El doctor Caldera
Por Elías Pino Iturrieta
Debo decir que ejercí un cargo público durante el segundo gobierno del doctor Caldera, y que me sentí honrado de acompañarlo. Debo también decir que la relación con quien era entonces el jefe del Estado, sin ser cercana de veras, se remontaba a los días de mi infancia en Boconó. Mi familia, especialmente mi madre, sentían especial devoción por su figura y por lo que representaba el Copei de los primeros tiempos. Los vínculos de colaboración y los recuerdos lejanos deben influir en lo que viene de seguidas; aunque también, según espero, la obligación de un opinador que cambió su parecer sobre las vicisitudes del país en la medida en que tropezaba sus escollos o formaba parte de ellos. De tales peculiaridades manan los comentarios de hoy sobre el hombre recientemente fallecido.
Un apunte sobre el trato de la política, en primer lugar. Estamos frente a un rasgo del estadista que debemos rescatar. El erizamiento que caracteriza el desenvolvimiento de los negocios públicos a partir de la desaparición del gomecismo, concluye o se hace menos acuciante cuando el joven Caldera se interesa por ellos. La obligación del diálogo fundamentado en ideas, el desprecio por los insultos en la tribuna, la preocupación por hacerse de un discurso convincente en cuyo contenido había poco lugar para las puyas habituales y para los dicterios, abre un horizonte desconocido en Venezuela desde las horas terribles de la federación. Sí, después de medio siglo de silencio, se pasa a la etapa de sonados agravios en el quehacer de quienes hacen el trabajo de gobernar o de oponerse a los gobiernos, las maneras mesuradas del flamante líder y lo que trasmitió de ellas a sus seguidores, introducen una mudanza que no debe pasar inadvertida. No se trata ahora de alabar el nacimiento de una política aferrada a la Urbanidad de Carreño, sino de apreciar la apertura de unos vínculos respetuosos y respetables entre adversarios, y aun entre criaturas de una misma bandería, sin los cuales no era posible la construcción del proyecto democrático a partir del derrocamiento de Pérez Jiménez. Tampoco se pretende ahora la apología de las formalidades, sino sólo llamar la atención sobre cómo resultaba imposible el entendimiento sobre las urgencias de la sociedad, rasgo esencial de la segunda mitad de nuestro siglo XX, sin el reconocimiento de los pares que distinguió la conducta de quien no quiso que la república fuera asunto de ventilar revanchas y rencores frente al pueblo.
De allí la alternativa de la pacificación, que lleva a cabo durante su primera administración. Pasar a la concordia después de casi una década de conflicto armado y luego de la difusión de un pensamiento extremista que no aceptaba las pautas de la democracia representativa, pasar del miedo compartido en los campos y en las ciudades a una rutina de esperanza y normalidad, no puede convertirse en fenómeno concreto sin el empeño de una voluntad formada en la atención de las necesidades y los anhelos de quienes transitan derroteros antagónicos. La vida según se entiende a partir de 1958 se fortalece en adelante, los grandes partidos pueden prestar mejor atención a las urgencias del país, si tienen el deseo de hacerlo; los partidos pequeños y las fuerzas subversivas encuentran lugar bajo el sol venezolano, para que la sociedad, sin la conminación de la violencia, haga lo que debe o lo que puede hacer, bueno o malo. Gracias a la curación de cicatrices que entonces realiza, el país se transforma en términos positivos, pero también su figura. Supera los linderos de los movimientos y de las organizaciones establecidas, para caminar después sin su muleta cuando comienzan a perder el favor de las multitudes.
Una última observación, debido a los aprietos del espacio, referida a su formación intelectual. Colegial aplicado y puntual, biógrafo célebre a los diecinueve años, catedrático de Sociología del Derecho en la Universidad, formador de generaciones de abogados y servidores públicos, investigador de la obra de Andrés Bello y autor de ensayos dignos de atención, sus luces le permiten un encumbramiento capaz de concederle lugar de excepción entre los miembros de la dirigencia en el país contemporáneo. La política como testimonio de ilustración lo debe colocar entre sus voceros descollantes. Una analogía con sus compañeros de viaje, pero en especial con los dirigentes de la actualidad, lo debe ubicar cabalmente en nuestros anales.
Algo de eso se ha intentado ahora, sin la pretensión de ofrecer una lección de politología ni un análisis objetivo. Habrá tiempo de hacerlos, cuando el paso del calendario lo aconseje. De momento, el capricho de la pluma sólo ha querido detenerse en algunas de sus cualidades más evidentes.