro de Fomento y amigo personal mío tomara la decisión, muy feliz, de contratar a don Carlos para que viniera a prestar sus servicios aquí, al despacho.
Ahora, yo debo decir que en ésta como en muchas otras cosas, Grases ha obrado por persona interpuesta. En realidad esto lo hizo Grases, yo fui sólo un gentil instrumento de lo que él quería y de lo que él pensaba. Fue él quien me habló de Don Carlos para que le pidiéramos que nos ayudara allá como representante sumamente calificado de la Comisión Editora de las Obras de Bello en aquella investigación, y fue él quien convenció primero a Don Carlos –lo que no era fácil– que se diera a pasar el Atlántico y a sembrarse en América, donde había estado ya su hermano Don Augusto, y luego, pues, animarse dar ese paso que afortunadamente dio resultado.
Después otros Ministros de Fomento muy cercanos a mí, Lorenzo Fernández, Godofredo González, Hugo Pérez La Salvia, Haydee Castillo, todos me manifestaron una gran admiración y un gran respeto por Pi Sunyer.
Esta tarde estamos aquí reunidos en un saloncito que hemos denominado la «Sala Andrés Bello» de La Casona, porque pusimos aquí su retrato, una réplica de un Monvoisin, que no pudimos, a pesar de muchos esfuerzos, traernos de Chile y que decora el Salón Rectoral del Edificio Central de la Universidad de Santiago, allá en la Alameda Bernardo O’Higgins.
Me parece que nada más cónsono que la obra y los afectos de los últimos 20 años de vida de Don Carlos Pi Sunyer. Y en cuanto al trabajo adicional del archivo de Miranda, realmente hemos hablado tanto de eso, que ya casi me había hecho la idea de que el tomo había aparecido. De manera que, maestro Grases, no hay sino que «echarle pichón».
Yo les agradezco sumamente la visita y este obsequio tan valioso, y creo que Don Carlos se sentiría satisfecho de saber que sus amigos han tenido esta noble idea, y que la han llevado a término de una manera tan elegante y honrosa. Él ha rescatado allí a John Robertson por iniciativa de Grases, pero realmente nos ha hecho ver algunas fibras mucho más altas de lo que llegamos inicialmente a imaginarnos.
Es curioso, pues, que un canadiense de un clima gélido, haya tenido tanto calor en su corazón para sentir la causa de la Independencia de Venezuela y se haya podido reconstruir su personalidad y su vida al lado del Libertador.
De manera que tenemos que agradecerle también esto a Don Carlos Pi Sunyer: que nos ayudó a descifrar muchas incógnitas en aquella incomprendida escala y llegar a la conclusión de que los amigos ingleses que tuvo Bello todos eran españoles porque eran hijos o nietos de españoles; y también a la desoladora impresión de que aquella sociedad que lo vio vivir durante 10 años, hasta el punto de que se casara en dos ocasiones con damas inglesas –a la primera la enterrará allí lo mismo que a uno de sus pequeños hijos– no hubiera advertido la calidad extraordinaria de aquel hombre, de manera que el señor conservador del Museo Británico, Sir Harry Ellis, según descubrimiento de Don Carlos que anotaba las cosas más nimias en toda su larga trayectoria al frente de aquella investigación, no llegó a darse cuenta, como para poner una notica –a menos que lo hubiera hecho en alguna parte que se perdió de aquel diario– que allí llegaba todos los días un suramericano a leer, a estudiar, a formar más signadores conceptos, pero también a asimilarlos porque él llevaba una formación extraordinaria.
Bueno, todas estas cosas se las debemos a Don Carlos Pi Sunyer y al recordarlo hoy me siento profundamente emocionado y muy honrado por la visita de su honorable viuda y de sus amigos.