Rafael Caldera en el día de su grado de Abogado y Doctor en Ciencias Políticas, con sus dos hermanas, Rosa Elena y Lola, y su padre biológico, Rafael Caldera Izaguirre (25 de abril de 1939).

Rafael Caldera Izaguirre

Homenaje de piedad filial

Discurso en el Centenario del nacimiento de su padre en San Felipe, estado Yaracuy, el 18 de septiembre de 1975.

En mi propio nombre, en el de mi esposa e hijos; en el de mi madre adoptiva; en el de mi hermana Lola, su esposo, Arturo Ramos Maggi, y sus hijos; en el de mi cuñado José Ángel Ramírez, viudo de mi hermana Rosa Elena, y sus hijos; en el de mi hermano Luis Manuel Mendoza, su esposa y sus hijos, quiero expresar las gracias más profundas del corazón por los homenajes que se han rendido en nuestra tierra natal a mi padre, con motivo de este centenario. De manera especial, mi gratitud para el Colegio de Abogados, que siempre tuvo distinción especial para el viejo abogado yaracuyano que fue Rafael Caldera. Se le otorgó con distinción especial el número uno, en una modesta boleta de inscripción firmada por el Dr. Ramiro Montesinos como Presidente y por el Dr. Ángel Petit como Secretario, el 2 de febrero de 1935. La conservaba siempre él y la llevaba consigo entre las escasas pertenencias que lo acompañaron en su peregrinar. En la ocasión de su fallecimiento, en 1942, el Colegio emitió un generoso acuerdo de duelo, suscrito por distinguidos colegas, algunos de los cuales se encuentran presentes en este mismo acto. Estoy viendo a Mario Cordido, a Bartolomé Salom, que, si recuerdo bien, formaban parte de la Junta Directiva de la corporación, que tuvo nobles palabras de encomio para el abogado que acababa de fallecer. Quiero dar las gracias al señor Presidente del Colegio por sus palabras sumamente nobles y generosas.

Al señor Obispo de la Diócesis, por la solemne ceremonia religiosa y por su profunda y emotiva oración en el acto celebrado en la Catedral. A Manuel Rodríguez Cárdenas, amigo y conterráneo, escritor y poeta, académico, orgullo de nuestro Yaracuy y de sus letras, por ese discurso tan bello, tan sentido, tan desbordantemente afectuoso, que ha pronunciado para darle rotundo contenido a la tarde de hoy. Para todos los que han participado en la organización y preparación del homenaje, especialmente Nicolás Perazzo, cronista de San Felipe, que tomó el asunto como suyo y que escribió hermosos conceptos acerca del viejo San Felipe y del viejo Caldera; para José de la Cruz Reyes y los demás escritores que han tenido también párrafos que comprometen nuestro agradecimiento; para los familiares que han querido acompañarnos en esta Jornada; para los amigos que han venido también, especialmente desde Barquisimeto y desde Caracas, para aumentar con su presencia el esplendor de esta celebración que me llega muy hondo y que tenía que hacerse aquí en el Yaracuy, porque mi padre fue un hombre muy sanfelipeño. Tenía orgullo de su raíz, sembrada en este valle. Como buen sanfelipeño, tenía sangre mezclada con la de otras regiones del país. Su bisabuela era una muchacha de Guayana. El bisabuelo metido en la Guerra de la Independencia la encontró allá, durante su estancia en el mismo año del Congreso de Angostura. Su abuelo Caldera era hombre venido de los valles del Tuy. Su esposa, Rosa Sofía Rodríguez Rivero, era hija de un médico ejemplar, nacido en Macarao y aquí sembrado, y nieta de un magnánimo prócer federal nacido en Píritu de Coro que dejó más el recuerdo de su bondad que de su lucha en los azares de la guerra.

Pero dentro de todo este venezolano conjunto, mi padre se sentía profundamente atado a la vida de San Felipe. Tenía algo raigal aquí: el origen de su gente llegada de Guipúzcoa a los pocos años de la fundación de aquella soberbia ciudad cuyas ruinas hemos descubierto para la admiración y recreo de los habitantes de la región y que seguía llamándose San Felipe El Fuerte en los documentos oficiales, aún después del terrible terremoto del 26 de marzo de 1812. Hemos encontrado, por ejemplo, en el expediente del Montepío de mi tatarabuelo, inválido por la lucha de la Independencia a consecuencia de una herida recibida en la batalla del Yagual, la mención, años más tarde, de que era natural y vecino de San Felipe El Fuerte, aunque ya la fortaleza de la vieja ciudad había sido quebrantada por el sismo y apenas estaba naciendo en estos mismos aledaños que avanzaba hacia el cerro, una nueva ciudad como testimonio de coraje y de esperanza.

El Yaracuy lo ató en tal forma que, recién graduado de abogado, comprometido a ir a ejercer en Caracas en uno de los mejores y más acreditados bufetes de la capital, no pudo resistir el deseo de quedarse y aquí se plantó.

Huérfano desde muy temprana edad: la delicada salud de la madre apenas resistió breve tiempo después de que él naciera; el padre, emprendedor, activo, que dejó recuerdos de su estupenda voluntad de empresa, falleció también cuando él apenas era un niño. Quedó encomendado a sus tías, muy recordadas por viejos sanfelipeños que todavía andan por allí: Dolorita y Solita Caldera. La una murió soltera; la otra casó con su primo Tesalio Fortoul Zumeta, que usaba el título de General a la usanza de los políticos del tiempo y que ocupó la presidencia del gran Estado Lara en el periodo de Andueza, por allá en 1890.

Tesalio, como mi padre le decía, su tío, su tutor, su padrino, lo llevó a Barquisimeto donde todavía adolescente, le sirvió de Secretario Privado. Allí empezaron sus vínculos, que mantuvo siempre, con la gente del Estado Lara. Mi padre en una ocasión volvió a Barquisimeto en ejercicio de la carrera judicial, porque ejercicio profesional casi no tuvo sino que la mayor parte de su vida de abogado la dedicó a la judicatura, a la que sirvió entre el Yaracuy, principalmente, el Estado Lara, Carabobo (en Puerto Cabello) y, en sus últimos años, Guárico (en San Juan de los Morros), donde encontró un oasis final para su largo andar por los caminos de Venezuela.

Y fue evidente que ese San Felipe que nos ha descrito Manuel Rodríguez Cárdenas, aquel Yaracuy que fue Sección del gran Estado Lara y que logró después la reconquista de su autonomía gubernativa; ese Yaracuy pequeño y pobre, tenía gente notable, de importancia. Hago mías las palabras del poeta académico: hombres verdaderamente dignos de veneración y de respeto. «Hombres sabios, ilustres, valientes, distintos en la altura de su grandeza pero identificados todos ellos por la fe en su tierra y el amor al servicio común». Y gobernaban con seriedad, con dignidad; se sentían comprometidos con pueblos que en medio de su debilidad aspiraban a un gran destino.

Muchos amigos tuvo mi padre en todos los niveles sociales, porque si es cierto que las figuras prominentes que auparon estas tierras le dispensaron su cariño y su aprecio, su nombre quedó muy sembrado también en los barrios populares, adonde iba en sus ratos de esparcimiento y en donde, si en algún momento se sentía entusiasmado y pródigo, lo usual era manifestarlo en atender a tanta madre de humilde hogar, a tanto habitante de los alrededores de la ciudad, a los cuales quería hacer llegar el testimonio de su afecto y —por qué no decirlo— de su bondad.

La muerte de mi madre tronchó su vida en una nueva fase. Apenas cinco años de matrimonio. Y después le faltó el estímulo para poner en plenitud de rendimiento todo el caudal de su capacidad. Pero esa vida, que después entregó casi en la totalidad al servicio de su profesión jurídica a través de la actividad tribunalicia, tuvo el sello de la honestidad, de la bondad, de la rectitud. Creo que fue sincero el testimonio del Colegio de Abogados cuando él murió. Porque en la Administración de Justicia, en medio de las dificultades de los tiempos y de la humana corruptela, nunca se dijo de él que prevaricara. Y alejado como estuvo de la vida política activa, sin embargo, se recuerda que puso entereza para renunciar al cargo judicial cuando tuvo la sospecha de que pudiera ser objeto de presiones para que sirviera en forma contraria a su conciencia.

En la vida intelectual, como los jóvenes de su generación, amó las letras, la prosa, la poesía. Algunos de sus versos los ha recordado Manuel Rodríguez Cárdenas. Entre sus discursos que encontré manuscritos y dispersos después de su muerte, había algún poema, con el estilo literario característico de la época que le tocó vivir. Es impresionante el que a los veinte años hubiera podido co-dirigir una revista literaria donde se estrenaban firmas como las de Fernando y Santiago Key-Ayala y otros altos valores de la literatura nacional. Después, la actividad literaria se quedó para alguna páginas de álbum, siempre impregnada de amor hacia las bellas formas y de sensibilidad llevada al más alto grado de ternura, y para los discursos de circunstancia, porque en el pequeño San Felipe de entonces, donde oímos en más de una ocasión al doctor Tiburcio Garrido, Don Armando Garrido, el Procurador Peña Robles, y algunos otros, que siempre estaban a la disposición para decir unas frases hermosas, a papá le correspondió hablar en no sé cuántas ocasiones.

Lo encontramos pronunciando un discurso en la inauguración del viejo Palacio de Gobierno, o en la del Colegio Montesinos. Lo hallamos despidiendo como ex-Presidente Provisional del Estado al doctor Rafael Garmendia Rodríguez, cuando entregó el Gobierno a Torrelles Urquiola. Por cierto, para mí, tal vez el más bello y más logrado de sus discursos, rindiendo testimonio en nombre de la conciencia yaracuyana no a un hombre que llegaba al poder sino a un hombre que dejaba el gobierno, después de una gestión breve pero altamente estimada por todos nuestros conterráneos. Habló para recibir a Monseñor Alvarado cuando era Provisor y Vicario General de la Diócesis; volvió a hablar para recibirlo cuando vino en visita pastoral como Obispo y fue también el orador para recibir a Monseñor Dubuc cuando visitó esta región como nuevo Obispo de Barquisimeto.

Habló en la inauguración del Hospital y tuvo frases llenas de dulzura para las Hermanitas de los Pobres. Habló en nombre de Don Severiano Giménez, sobre calles y obras realizadas en esta pequeña ciudad para entregarlas al Concejo Municipal. Habló en algunas Bodas de Plata matrimoniales y en otros actos de interés social, dentro de la manera especial de ser, característica de aquel pueblo que entonces era pequeño, como dice en el título de un hermoso libro, Manuel Rodríguez Cárdenas. Un hermoso libro que fue editado, por cierto, por ese irreductible yaracuyano que es el anterior Contralor General de la República, Manuel Vicente Ledezma

Su opinión política estuvo enmarcada dentro de las circunstancias de la época. En sus primeros artículos se proclama apasionadamente afiliado a la causa liberal. Habla, expone la renovación del gran Partido Liberal, el rescate de los valores morales y cívicos que se habían perdido en el declinar de aquella colectividad. Más tarde, como muchos jóvenes venezolanos, se entusiasmó con el lema de «nuevos hombres, nuevos ideales, procedimientos nuevos», que trajo la Revolución Restauradora del General Cipriano Castro. Pero al poco tiempo militó en las filas de los ejércitos de la Revolución Libertadora. Estuvo acompañando a su amigo de toda la vida y jefe político, el General Pedro Lizarraga. Tengo la impresión de recordar el relato que hacía, de haber estado presente en la reunión del Estado Mayor que se celebró entre los jefes de la Libertadora antes de la batalla de la Victoria, cuya pérdida puso fin a aquella empresa de liberación y abrió el camino a la consolidación de un largo gobierno autocrático.

Después, más por compromisos regionales que por vinculaciones nacionales que nunca llegó a adquirir, pagó como tantos otros su tributo al hecho interminable de la «Rehabilitación Nacional». Tributo pagado en los discursos pero alejado de actividades verdaderamente políticas pues, como lo he señalado antes, se dedicó casi exclusivamente a su misión de juez, y a través de ella, tengo la convicción de que dio ejemplo de rectitud, de integridad, de voluntad de cumplir el precepto romano en no dañar a nadie y dar a cada uno lo que le corresponde.

Con este breve recuerdo de sus hechos, de su vida, apenas me faltaría añadir que a principios de 1936, cuando su condiscípulo José Ramón Ayala fue nombrado Ministro de Instrucción Pública por el Presidente López Contreras que acababa de asumir el poder, fue enviado a un cargo docente al Oriente de la República y estuvo en Maturín durante algunos meses. Ya no se sentía con fuerzas para luchar en una nueva realidad como la que la vida liceísta presentaba y regresaba hacia Caracas cuando hizo una escala en San Juan de Los Morros; allí, quien había sido también su condiscípulo (en la asignatura de Medicina Legal, que veían antes conjuntamente los estudiantes de Medicina y de Derecho), el Dr. Rafael Zamora Arévalo, lo instó a quedarse allí. Y en San Juan de los Morros pasó casi todo el resto de su vida, rodeado de afecto, de respeto y de consideración muy especial.

En esta noche yo tengo que decir que el acto de mayor generosidad que un padre pudo haber tenido fue el que él realizó con nosotros sus hijos. Cuando murió mi madre, al poco tiempo falleció la tía Solita, a la que nos enseñaron a decir «abuelita» y que era la única sobreviviente de la vieja familia. Mis hermanas pasaron pronto al solícito cuidado de nuestra tía Ana Elodia y nuestro tío Daniel, pero papá quiso conservarme a su lado para tener su hogar. Al cabo de dos años entendió que no era posible querer suplir, un hombre de 44 años, en un hogar que no podía atender de lleno, el afecto que otro hogar me ofrecía. Accedió a dejarme con mis tíos y padrinos Tomás Liscano y María Eva. Sabía el afecto inmenso que él y su esposa tenían por mí y, para darme un hogar, renunció a mantener el suyo. Dios lo recompensó con nuestro afecto, con nuestra devoción y con la satisfacción de tener en el mío su propio hogar, donde murió.

Acababa yo de contraer matrimonio, cuando fue a pasar con nosotros su última enfermedad. Murió como cristiano, con entereza, con serena resignación. Así como su conversación era fama en las viejas tertulias de San Felipe, desde la casa de Emilio González Viur hasta la de Ferdinán Torrealba, pasando por Antonio Rodríguez o por la Farmacia Olivares o por la Farmacia Rodríguez, donde se reunía la gente importante de la ciudad para trasmitirse las noticias y analizar los acontecimientos, así fue fluida, limpia, inagotable, su conversación en la última etapa de su vida. Mucho habló conmigo; día a día estaba siguiendo las incidencias de la discusión del Proyecto del Código Civil en el Congreso, en la que me correspondió participar, y día tras día sus consejos me mostraron la claridad de su criterio y lo hondo de sus conocimientos. Conversó largamente con su médico de cabecera, el Dr. Temístocles Carvallo, hombre de una calidad estupenda, y con el sacerdote que le dio mucho consuelo espiritual, el Padre Manuel Aguirre, quien conservó un gratísimo recuerdo de él. Cercana ya la muerte, me dijo: «Hijo, no te dejo un centavo. Mi padre tuvo bienes y se perdieron, pero no te dejo un enemigo». Era preferible. Una riqueza invalorable.

En esta ocasión del Centenario de su nacimiento, me siento feliz de que aquí en su pueblo, que tanto quiso, haya todavía tanta gente que lo recuerda con afecto. Este afecto nos compromete más a todos sus familiares con esta tierra que admiramos y amamos. Tierra de paso para muchos, hogar para los que lo perdieron y lo dejaron por la inclemencia de la vida en otros lugares del país o del mundo. Tierra generosa y buena, digna del mejor destino. En esta conmemoración que tan noblemente el Colegio de Abogados del Estado Yaracuy ha querido hacer, como lo señaló también el señor Obispo en sus palabras en la Catedral, en el centenario del nacimiento de un yaracuyano completo, no puedo hacer otra cosa para expresar mi gratitud profunda, que la de formular mis mejores votos para que se haga mucho por esta tierra que tanto necesita.