Rafael Caldera, Merideño Integral
Discurso pronunciado por el alcalde Jesús Rondón Nucete, en el Hotel Prado Río, el 18 de octubre de 1981, en ocasión de imponer a Rafael Caldera la Orden Ciudad de Mérida.
Primeros contactos
Una tarde de finales de noviembre de 1936 un joven a punto de cumplir veintiún años, aventajado estudiante del Derecho en Caracas, llegó a Mérida acompañado de algunos amigos para tomar contacto con los estudiantes de la Universidad andina. En aquel despertar del país, venía Rafael Caldera, junto con Pedro José Lara Peña, Eduardo López Ceballos y Carlos Rodríguez, todos dirigentes de la Unión Nacional Estudiantil, a conocer mejor la realidad venezolana, a revitalizar ideas y a sembrar inquietudes. Logró mucho más que eso. En pocos días conquistó un liderazgo que continuamente se ha afianzado y que ya tiene casi medio siglo.
Era entonces difícil el viaje. Accidentadas carreteras de tierra que a ratos cruzaban áridas y desiertas llanuras solo sembradas de cardones y que más adelante se montaban por sobre los altos páramos cubiertos de neblina donde florecen los frailejones, convertían la travesía en una emocionante y peligrosa aventura. Pero había fe en el alma y tenía voluntad el cuerpo. Por eso, podía iniciarse la jornada que con los años se haría trascendente y de dimensión nacional. La misión estaba trazada:
«Los estudiantes de hoy, dirá el joven Caldera a su regreso a la capital, serán la clase directora del mañana. Si se quiere que sobre ella pese la responsabilidad de la formación de una patria grande, preciso es imprimirle a los componentes de hoy, un sentido, una orientación, una conciencia nacional que la faculte para una labor de conjunto en el avance. Tal ha sido una de nuestras mayores preocupaciones de siempre y que hoy hemos satisfecho en parte, al estrechar nuestros vínculos con el estudiante andino, en cuyo seno encontramos no solo una calurosa acogida, sino una amplia comprensión, que les hace honor a su terruño y a sus hombres»
(Ensanche de nuestro horizonte estudiantil, U.N.E. Número 15, 12 de diciembre de 1936).
Se trataba, pues, de recoger hombres y de formar equipos. De sembrar ideas sociales, como diría después el padre Manuel Aguirre Elorriga al referirse a aquella tarea de difusión de la doctrina social de la Iglesia. De preparar la organización de un vasto movimiento popular para la acción política.
Poco tiempo duró la estadía. Menos de una semana porque había que llegar hasta San Cristóbal y el camino era largo. Solo los días necesarios para entablar los primeros contactos y dictar algunas charlas. No obstante, los jóvenes uneistas pudieron acercarse respetuosamente a aquellas dos grandes figuras de la ciudad —Don Tulio y Monseñor Chacón— por quienes sentían una profunda admiración. Veinticinco años más tarde todavía estaba fresco el recuerdo.
Con extraordinario cariño Caldera evocará la visita al patriarca de nuestras letras:
«Lo tengo grabado en mi memoria, en su sillón de suela, sembrado como una semilla de bondad y de ciencia, dentro del almácigo interminable de sus libros. Estaba viejo ya. Había cruzado las bodas de diamante y se preparaba a rendir cuenta serena, nutrida y clara de su vida, a Aquel de quien venimos. Las blancas paredes encaladas y los rojos ladrillos recordaban su Mérida de siempre; su menuda figura, abrigada con espesa bufanda, cubierta con sencilla gorra, los pies menudos ocultos entre las pantuflas caseras, casi no dejaba mostrar como testimonio material ante nosotros otra cosa que sus ojos, pequeños y vivaces, sus manos blancas, finas, pequeñas y expresivas, pero, sobre todo, su voz: su palabra, que era el mensaje paternal y afectuoso de la patria, de la realidad de una patria que nadie como él había penetrado tan hondo y que le daba a la acción de su juventud recientemente incorporada el sentido de un deber histórico»
(En el Centenario de Don Tulio Febres Cordero. Discurso pronunciado en el Aula Magna de la Universidad de Los Andes, 31 de mayo de 1960).
Aquel viaje fue el inicio del vínculo y del liderazgo. Se trabaron entonces las primeras amistades y se crearon los primeros grupos de seguidores. Estaban formados por jóvenes de noble y leal espíritu que hoy —cuarenta y cinco años después— le siguen siendo inquebrantables fieles. Aquí está para testimoniarlo, Carlos Febres Pobeda, de aquella primera cosecha. Pero, por encima de todo, surgió un sentimiento de admiración del hombre por la ciudad. Ya había oído su elogio, brotado de corazón ingenuo, de labios de su padre adoptivo, cuando todavía niño había hecho su primer viaje a Los Andes. El paisaje que fue apareciendo entonces a sus ojos a lo largo de la ruta de Timotes, Chachopo, San Rafael, Mucuchíes, Mucurubá y Tabay lo cautivó. Imponente le pareció aquel monumento natural sobre el cual afinca sus garras el águila que sostiene en su pico la efigie del Libertador. Cautivante fue el descubrimiento de las coronas nevadas en límpida mañana de frío, cielo y azul. La ciudad, con sus profesores y estudiantes, sus gentes juntas y sencillas, sus casas bajas y calles empedradas, le produjo una impresión inolvidable.
Vinculación permanente
Muchas veces después regresó Rafael Caldera a Mérida. Las más como dirigente político o como candidato presidencial de su partido. Pero no pocas como profesor universitario para dictar cátedra en tribuna ilustre. Y en algunas ocasiones se valió del incógnito para gozar del paisaje o para recrear sus ojos ante el panorama que solo puede observarse desde las altas cumbres andinas.
En octubre y noviembre de 1947, durante su primera campaña electoral, conoció el fervor de los merideños. Bajo una lluvia de piedras intervino en mítines en Mérida y Tovar. Todavía lo recuerdo en la sala de la casa de Marielena de Mora Márquez.
Nos había llevado hasta él por mandato de mi abuela copeyana, la mano de mi padre que era adeco. A mi hermano mayor y a mí —que apenas alcanzábamos el uso de la razón— aquel encuentro nos causó una emoción perdurable. En octubre de 1952, en un solar del Barrio de Barinitas, condenó la dictadura y llamó a combatirla con los votos.
En abril del año siguiente, en una vieja casa de Belén, enfrentó los argumentos de algunos de sus más antiguos seguidores y salvó para la dignidad y la democracia al partido que había fundado. Allí estuvieron junto a él Marianita Mendoza, ida en la hora del triunfo, y Edmundo Izarra, presente siempre en la lucha. En noviembre de 1958 participó en más de veinte asambleas populares. Dos años más tarde, en mayo de 1960 presidió en la Plaza Bolívar de Mérida un mitin en defensa del sistema democrático. En octubre de 1963, encabezó la mayor concentración humana que Mérida haya presenciado en la Plaza de Rivas Dávila. En febrero de 1965 vino a Mérida a presidir el Congreso de la Organización Demócrata Cristiana de América, que a proposición suya tuvo como sede esta ciudad.
Tres años después estaba en la Plaza de Toros, llena desde el ruedo hasta las últimas gradas, para dar ánimo a sus partidarios en su más importante campaña electoral y exponer su programa de gobierno en el cual se ofrecían soluciones a los grandes problemas nacionales. Era la víspera del triunfo. No volvería, como dirigente político, hasta junio de 1979 cuando clausuró el mitin de su partido días antes de las primeras elecciones municipales.
Durante esos veintitrés años de intensa vida política recorrió todas las ciudades y poblaciones de nuestra geografía hasta el punto que puede decir que no hay casi pueblo en donde no haya pernoctado. Por carreteras, caminos y trochas llegó hasta las más pequeñas aldeas. En las primeras campañas fue desde Timotes hasta Tabay y desde Ejido hasta Bailadores pronunciando discursos en cada una de las plazas públicas sin protestar jamás por la jornada agotadora que le preparaban sus amigos. Recuerdo que a Tovar llegó en 1958 a las 10 de la noche para hablar a una multitud que lo esperaba desde las primeras horas de la tarde. Venía de Mesa Bolívar y Santa Cruz y al día siguiente iría a Guaraque y Bailadores. Después, cuando la democracia se hizo práctica permanente, dispuso hacer giras particulares por cada una de las regiones del estado.
Debo decir que fue Caldera el primer líder nacional que se adentró, a lomo de mula, por los escabrosos caminos de los pueblos del sur —Canaguá, Mucuchachí, Mucutuy— donde su figura encontró la más firme adhesión. Conoció todos los pueblos surgidos al borde de la carretera Panamericana desde El Vigía hasta Arapuey, subió a los colocados desde tiempo atrás en el piedemonte andino como Torondoy y se adentró por los nuevos camellones hasta los más remotos asentamientos de la tierra llana. En una ocasión visitó todas las antiguas y bellas poblaciones del páramo e, incluso, fue hasta algunas de sus más escondidas aldeas.
Compartió —como nadie— nuestras luchas políticas. Convencido de la necesidad de modernizar la vida política venezolana, convirtió un partido regional, de antiguas raíces, en una organización nacional, orientada por ideas universales, de carácter verdaderamente popular y de estructura adecuada a los nuevos tiempos. Impidió que los merideños diesen su apoyo al gobierno autoritario. Enseñó a los viejos dirigentes —curtidos en la dura y a veces sectaria lucha de los comienzos— a vivir la democracia con el adversario y a servir de sostén al nuevo sistema político. Hizo de Carlos Febres Pobeda y Luciano Noguera Mora magistrados eficientes y probos. Sus lecciones y su ejemplo fueron fundamentales para las nuevas generaciones de merideños. Cuando el materialismo penetraba en las aulas universitarias, vino a proclamar la preeminencia del espíritu, la vigencia del pensamiento cristiano y el respeto a los derechos de la persona humana. Y cuando buena parte de la juventud venezolana, falsamente ilusionada en un triunfo fácil, quiso copiar revoluciones extranjeras, nos pidió defender la democracia, sostener valientemente las posiciones y prepararnos para la transformación y la dirección del país.
Con el voto de una determinante mayoría de merideños conquistó la Presidencia de la República. Fue un triunfo que se tuvo como propio. Casi como la culminación de una empresa que enorgullecía el gentilicio regional. En todo ese tiempo, sin embargo, no descuidó su labor de intelectual y de docente. Ya en marzo de 1958, nuestra Universidad de Los Andes lo había hecho Profesor Honorario de la antigua Facultad de Derecho. En esa ocasión —no debemos olvidarlo— hizo las más elocuente defensa de los andinos por su participación en el acontecer nacional.
«Porque lo cierto es —señaló— que, durante largos años, muchos de ellos cubiertos de tinieblas en toda la extensión de Venezuela, la actitud de los habitantes de la región andina no pudo ser más diáfana. Aquí se ha combatido con ardor por la defensa de las convicciones; pero esas mismas convicciones se opusieron con igual firmeza a la depredación y a la violencia, cuando el despotismo sucedió en las esferas del poder a la lucha ideológica. Escaso porcentaje fue el de quienes no supieron resistir; semejante quizás menor —si se fuera a hacer una estadística— Al que pudo ocurrir en cualquier otro lugar de la República. La palabra empeño se guardó con sacramental reverencia. Su Universidad y sus liceos alentaron el mismo espíritu de independencia que el estudiantado universitario y liceísta mantuvo en depósito de honor a todo lo ancho del territorio patrio, y su profesorado pudo presentarse decorosamente a la hora de revalorización cívica».
(El Mito del Andinismo, Palabras pronunciadas en el Aula Magna de la Universidad de Los Andes, 29 de marzo de 1958).
En 1960 explicó magistralmente la nueva constitución venezolana que en gran medida es hija suya, e hizo en el Aula Magna de la Universidad el elogio de Don Tulio con motivo del centenario de su nacimiento. Un año después presidió en el mismo lugar el VI Congreso Latinoamericano de Sociología, y evocó la figura de Julio César Salas, creador de esa ciencia en Venezuela. Tiempo más tarde, en 1978, en el Colegio de Abogados del estado, analizó la trascendencia de la nueva Ley Orgánica del Poder Municipal.
Algunas veces, Rafael Caldera apareció en Mérida para gozar de su clima, de su paisaje, de sus nubes. Entonces buscó la majestuosidad de los picos nevados o el reposo de las flores de El Valle. Conoció los poetas y los artistas. Hizo amistad con profesores y estudiantes. Escuchó los sabios consejos de los viejos sacerdotes. Apadrinó los hijos de sus antiguos amigos. Oyó contar de labios de los más expertos guías las aventuras de las sierras. Estrechó las manos de los obreros. Entró a las casas más humildes de los barrios marginales. Tomó café andino, saboreó los sabrosos platicos de dulce, comió los quesos ahumados de los agricultores del páramo. En fin, se ganó el corazón de los campesinos que le fueron fieles hasta en las horas más menguadas.
Conoció nuestros valles y montañas y subió hasta las nieves eternas. Sintió el frío de los páramos, la sequedad de las laderas de Lagunillas y Estánquez y el calor de las sierras bajas. Supo de los pequeños riachuelos que se desprenden desde altos riscos para convertirse en caudalosos ríos que se abren inmensos en las llanuras del sur del lago. Vio transformarse la apacible y vieja ciudad de algunos miles de habitantes en la urbe moderna y dinámica que alberga un mundo universitario que se agita, discute y piensa. Presenció el surgimiento de algunos pueblos y la decadencia de otros y analizó los profundos cambios que en nuestra sociedad tradicional y agrícola produjo la aparición de la riqueza petrolera. Asistió a la instalación de las Municipalidades en Canaguá en 1965, en El Vigía en 1966 y en La Azulita en 1967. En fin, vivió todas las emociones de los merideños, pasó por todas sus vicisitudes, hasta el punto que algunos de sus biógrafos lo creyeron nacido «aquí mismito, cerca de algunas de estas calles o a la vera de alguno de nuestros mil caminos».
Él mismo dijo en memorable ocasión:
«Me he sentido merideño completo cuando he visto en días bañados por el sol el espectáculo magnífico de su pueblo desbordado en las calles, acompañándome en inolvidables jornadas de afirmación venezolana. Me he sentido también merideño integral cuando he compartido con otros merideños la lucha a veces áspera por la afirmación de las ideas, por la defensa de las convicciones, por la proclamación del ideal. Yo he conocido para regalo de mi espíritu, la Mérida de los Caballeros… Pero también, para que nada me faltara, he compartido arduas vicisitudes; y hasta podría acreditar que no he dejado de saber a qué se refería la inagotable vivacidad de Monseñor Pulido cuando hablaba algún día de la Mérida de «los cabilleros». Más de una vez he recogido flores que con donaire dejaban caer a nuestro paso gentilísimas manos; pero no sería merideño curtido si no hubiera oído también roznar piedras y si en alguna oportunidad, borrada ya en las crónicas… no hubiera visto cerrarse en torno mío una muralla humana cuando sonaba el disparar de algunas balas, recordatorio de que la lucha es seria y de que no se trata solamente de confrontar ideas, sino de abrir caminos…»
(Vivencia Merideña, Discurso pronunciado en la Asamblea Legislativa del estado Mérida, 11 de febrero de 1966).
Hijo de esta tierra
Por eso, Rafael Caldera goza aquí del respeto y la admiración sincera de todos, aún de quienes no comparten sus ideas y sus luchas. Prueba de ello es que recibió por decisión unánime de la Asamblea de la antigua Facultad de Derecho el Profesorado Honorario de nuestra Universidad, título que lo vincula definitivamente a nuestra ciencia y a nuestra cultura y que igualmente por decisión unánime de la Asamblea Legislativa del estado le fue conferido el de Hijo Ilustre de Mérida, lo que dio legitimidad a su condición de hijo de esta tierra. Y también, manifestación de esos sentimientos es esta mesa de la hospitalidad a la cual ha convocado la totalidad de la representación de la ciudad en ocasión de recordar sus orígenes y de honrar, en la figura del capitán fundador, a los hombres y mujeres que la hicieron nacer.
Durante los años en que le tocó presidir los destinos del país, Rafael Caldera manifestó especial preocupación por Mérida. En este sentido, cuidadosa fue su escogencia de los hombres a quienes confió la Gobernación del estado: en primer término, Germán Briceño Ferrigni, perteneciente al grupo que comprometió su acción desde los momentos iniciales; y más tarde, Bernardo Celis Parra, de las nuevas generaciones que supieron recibir el mensaje del líder. Ambos fueron excelentes magistrados y realizaron una meritoria labor en beneficio del pueblo merideño. A la hora de juzgar su obra con la objetividad que imprime el tiempo se hará justicia a sus nombres y la discusión que suscitó en un momento de pasiones se entenderá como hecho normal dentro del ejercicio de la democracia.
Preocupación de gobernante
Aquel fue un gobierno de enorme proyección para Mérida. En solo cinco años se transformó la ciudad. Sus límites se ampliaron respetando una dimensión humana. La Otra Banda quedó unida al viejo casco central por el primero de los viaductos que hoy cruzan el Albarregas, que se continúa en las Avenidas Campo Elías y Cardenal Quintero. Y Santiago de la Punta se integró a la Ciudad por la Avenida Andrés Bello que abrió espacios al desarrollo urbano. Mérida se embelleció con nuevos parques como el Jardín Acuario y realizaciones como el Museo de Arte Moderno que, además, contribuyeron a fomentar el turismo como industria fundamental. Se constituyó el Instituto de Investigaciones Astrofísicas, cuyos telescopios se instalaron en Llano del Hato, se construyó la sede de la Facultad de Ciencias Forestales y se impulsaron los trabajos del complejo universitario de La Hechicera. Los servicios públicos se ampliaron y mejoraron notablemente. Se edificó el Cuartel de Bomberos.
Y se dotó y puso en funcionamiento el Hospital Universitario de Los Andes. A esto se agrega una extraordinaria obra de contenido social y proyección popular que no siempre ha sido reconocida. Basta decir que entonces se levantaron miles de viviendas para atender una necesidad prioritaria de las clases de menores recursos. Allí están, entre otras, como muestra de esa preocupación por las gentes del pueblo las Urbanizaciones Humboldt, Carabobo, Santa Mónica y Los Curos.
Ocurrió lo mismo en el interior del estado. Cada ciudad, cada pueblo y cada aldea sintieron la acción gubernamental. No es ésta la ocasión para hacer una relación de las obras. Edificios para escuelas y liceos, locales para dispensarios y médica duras, estadios y campos deportivos, parques y plazas públicas, acueductos y cloacas, vías urbanas, carreteras y caminos de penetración. Podrían citarse solo, como ejemplos, la electrificación de los pueblos del sur, el programa de saneamiento de las tierras llanas del Norte, la renovación de Jají, la construcción de la represa de Santo Domingo, la creación del complejo recreacional de Palmarito, la ejecución del Parque de Bailadores, el inicio de los trabajos de la vía de enlace con la carretera panamericana, la construcción del gimnasio cubierto de Tovar, la apertura de la escuela granja de La Azulita y las primeras organizaciones obreras de El Vigía. Todas las exigencias fueron atendidas: educación, salud, vivienda, recreación, deporte, vialidad, comunicaciones, electrificación, saneamiento ambiental.
Como Presidente de la República Rafael Caldera visitó seis veces el estado Mérida: en mayo de 1969, en octubre de 1970, en enero, septiembre y diciembre de 1972 y en noviembre de 1973. Una vez en 1972, pasó su cumpleaños rodeado de familiares y amigos, en Bailadores, cuya belleza siempre le ha llamado la atención. En septiembre de ese mismo año, cumplió con un deber de cristiano y amigo al asistir en nuestra Catedral Metropolitana a las exequias del Excmo. Dr. José Rafael Pulido Méndez a quien llamó «hombre verdaderamente excepcional (de) gran cultura y profundos sentimientos humanos» (Rueda de Prensa, 31 de agosto de 1972). Hizo lo mismo tiempo después, en marzo de 1977, cuando murió el Excmo. Sr. Dr. Acacio Chacón por quien sintió entrañable afecto y especial devoción.
Durante aquellas visitas de nuevo recorrió toda la geografía regional. A veces por las mismas carreteras de siempre, otras por nuevas vías de reciente apertura. Era como volver sobre los pasos andados: saludar a los amigos de años, conocer los nuevos dirigentes, recordar a los compañeros ya idos, acariciar las cabecitas de los niños parameros de rostro redondo y colorado que casi desde la cuna aprenden a corear su nombre. Las mismas inquietudes del muchacho de veintiún años. La misma y renovada preocupación por los problemas económicos y sociales de los humildes. Experimentó, sin duda, satisfacción por la obra cumplida en beneficio de todos. Pero, me atrevo a asegurar que sintió angustia ante la miseria, la ignorancia y la marginalidad que todavía afectan a gran parte de nuestra población. En esas giras llegó hasta los más apartados pueblos como Mesa Bolívar, Palmarito, Jají o Canaguá. Quería cumplir su compromiso con todos. Al término de su mandato, confirmó su predicción de que no todo podía ser logrado y que aún quedaba mucho por hacer. De allí el duende de la vigencia, del mantenimiento del liderazgo para la obra del porvenir.
Señor Dr. Rafael Caldera
Mérida le ha honrado en muchas ocasiones anteriores. Su Asamblea Legislativa le hizo Hijo Ilustre. Su Universidad de Los Andes le tiene como Profesor Honorario. Hoy le entrega su máxima distinción: La Orden Ciudad de Mérida. Solo se otorga a quienes hayan rendido grandes servicios a la ciudad o al país. Pocos pueden recibirla con tantos méritos como los suyos. Mérida, la de Los Caballeros, la que reserva sus títulos, se siente honrada de concederle sus armas, en medalla de oro, a usted que ya tiene el gentilicio por el querer de su pueblo. Dijo hace algunos años:
«Yo he conocido, para regalo de mi espíritu, la Mérida de Los Caballeros y sería imposible enumerar todas y cada una de las muestras de gentileza que he ido recogiendo y que comprometen mi imperecedera gratitud. Mérida ha sido para mí hogar, crisol, lección, estímulo. En horas conflictivas he recibido aquí el calor para la Forja; pero nunca me ha negado su ambiente otro regalo: el de algunas horas —aunque sea— de sedante reposo. Su paisaje, su clima, su aire de montaña los he sentido obrar en mí como un bálsamo de prodigioso efecto. Soy por todo eso, para los merideños, un coterráneo».
Así es, en efecto. Y para testimoniarlo, aquí están compartiendo su mesa hombres y mujeres de todos los sectores y de todas las tendencias. Por eso, permítame imponerle la insignia de la ciudad. Ello implica, para usted y para nosotros, un compromiso: El de seguir siendo la ciudad que somos. Lo señaló usted antes al decirnos: «Queridos amigos: permítanme que ahora cuando ya puedo con derecho hablar como otro merideño más, exprese mi orgullosa convicción de que Mérida seguirá siendo en la patria venezolana Faro de luz, ejemplo de cultura, vivencia de ideal».