Habla Rafael Tomás Caldera
Publicado originalmente por el Papel Literario de El Nacional el 7 de julio de 2019.
Vivimos bajo la sensación generalizada de que Venezuela está al borde de un cambio inminente. Quisiera preguntarle por lo deseable: ¿Nuestro país necesita reconstruirse o requiere de cambios muy profundos, estructurales?
Veinte años largos han pasado, veinte años en los cuales se ha destruido el país. Para quienes despertamos a la vida pública con la caída de Pérez Jiménez, esa destrucción consumada en este tiempo significa además una dura contradicción. Muchas veces oímos a Rafael Caldera alertar, con el mito de Sísifo, cómo la historia del país podía ser un continuo recomienzo: subir una enorme piedra a la cumbre de la montaña para ver cómo, al llegar, rodaba hacia abajo. Una y otra vez. Estamos aquí de nuevo en la situación de tener que volver a empezar, aunque con el convencimiento de que no será igual la sociedad que pueda surgir de este esfuerzo.
Pareciera que estamos al final de una etapa. No se trata de hacer profecías. Es la simple constatación de que, tal como vamos, no se puede continuar. Se insiste, con razón, en que la situación no es sostenible. O da paso a un cambio político o se produce un derrumbe (mayor). En las condiciones actuales de hiperinflación, imposible de manejar por el gobierno, nada detendrá el éxodo que desangra el país. Ni el colapso de los servicios. En cualquier caso, hay que pensar en factores de corrección.
Para ello hay que ahondar en el problema de Venezuela, de naturaleza espiritual. Hugo Chávez no fue un accidente en la historia del país ni el efecto de un virus venido de fuera. Fue fruto de tendencias de nuestra cultura, nuestra manera de ser. Llevó a lo deforme, a lo enfermizo (los daños causados lo muestran), la tendencia a la presunción, que analizó Mario Briceño-Iragorry en su Pequeño tratado. Llegó al poder por su ambición un hombre que no estaba preparado para gobernar. Una vez más, a un siglo de distancia, se repetía aquel nuevos hombres, nuevos ideales, nuevos procedimientos de Cipriano Castro, y con el estro de Neruda se nos anunciaba que Bolívar despierta cada cien años cuando despierta el pueblo. Lo malo fue hacerle caso. Permitirle destrozar las instituciones y la convivencia. ¿Omisión o más bien complicidad?
Oigamos la admonición de Gallegos: «Pero si es cierto que moral y política son dos cosas distintas, llena la historia de casos que lo demuestran, también lo es que en Venezuela un solo nombre ha tenido el grave mal, casi secular, de nuestra vida pública: inmoralidad. Que no ha residido solo —y esto hay que reconocerlo también en alta voz— en los hombres que han pasado por nuestro escenario político, sino también en la colectividad entera que, por entreguista o indiferente o pervertida, ha hecho posibles —incluso cohonestándolos— los abusos de la cosa pública, los atropellos de las personas y la prostitución de los principios desde la altura del poder. Que esto no habría sucedido sin aquello, porque es pedir milagros aspirar a que sea gobernada con rectitud absoluta, con altura espiritual respetuosa de las leyes, respetuosa de los derechos ciudadanos, una aglomeración de hombres que hayan renunciado al fundamental derecho de hacerse respetar como tales hombres, aceptando que se les cotice a precios más o menos bajos, sin contar las ventas gratuitas, y así se les lleve de aquí para allá a hacer lo que en el momento dado se les ordene. Que esto lo llaman disciplina, no siendo sino miseria humana»[1].
A lo largo de estos veinte años, en distintas oportunidades, los sectores democráticos han mostrado dificultades para acordar políticas unitarias frente a la dictadura. ¿Qué explica esta tendencia al desacuerdo? ¿Son negativos estos desacuerdos? ¿Hay en nuestras prácticas políticas una tendencia a la confrontación, aun cuando existan objetivos en común?
La primera dificultad vino de no reconocer lo que se tenía enfrente, como en la parábola del ñu de aquel veterano periodista.
No hay, sin embargo, problema en confrontarse si se tiene una comprensión compartida del bien que se quiere lograr para el país. Comprensión compartida, esto es, objetivos en común, diferente de querer lo mismo, que puede ser un factor de división como cuando todos quieren ocupar el primer puesto. Digamos que es muy distinto identificarse con (la causa de) Venezuela que ver a Venezuela a través (de la causa) del propio yo. Lo primero une, lo segundo siembra división.
En medios de comunicación y redes sociales viene produciéndose un fenómeno: persistentes manifestaciones de nostalgia hacia el país previo a 1999. ¿Es posible que el deseo de cambio oculte, en alguna medida, un deseo de volver atrás? ¿Es retrógrado el deseo de volver atrás?
Ante las ruinas de lo que fue un país en desarrollo surge la nostalgia, fuerza importante en el corazón del ser humano. Nostalgia de un pasado que, como tal, no puede volver, no volverá. Pero también, y sobre todo, nostalgia de unos valores de siempre: la paz, la cordialidad en el trato, la posibilidad de emprender y de ver el futuro sin temor, con optimismo. Nostalgia de nuestra mejor manera de ser, que debemos construir.
¿Qué reivindicaría del período 1958-1998? ¿Es factible recuperar algunas prácticas de esas cuatro décadas?
Es más difícil vivir en democracia y que gobierne la razón —universal, para todos— en lugar de la fuerza con la que se impone mi opinión, mi ventaja, la ventaja de mi grupo. Es más difícil porque requiere esfuerzo cotidiano para sobreponerse a la disgregación. Y, sobre todo, porque requiere valorar y realizar otra forma de vida. Una forma de vida en la cual se aprecia a las personas, su trabajo, su familia, su libertad.
Esa fue la gran lección de la República Civil: cómo predominó la razón por encima de la fuerza; cómo la fuerza estuvo al servicio de la justicia; cómo tuvimos verdaderas instituciones. La democracia como forma política, en un país autoritario, de tradición caudillista, fue posible por la calidad de unos hombres, dirigentes políticos que antepusieron la construcción de la democracia y el desarrollo del país a lo que podían ser sus intereses personales, incluso legítimos. Hombres capaces de enfrentar la maldición de Sísifo y el defecto de la presunción; capaces, por tanto, de continuidad en el esfuerzo por impulsar al país en el camino del desarrollo y de la vida institucional. Enseña Hauriou al tratar de la institución: la subordinación de la fuerza armada al gobierno civil no habría podido ser obtenida nunca por simples mecanismos constitucionales. Es el resultado de una mentalidad, creada por el ascendiente de una idea, la idea del régimen civil unida a la de la paz, considerado como el estado normal.[2]
¿Hay factores o energías en la cultura política venezolana que nos permitan ser optimistas ante la necesidad de cambio? ¿O es razonable la sospecha de que el deseo de un poder clientelar y distribuidor de subsidios, sigue siendo un paradigma de una parte importante de la sociedad?
La democracia fue posible por esos factores o energías. Señalaría dos factores muy importantes a tener en cuenta en adelante: ajustar la vida y la norma; conservar y fomentar la capacidad de diálogo.
¿Fuerzas como la polarización, el revanchismo, la dificultad para escuchar opiniones distintas y la fragilidad de los liderazgos, deben preocuparnos? ¿Pueden ser factores que afecten la perspectiva de cambio?
Para reconstruir la vida del país —la vida política, la vida económica, la vida social— será muy necesaria una ética del trabajo.
Cuando tuvimos el boom petrolero de los años setenta y la ilusión de la Gran Venezuela, se generalizó —por no decir que se impuso, porque no hubo otra imposición que el contagio— una mentalidad de acceso fácil y rápido a la riqueza. Se tomaron malas decisiones que llevaron al ausentismo laboral y a la complicidad con la corrupción.
En un país con poca raigambre tradicional, por el impacto de sucesivas modernizaciones, se perdió el rumbo: el avance en un desarrollo verdadero donde tuvieran prioridad la vivienda, la salud y la educación. Al cabo de unos años, el movimiento ascendente que llevaba la democracia venezolana se estancó y comenzó a incrementarse la deuda social, al tiempo que la dirigencia de los partidos asumía forma de oligarquía, aquellos cogollos que los diversos sectores sociales replicaron.
La política, esa actividad para el gobierno de las sociedades, depende de lo que Eliot llamó prepolítica: la manera de ser, los pensamientos que se cultivan, las costumbres. La Venezuela que sufre el impacto de la bonanza petrolera recibe, al mismo tiempo, el impacto de la revolución en las costumbres de finales de los años sesenta y comienzo de los setenta. Digamos mayo de 1968, como abreviatura de ese conjunto de cambios. En la mentalidad de la gente, la modificación de la moral tradicional. El auge de la sociedad de consumo, que cristalizaría luego en la prédica neoliberal.
La Venezuela del trabajo, de la modestia, del amor por la tierra dio paso a un viajar incansable, al mundo de los tabaratos, a la desmesura en las importaciones… ¿Acaso no se recuerda, no se quiere recordar?
¿No fue ello el antecedente inmediato del cadivismo, las tarjetas, esos cupos que nos eran debidos aunque el país caminara a la ruina?
Se dice que el desafío que enfrentará Venezuela tras el cambio de régimen es inédito. ¿Comparte Usted esa afirmación? ¿Venezuela debe enfrentarse a lo inédito?
En la vida de cada persona y en la historia, cada día es nuevo, cada situación inédita, aunque por supuesto haya elementos que se repiten. La historia es ámbito de libertad, incluso cuando esta es negada.
Lo importante será tener presente que la vida es quehacer, que el orden social hay que edificarlo cada día.
Por eso decía de la necesidad de una ética del trabajo: un modo de ser en el cual sea más importante la persona, y la actividad de la persona, que las cosas, el consumismo, la riqueza. El trabajo nos lleva a construir en común, nos hará más solidarios: como diría Juan Pablo II, a ser todos responsables de todos.
Cuando se asume de manera responsable el quehacer de la propia vida, se puede enfrentar los retos que cada nuevo día, cada nueva situación traen consigo.
Rafael Tomás Caldera
[1] «Un ejemplo de todos los días para todos los días», discurso-programa pronunciado en Barquisimeto el 23 de marzo de 1941, como candidato a la presidencia de la República. En Una posición en la vida, Caracas, Centauro, 1977, vol. I, pp. 164-165.
[2] Cf. Au sources du Droit, Paris, Librairie Bloud & Gay, 1933, p. 104.