Prólogo a Andrés Bello. Una biografía cultural
I
El ideal de la integración latinoamericana, el deber de coordinar en una armoniosa unidad los países americanos de habla española y portuguesa, la preocupación por sumar las fuerzas, enfrentar los problemas y coordinar las posibilidades de las antiguas colonias iberoamericanas, nace propiamente en el mismo momento en que se toma conciencia de América.
Miranda fue un americanista convencido. Fue maestro de una pléyade de patriotas latinoamericanos que se encontraron en Londres en los días iniciales de la lucha por la independencia. Seguramente él fue quien más avivó en Bello, y también estimuló en Bolívar, la conciencia de la americanidad. Después de un impresionante recorrido por las principales cortes europeas y de una visita a la naciente potencia de los Estados Unidos, se hizo más obsesiva en él la lucha por la independencia suramericana.
Bolívar entendió perfectamente que la liberación de su país demandaba indisolublemente el apoyo a la causa de la independencia de los países hermanos; y soñaba, como el objetivo más hermoso, la coordinación de los nuevos Estados soberanos en una gran anfictionía. La Carta de Jamaica, que dio la medida de la inmensa extensión de su campo visual, puede considerarse con razón como punto de partida de la perspectiva integracionista en la historia continental. Después, la convocatoria del Congreso Anfictiónico de Panamá es el primer gran acto político de proclamación de aquella unidad de inquietudes, preocupaciones y propósitos que sabía indispensables. El pensamiento expresado en su carta al libertador O’Higgins el 8 de enero de 1822 vierte en pocas palabras de manera insuperable la idea de la integración continental: «Si hemos expulsado a nuestros opresores, roto las tablas de sus leyes tiránicas y fundado instituciones legítimas, todavía nos falta poner el fundamento del pacto social que debe formar de este mundo una nación de repúblicas».
La consigna de la integración se halla presente en todas las figuras dominantes latinoamericanas del pensamiento y de la acción. Bello apunta, con su palabra cristalina, la dirección certera en el ámbito de la cultura. Su invitación a la «divina poesía» a «dejar ya la culta Europa», para mirar la «vasta escena del mundo de Colón», fue calificada con razón por Enríquez Ureña como el manifiesto de la independencia artística del continente americano.
Duele reconocerlo, pero tenemos que admitir que el siglo XIX, tan lleno de tropiezos, no fue fructífero para la marcha de la integración latinoamericana. Razones hubo muchas para que nos entendiéramos y para que viéramos con claridad la urgente necesidad de la unión, pero las discordias frecuentes y las propias condiciones de inestabilidad e ingobernabilidad en las nuevas repúblicas retardaron la visión del compromiso histórico. Mucho tiempo se perdió sin superar nuestras diferencias, sin reconocer que la fortaleza del conjunto no sólo es un factor, sino una condición indispensable para el fortalecimiento y desarrollo de todos y de cada uno.
II
La idea de la integración se hace presente cuando se adentra el siglo XX. Y en este camino nos encontramos cuando asistimos con injustificada sorpresa al proceso de mundialización.
La mundialización, o globalización, es consecuencia forzosa del desarrollo tecnológico y científico, de la impresionante celeridad y multiplicidad de las comunicaciones. Empujada por dos conflictos bélicos de una magnitud antes desconocida, se acentúa, especialmente, a partir de la segunda guerra mundial, ante la cual no hubo país indiferente, y con la cual se abrieron todas las comunicaciones hasta entre los más alejados continentes.
Es cierto que la guerra fría dividió al mundo en dos grandes segmentos, pero, paradójicamente, la situación en cada uno de los dos puede considerarse como preparatoria de la globalidad terminal. La Unión Soviética y la OTAN fueron contradictoriamente, cada una por su lado, dos instrumentos del proceso hacia la globalización. La caída del muro de Berlín, cuya secuela más importante fue la desaparición de la Unión Soviética, trajo, automáticamente, un intercambio cada vez más intenso, por encima de los anteriores antagonismos y de las diferencias ideológicas.
La globalización no es una opción a discutir, no es una alternativa a ser considerada para decidir si se acepta o no en el seno de cada comunidad política. Es un hecho que se ha presentado en todas partes, y nuestro deber no es el de oponer inútil resistencia a una realidad incontenible, sino el de prepararnos para participar con saldo positivo en un mundo globalizado, a fin de conjurar las graves consecuencias que para los países débiles y aislados puede producir la fuerza avasallante de la economía mundial. Para ello, sin ningún género de duda, el camino más conveniente y el imperativo terminante es la integración.
III
Dentro del proceso integracionista no es posible negar la significación del Grupo Andino. A partir de 1969, por iniciativa de ilustres estadistas, se acordó en Cartagena de Indias la creación de una comunidad de naciones, unidas geográficamente por su ubicación en la cordillera de los Andes, desde el cabo de Hornos hasta el Caribe. En su actividad ha sufrido alternativas. Factores cambiantes en la situación política de los países miembros han sido con frecuencia regresivos, pero, llegados al año 2000, se reconoce cada vez más urgente: sólo así podremos sumar y multiplicar nuestros esfuerzos en pro de un desarrollo económico y social que nos permita actuar decorosamente dentro de una economía global.
Ese experimento no surgió como simple respuesta a una necesidad económica. No quiso ser, no pudo ser, un mero tratado de comercio. Conscientes del papel fundamental que la cultura juega en la vida de las naciones, supo dar origen, al mismo tiempo que se negociaban las reglas de la integración económica, a organismos culturales y sociales. Dentro de ellos sobresale el Convenio Andrés Bello para la Educación, la Cultura, la Ciencia y la Tecnología, establecido en 1970. En el momento en que está cumpliendo sus primeros treinta años de existencia puede mostrar con orgullo sus objetivos y proyectos, y presentar sin exageración una tarea cumplida durante estas tres décadas en la superación y la coordinación de los sistemas de enseñanza, y en la dignificación del magisterio como fuerza social.
Cuando se creó el Convenio Andrés Bello, Venezuela todavía no había podido integrarse al Acuerdo de Cartagena por circunstancias específicas de su peculiar economía; pero nuestro país, sin esperar la conclusión de las negociaciones en materia económica, decidió sin vacilación formar parte de ese Convenio. Y la hermana república de Chile, cuando como consecuencia de la crisis política que le correspondió atravesar se separó del Grupo Andino, se mantuvo formando parte activa del mismo, al que después, por cierto, se han sumado Panamá, España y Cuba, lo que demuestra la condición de grupo abierto que desde el primer momento se le asignó a ese movimiento integrador.
IV
Al crear el Grupo Andino un organismo específico para la educación, la cultura, la ciencia y la tecnología, nada pareció más natural que asignarle el nombre de Andrés Bello. Pero no fue solamente para honrar la memoria del gran humanista y rendirle un homenaje digno de su esclarecida figura. Era algo más. Era el compromiso de buscar, en el pensamiento y en la obra de Bello, el proyecto cultural de donde debieron arrancar las nacionalidades latinoamericanas.
Por supuesto, su figura como maestro del lenguaje atraía desde el primer momento la simpatía de los adeptos a la integración. Reconocido como el salvador de la unidad del castellano en América por autoridades como Marcelino Menéndez Pelayo, su Gramática de la lengua castellana «para uso de los americanos» constituyó todo un mensaje que no sólo mantiene la vigencia, sino que cobra mayor fuerza a medida que el tiempo transcurre y las circunstancias hacen valorar más su significación.
El idioma es un valor insuperable de unidad. Pero Bello no fue sólo un excelso gramático. Fue básicamente un filósofo que supo penetrar las vertientes de la filosofía moderna desarrollándolas con la savia aportada por las raíces indestructibles de la filosofía clásica.
Fue el educador cuya misión logró extenderse desde su brillante y clara concepción de la formación universitaria hasta las anchas avenidas de la educación popular.
Fue el jurista que casi al estar llegando a Chile sintió la necesidad de plasmar en sus Principios del derecho de gentes las normas fundamentales que debían regir la vida internacional para la garantía de la existencia soberana de nuestras naciones.
Dedicó largas horas en muchos días y bastantes años a elaborar un Código civil que sirviera de estructura fundamental a las relaciones humanas en unas sociedades nuevas. Sociedades inspiradas en nuevos ideales, pero conscientes de la necesidad de preservar las instituciones que a través de los siglos les habían servido de soporte y moldeado el componente humano de las nuevas repúblicas.
Su vocación humanística lo inspiró para señalar en el campo noble de la poesía nuevos rumbos a la literatura latinoamericana; y su vocación científica lo llevó a cultivar y a promover el estudio y conocimiento de la naturaleza.
Todo ello con una armonía maravillosa. Todo llevado a cabo con firme y perseverante voluntad.
Hay que admitir el mérito de la generación chilena que supo valorarlo, que supo apreciarlo y que supo darle el apoyo que necesitaba para la vigencia de su obra.
Y que él, reconocido de todo lo que debió a su segunda patria, tenía conciencia de que su pensamiento y su obra, dedicados en primer lugar al noble pueblo que supo hacerlo suyo, abarcaba en su proyección la inmensidad del continente. Desde Chile, pensando en Chile y trabajando para Chile, no podía desprenderse de su espíritu la imagen de su querida Venezuela. Por eso su Gramática, sus Principios del derecho de gentes o derecho internacional, su Código civil, su poesía, en fin, toda su obra desbordaba las fronteras del país que lo acogió como uno de sus más ilustres valores, y constituía un proyecto de inequívoca dirección continental. De Santiago a Caracas sus ideas y obras alcanzaban la inmensidad de nuestra América.
Es, pues, una idea encomiable la que ha llevado al Convenio Andrés Bello a publicar en su trigésimo aniversario de existencia una «biografía cultural» de don Andrés. El solo título del libro constituye una definición de lo que el nombre del insigne humanista representa al frente de la organización. Un distinguido escritor y profesor universitario, el chileno Luis Bocaz, que desde su magisterio europeo ha contado con la amplia perspectiva que le permite contemplar, sin estrechamiento de fronteras y sin limitación de espacios históricos, la función esclarecida del mensaje bellista, con fina percepción enlaza el pensamiento de Bello dentro de su «engañosa sencillez» en las tres etapas perfectamente demarcadas en su formidable existencia:
Caracas, Londres, Santiago de Chile. Y coloca el punto de partida de su mensaje americano, con sutil perspicacia, en un delicioso poemita escrito en Caracas, en el cual contrapone, como lo hará en Londres en las silvas americanas, la naturaleza suya, la nuestra, la «verde y apacible ribera del Anauco», con «las márgenes del Betis», las riberas del Ganges, «los bosques idalios y las vegas hermosas de la plácida Pafos».
V
A propósito de esa vocación integracionista, surgida de los propios reclamos de la geografía y de la historia, y, al mismo tiempo, exigencia de la psicología y de la biología, quizá sea oportuno recordar una estrofa del himno nacional de Venezuela que dice:
Unida con lazos
que el tiempo formó,
la América toda
existe en nación.
Esta afirmación, en la más calificada afirmación del ser nacional, tiene un inmenso valor. Fue sin duda un acierto del presidente Guzmán Blanco haber decretado el 25 de mayo de 1881 que se adoptara como himno nacional la canción patriótica
Gloria al bravo pueblo. Se descartó la idea de promover un nuevo himno, y se tomó como ejemplo la decisión francesa de adoptar una canción popular como himno nacional. Pero, si bien en esto el decreto acertó, erró en la fijación del tiempo y del espacio al colocar esa canción en «los pueblos de la Gran Colombia»; porque el Gloria al bravo pueblo ha sido siempre venezolano y nunca tuvo pretensiones de extenderse más allá de Venezuela, y todo indica que arranca de los propios días en que se inicia el movimiento de independencia, antes de que Bolívar creara a Colombia. Y probablemente comenzó más atrás, como una expresión de repulsa a la ocupación de España por Bonaparte, cuando el pueblo de Caracas rechazó indignado a los emisarios que vinieron a pedir el reconocimiento de la usurpación.
La primera publicación formal conocida del Gloria al bravo pueblo, fechada en París el 16 de febrero de 1874, siete años antes de ser declarado oficialmente como himno nacional, menciona como autor de la letra a Andrés Bello. En Caracas, el periódico La Opinión Nacional, en su edición del 10 de marzo del mismo año, al comentar esa publicación «como un regalo a sus generosos suscriptores en todos los países que hablan en español», la considera ya de hecho como himno nacional de Venezuela «cuya letra compuso el ilustre venezolano Andrés Bello». No hubo, que conozcamos, nadie que comentara negativamente esa afirmación o que discutiera, al publicarse, la paternidad bellista atribuida al himno, pero la tradición ha venido señalando después como autor a otro ilustre patriota, mártir de la guerra de independencia, Vicente Salías, miembro de una familia cuya memoria es muy venerada en el país.
Hecho el hallazgo de la publicación de 1874 en la biblioteca de la Universidad de Texas por un valioso investigador, Alberto Calzavara (prematuramente desaparecido), se han emitido diversas opiniones, sin que haya llegado a plantearse un debate formal sobre la autoría del himno. La Academia Nacional de Historia designó una comisión especial para analizar el asunto. Dicha comisión, integrada por Rafael Fernández Heres, Tomás Polanco Alcántara y Manuel Pérez Vila, terminó expresando el 7 de junio de 1988 lo siguiente: «Mientras esa investigación no se haya concluido no parece prudente ningún pronunciamiento para el fondo del problema».
Es de observar que cuando se hizo en París la publicación referida Bello había fallecido en 1865, por lo que no pudo expresar ningún comentario al respecto. En cuanto a algunas observaciones críticas que no admiten la autoría de Bello por emplear un gerundio («la ley respetando»), he sostenido que el uso del gerundio en este caso es correcto, y que existen muchos textos más en los cuales Bello y otros calificados autores de aquel tiempo utilizaron esa forma verbal. Por otra parte, frases como «el pobre en su choza» o «la ley respetando la virtud y honor» coinciden en el fondo con expresiones posteriores de Bello, fiel reflejo de su pensamiento.
Razones estas y otras de peso, y no solamente mi fervor bellista, me llevan a pensar que al hablar del espíritu integracionista de Bello no es ocioso atribuirle aquella afirmación en la que habría de ser «la marsellesa venezolana». No encuentro razón decisiva para no atribuir a Andrés Bello el rol de autor o inspirador —precoz por cierto de este significativo postulado. Es posible que la canción patriótica haya tenido diversas variantes entre 1810 y 1881, pero pensar que fue Andrés Bello el primero en afirmar al proclamar la libertad, que «la América toda existe en nación» le ofrecería otro título excepcional para ser considerado símbolo de integración.
VI
Con gran acierto, y en forma amena y agradable, el autor del libro busca los elementos que constituyen el proyecto cultural de don Andrés Bello a través de las etapas caraqueña, londinense y chilena de su vida. No es «una biografía más» de Bello, sino una excelente biografía.
Esto lo lleva, naturalmente, a «plantear con datos diferentes a los de la época colonial el problema de las relaciones del hombre de cultura con el poder, no sólo en el período heroico de guerras de la independencia, sino más tarde en el período más opaco de emergencia del Estado».
Porque a Bello tocó lo que poco pudieron alcanzar otros próceres de su generación: el planteamiento de las instituciones de los nuevos estados, la edificación del aparataje jurídico y social que debiera encaminar con éxito los usos colectivos coloniales a los comportamientos de entidades políticas independientes.
Necesariamente, aborda el profesor Bocaz el tema de la opinión de Bello sobre la monarquía. Porque don Andrés no fue de quienes la consideraban un régimen funesto. La visión del poeta colonial en la oda A la vacuna y en el poema Venezuela consolada, y del historiador colonial en el Resumen de la historia de Venezuela, reconoce «la valoración positiva de los intentos reformistas de la corona española en Venezuela».
Él no tenía por qué arrepentirse de haber expresado ese reconocimiento. No consideraba el sistema monárquico en sí mismo como abominable. Y lo preocupaba para los nuevos estados la cuestión de la estabilidad. Por supuesto, quedó muy claro para él que la monarquía no tenía destino en América.
Aunque, como dice Bocaz, «Bello no es un actor de la vida política contingente ni aspira a serlo», consciente de la inmensa tarea por realizar y de la importancia rectora que le otorgó la oligarquía chilena, su preocupación en la necesidad de «combinar un gobierno vigoroso, con el goce completo de una libertad arreglada; es decir, darle al poder fuerza para defenderse contra los ataques de la insubordinación, producida por los excesos de la democracia, y proporcionar a los pueblos y a los hombres recursos con qué preservarse del despotismo». «Partiendo de una constitución que echó bases firmes a la vida del Estado, suprimiendo todo lo que puede ser alterado en el tiempo, dejándolo a la disposición de leyes especiales que se varían según las circunstancias, …y conservando únicamente lo que en la versatilidad de la condición humana se puede considerar como permanente».
En consecuencia, participó, en rol protagónico, en la creación de una legislación adecuada a los tiempos y sólidamente enraizada en la índole del cuerpo social.
Preocupado intensamente por la administración pública, fue no solamente legislador, sino realizador del Estado. Uno de los volúmenes de la edición caraqueña de sus obras completas contiene «textos y mensajes de gobierno», coleccionados, atribuidos a Bello, y prologados, nada menos que por Guillermo Feliú Cruz.
La imagen espantosa de la anarquía lo conturbaba, como conturbó también a Bolívar y como había conturbado a Miranda. El gran mensaje del proyecto político de Bello podría sintetizarse en un Estado sólido y estable, una libertad garantizada plenamente, una administración competente y progresista, y la visión permanente de un destino mejor para nuestros pueblos.
VII
El libro del profesor Bocaz recorre, como un compañero de viaje que anota en su agenda detalles expresivos y humanos, un proceso vital en que no se pierde un solo día, y en que todas las circunstancias y vivencias van engarzándose, para redondear la impresionante tarea que le fue asignada por la Providencia. Desde «el callejón de las Mercedes» en Caracas’, revive, engarzado en el brazo del viajero, los sitios más caros en las etapas de aquella prodigiosa existencia: la casa de Miranda en Londres (Grafton Street), su biblioteca en Santiago, o Peñalolén, «casita de vacaciones» de la familia Egaña, a la que dedicó frases poéticas.
No olvidemos que concluida la formidable etapa londinense de su vida «echaba de menos algo de la civilización intelectual de Caracas en la época dichosa que precedió a la revolución» (carta escrita a su llegada a Santiago de Chile a José Fernández Madrid, el 20 de agosto de 1829). Precisamente, por la formación obtenida en Caracas, Bello pudo lograr en Londres, para esa época «capital cultural», como la califica acertadamente el autor de este libro, superarse aún y madurar más, para «su ulterior aplicación a una realidad específica americana». Porque bien lo dice el profesor Bocaz: «Su marcha americanista es inexorable».
Renovar el conocimiento amable de la figura humana de Bello y resaltar su altísima cuota en la forja de la conciencia cultural de América es una idea feliz de quienes tienen el honor y la responsabilidad de ostentar su nombre en el ámbito de la cultura, de la educación y de la ciencia.
Mucho se ha escrito sobre Andrés Bello. Lo cierto es que por todos los ángulos sigue siendo un tema inagotable. Recordar lo que significó su existencia desde el 29 de noviembre de 1781 en Caracas hasta el 15 de octubre de 1865 en Santiago de Chile, con un intermedio que he denominado «la incomprendida escala» en Londres entre 1810 y 1829, constituye una fuente copiosa de motivos para la reflexión y la acción. Como lo dice este volumen: «A más de dos siglos de su nacimiento, el Maestro adquiere estatura de un gigantesco creador de sentido para una comunidad que dilata su radio desde su barrio natal en Caracas hasta las naciones surgidas del desmembramiento del imperio español». «A la entrada del nuevo milenio —concluye con clara percepción—, cuando la intemperie de una nueva mundialización reclama en América una perentoria reflexión sobre la organización de la cultura nacional y regional, Andrés Bello es todo menos una figura del pasado».
Es la verdad. El Maestro está vivo. Su enseñanza sigue proyectando rutas iluminadas en el dilatado horizonte de la patria común. Por eso cerramos estas consideraciones con unas palabras del Convenio Andrés Bello: «Hoy somos conscientes de que fronteras —a veces imaginarias— separan a los seres humanos del entorno y de los demás. Hay palabras y momentos mágicos que logran derribar esas barreras y nos permiten el placer de encontrar al otro mediante la definición de la diferencia.
Ese es el gran reto: reconocernos en nuestra multiplicidad cultural, científica, tecnológica y educativa para que el intercambio entre naciones permita el crecimiento paralelo, la cooperación recíproca y la integración».
El nombre de Andrés Bello es título de legitimidad para logar el cumplimiento de este compromiso histórico.
Rafael Caldera
Caracas: mayo de 2000
- Bello. Obras completas, v. XV, 1984, p. LVIII.
- En mi primer gobierno (1969-1974) tuve la satisfacción de decretar y de construir un hermoso edificio para el Ministerio de Educación y una sede para la «Casa de Bello» en la manzana donde discurrieron los primeros veintinueve años de la vida de Bello, y en el segundo (1994-1999) inauguré al frente una hermosa plaza, a la que di el nombre de Juan Pedro López, abuelo del pintor.
- Es impresionante el propósito obsesivo de volver a América en un hombre que vivió casi veinte años en Londres. Allí se casó, enviudó y se volvió a casar; sus dos esposas fueron de las islas británicas, y tuvo varios hijos nacidos en Londres, para quienes quería una formación sustancialmente latinoamericana.