Palabras de Rafael Caldera luego de recibir el doctorado de la Universidad Católica Madre y Maestra.
La simple realidad social inserta en la gran realidad cristiana
Palabras al agradecer el Doctorado Honoris Causa, otorgado por la Pontificia Universidad Católica Madre y Maestra de la República Dominicana, 18 de agosto de 1986.
«Madre y Maestra» es el nombre de esta ilustre Universidad, que hoy honra en forma tan obligante a este modesto laico imbuido de pasión por la justicia y de permanente inquietud por la realidad social.
Lo primero es, pues, expresar a su Rector, a sus autoridades y a toda la comunidad universitaria el más profundo agradecimiento.
«Madre y Maestra» intituló su Encíclica el 15 de mayo de 1961, a setenta años de la «Rerum Novarum», el inolvidable Papa de la bondad y apóstol de la renovación que fue Juan XXIII.
El futuro Papa Montini, entonces Arzobispo de Milán, en una presentación de la misma, señalaba cómo la enseñanza contenida en ella, en la secuencia de sus predecesores, partiendo del Evangelio, al «descender de esta fuente divina para llegar a la realidad humana, no teme, sino que busca una fusión, siempre cara al genio católico, de la sabiduría evangélica con la ciencia humana, y logra así expresarse para toda situación histórica y concreta, con palabras siempre adaptadas a la experiencia y a la necesidad del hombre».
«Su Santidad Juan XXIII –dijo también el Cardenal Richaud, Arzobispo de Burdeos–, nos ha propuesto una concepción sintética y mundial de la sociedad actual que está en marcha. Nada de didáctica, ciertamente; nada más que simplemente un bello sueño expresado en un lenguaje tornasolado de poesía y sentimentalidad, más que un planteo de planificación: La simple realidad social inserta en la gran realidad cristiana».
La didáctica arranca de allí; y la está realizando con formidable empuje esta Universidad que en este solemne ceremonia me confiere su más alta distinción, el Doctorado Honoris Causa. Ella se inspira en el aliento de Juan XXIII y se encuentra totalmente inmersa en la realidad social de este hermano país; todo ello en el contexto de un continente que busca ansiosamente su destino y de un mundo que atraviesa un período de brillante resplandor y de oscuras tinieblas, del cual ha de salir la conquista de una vida más feliz y más digna de la persona humana, porque la alternativa sería el hundimiento de la humanidad en un abismo infinito de desdicha.
Estamos viviendo un momento en que el hombre, asombrado por los prodigios de la técnica, que son su propia obra, ansía descubrir en su interior su propia identidad y en ella la base insustituible de su propia soberanía sobre las cosas creadas. Es así como, en este instante de paradójicas contradicciones, en que vemos juntarse los más increíbles avances con los más abominables retrocesos, esta «Madre y Maestra» que se proclama Hija y Discípula de la Madre y Maestra universal, abre con audacia irrefrenable las puertas del conocimiento a las más avanzadas concepciones y sin descuidar un minuto siquiera el deber de formar la conciencia y templar la voluntad para consolidar la libertad, para servir a su pueblo, para contribuir a la integración de nuestras naciones a fin de que tengan voz potente y constituyan efectiva fuerza moral y política para la realización de la solidaridad, la paz y la justicia social en el ámbito del universo.
No quiero resistir citar, a este respecto, una frase del Papa actual y un comentario de un libro reciente de mi hijo Rafael Tomás: «El hombre contemporáneo –expresa Juan Pablo II– tiene pues miedo de que con el uso de los medios inventados por este tipo de civilización, cada individuo, lo mismo que los ambientes, las comunidades, las sociedades, las naciones, puede ser víctima del atropello de otros individuos, ambientes y sociedades. La historia de nuestro siglo ofrece abundantes ejemplos». Y el comentario dice: «Por su nativo compromiso con la verdad, la universidad puede cumplir un relevante papel en la restauración del auténtico humanismo. Pero decir ‘universidad’ es decir también los hombres de pensamiento, los focos activos de cultura en cada país, todos aquellos que pueden contribuir a hacer presente la verdad en la sociedad de hoy»[1].
Tenemos la fortuna de recibir esta honra altísima en ocasión en que los ojos de este Nuevo Mundo y del Viejo se vuelcan hacia la nación dominicana, con reconocimiento y esperanza. Reconocimiento, porque ha dado aquí una nueva muestra de fe en la democracia, que la Constitución de mi país, cuyos primeros veinticinco años de vigencia hemos celebrado en enero, proclama «como único e irrenunciable medio de asegurar los derechos y la dignidad de los ciudadanos». Y esperanza, porque cuando en la atormentada geografía del Caribe –el más bello de los mares del planeta y el más intenso de los crisoles de fusión humana– este fraterno pueblo, que ha sufrido como el mío la crueldad de implacables tiranías y los embates de irracionales etapas de anarquía, ha ratificado en forma irrecusable su decisión de ser baluarte de institucionalidad democrática, se fortalece nuestra convicción de que esa libertad que nuestros pueblos han conquistado con muchos sufrimientos y mantenido con insobornable coraje, se extenderá a todos los países donde no existe todavía e irán sumando las capacidades de sus habitantes para lograr en toda la gran nación latinoamericana una vida mejor.
Venezuela y la República Dominicana tienen vínculos de muy añosa estirpe. La Real Audiencia de Santo Domingo enseñó a los venezolanos a invocar y acatar el Derecho, y la Universidad de Santo Domingo fue aula y hogar para la formación de nuestros primeros académicos. En su Catedral están sembrados los huesos del primer Simón de Bolívar que dio lustre a ese nombre sin par en América, y de Alonso de Ojeda, cuyos labios fueron quizás los primeros labios castellanos en pronunciar el nombre glorioso de Venezuela.
Cuando José Núñez de Cáceres proclamó en nombre de sus compatriotas la voluntad de integrarse a la Gran Colombia de Bolívar, podrá decirse que desde el punto de vista de las posibilidades militares del momento la idea parecía descabellada, pero no que desde el punto de vista histórico y humano pudiera negársele un fondo verdadero. Juan Pablo Duarte, apóstol de la libertad y del civismo, dejó en Venezuela sucesión y exhaló en Caracas el último suspiro. Y cuando el gran Pedro Henríquez Ureña reconoció a Andrés Bello «la independencia intelectual de la América española», estaba reivindicando un valor latinoamericano, que no era solamente venezolano y chileno, sino con justo título dominicano, por el magisterio ejercido a través de su pensamiento, por lo que ha sido consagrado en bronce heroico en esta capital y en el propio campus de la Universidad, en Santiago de los Caballeros.
Esos vínculos recobran la más vigente actualidad. Necesitamos, hoy más que ayer, fortalecer nuestra unión: porque defendemos los mismos principios, porque nuestra gente comparte sustancialmente los mismos valores, porque la identidad propia de cada uno de nuestros pueblos será más fuerte en la medida en que se afiance sobre la identidad común del mundo del Caribe y de la gran nación latinoamericana.
Me siento vivamente emocionado porque en esta oportunidad histórica me encuentro en alguna forma vinculado a este proceso afirmativo de integración y solidaridad. Siento que el grado honorario que hoy recibo me compromete más a contribuir con mis modestas fuerzas a una gran causa, que desborda pequeñeces aldeanas y sin discriminación alguna, impulsa esta Universidad con su piloto, ese formidable constructor y emprendedor dinámico que es su Rector Magnífico, Monseñor Agripino Núñez Collado.
El nuevo período de gobierno del Presidente Balaguer se inicia en medio de grandes dificultades; pero cuenta con la probada confianza que le ha demostrado el pueblo y con la experiencia de una vida entregada sin reserva a su servicio.
Estoy firmemente seguro de que nadie podrá desmentirme al afirmar que no existe un solo venezolano que no desee para la República Dominicana la superación de los problemas más urgentes y el enrumbamiento del país hacia los más claros horizontes.
El espíritu bolivariano nos une y nos alienta. Por encima de todos los pesimismos, fundados o imaginarios, palpamos la realidad de que el siglo XXI lo recibiremos en goce de una libertad de que se nos privó durante una gran porción del siglo XX; y de que con ella empujaremos la marcha de la historia en el rumbo que nos señala como brújula la Justicia Social, nacional e internacional.
Muchas gracias.
[1] Caldera, Rafael Tomás: Visión del hombre, la enseñanza de Juan Pablo II. Caracas, ediciones Centauro, 1986, pp. 11 y 13.