Reforma constitucional en Venezuela
Palabras de Rafael Caldera al recibir el Doctorado Honoris Causa de la Universidad de Sassari, Italia, el 15 de diciembre de 1992 (Fueron pronunciadas en italiano).
Recibo como un altísimo honor la laurea que la Universidad de Sassari me otorga como Doctor Honoris Causa de su Facultad de Derecho. Tengo sincera admiración por esta renombrada institución docente, de la cual han salido valores de muy elevada representación en la vida política y jurídica de Italia. Conozco además el empeño valioso y meritorio que un grupo de miembros de su personal docente ha venido realizando para conocer, interpretar y divulgar el pensamiento y la doctrina jurídica de América Latina. Recibo, pues, esta honrosísima distinción con profundo sentido de gratitud y reitero mi más sincera admiración para la labor que se realiza en estos claustros, a los que de ahora en adelante tengo el privilegio de pertenecer.
La vida del Derecho Político en América Latina en la segunda mitad del siglo XX ha sido especialmente agitada. Las instituciones han experimentado en numerosos casos modificaciones sustanciales, que en el fondo reflejan la inquietud de la realidad social y el deseo de los legisladores de encontrar fórmulas que en verdad interpreten el fenómeno vital de nuestros pueblos.
En el siglo pasado, los sociólogos positivistas señalaron la contradicción existente entre las constituciones como documentos formales y la constitución orgánica, la constitución real vivida, en nuestros países por encima de los preceptos estampados en la Carta Fundamental. Es mérito de los juristas del presente siglo el esforzarse en superar esa dicotomía, y el buscar a través de la expresión precisa del texto constitucional la satisfacción de inquietudes colectivas y la necesidad de abrir un cauce a la voluntad de los pueblos para expresarse en todo su vigor.
Suelo repetir con frecuencia, cuando me planteo este fenómeno histórico que estamos contemplando, la observación de un jurista brasilero, Haroldo Valladao, quien observó que la vocación jurídica de los latinoamericanos es tan acentuada que buscan encuadrar dentro de instituciones jurídicas hechos trascendentes, ajenos o contrarios al Derecho. Así, por ejemplo, decía él que sólo los latinoamericanos habían creado una doctrina jurídica para regular el problema del reconocimiento de los gobiernos de facto. Igualmente, es de rancio sabor latinoamericano la doctrina internacional sobre asilo diplomático. Dos ejemplos, a los cuales seguramente podrían agregarse otros, de cómo los maestros del Derecho o los legisladores en nuestros países pusieron empeño en encuadrar dentro de parámetros fijados por el Derecho positivo, la regulación de accidentes como el de la ruptura por la fuerza del orden político establecido o la protección de ciudadanos que se encuentran perseguidos por discrepar del orden político existente. Otro ejemplo es el de la Constitución de Guatemala, que prohíbe ser Presidente de la República a quien haya sido «caudillo o jefe de un golpe de estado, revolución armada o movimiento similar, que haya alterado el orden constitucional, ni quienes como consecuencia de tales hechos asuman la jefatura del Gobierno».
La inquietud renovadora del Derecho Constitucional en América Latina tiene relación con el tesón puesto en buscar mecanismos jurídicos adecuados para mantener el sistema democrático, o para recuperarlo después de haberlo visto naufragar por los embates de la fuerza. El mecanismo de transferencia del poder militar a un poder democráticamente electo por el pueblo presenta una serie de dificultades de carácter práctico; y los líderes políticos, especialmente en aquellos casos en que la transición se ha celebrado por consenso, idearon procesos que no enmarcan, no encuadran, evidentemente dentro de la doctrina constitucional clásica. Así, por ejemplo, cuando en el Perú el régimen de facto encabezado por el General Francisco Morales Bermúdez abrió camino a la instalación de la democracia, se convocó para una elección por sufragio universal a una Asamblea Constituyente, cuyas solas facultades fueron las de la redacción de la Carta Fundamental, de modo que el gobierno de facto continuó ejerciendo todas sus atribuciones y la nueva Carta sólo entró totalmente en vigor cuando tomaron posesión los integrantes del nuevo gobierno, electo en conformidad con sus cláusulas. En el Ecuador, la Junta Militar sometió a consulta popular el nuevo proyecto de Constitución redactado por una Comisión que dicho gobierno de facto designó; consultó al pueblo sobre la adopción de dicho proyecto o de otro alternativo que contenía sólo la reforma de algunos artículos de la Constitución anterior. Tengo entendido que el resultado positivo del Referéndum que dio fuerza jurídica a la nueva Carta, no obtuvo el voto de la mayoría absoluta del electorado, sino de los sufragantes.
El Presidente de Argentina, Raúl Alfonsín, cuando afrontó la necesidad de ratificar el Tratado de Límites celebrado con Chile, a través de una laboriosa negociación en la que intervino como mediadora la Santa Sede, con el temor de que la mayoría opositora de una de las Cámaras negara dicha ratificación, consultó al pueblo argentino acerca de si el Tratado debía o no ratificarse. Esa consulta no estaba prevista en la Constitución; hubo quien la objetara, pero el más alto Tribunal consideró que no era contraria al orden constitucional, porque no tenía carácter vinculante. Por supuesto, ese carácter lo tenía más en el orden político y moral que en el orden jurídico, pero su resultado fue demostrar una mayoría tan determinante en la opinión pública, que las Cámaras Legislativas ni siquiera osaron negar la ratificación.
El Presidente Barco de Colombia, accediendo a la iniciativa de un movimiento estudiantil muy caudaloso, hizo consultar al pueblo, en una elección en que se escogían los miembros de las Cámaras Legislativas y se celebraba una consulta primaria para la escogencia del candidato presidencial del Partido Liberal, sobre si estaba de acuerdo en que se convocara o no a una Constituyente. La consulta tuvo un resultado abrumadoramente mayoritario, dentro de los votantes, que fueron menos del 50% de los inscritos en el padrón electoral; pero esta consulta inició en definitiva un proceso sui generis, por la convocatoria de una Asamblea Constituyente, mediante Decreto del Presidente César Gaviria, en virtud de los poderes del estado de sitio y de un acuerdo fundamental logrado por las fuerzas políticas. Ese Decreto fijaba el número de los integrantes de la Constituyente, su forma de elección y la duración de sus sesiones. Limitaba también la agenda a tratar, pero una vez instalada como Asamblea Constitucional, se convirtió en Asamblea Constituyente, disolvió el Congreso e incorporó temas, algunos de ellos muy controvertidos, que no estaban comprendidos en la convocatoria. La Corte Suprema de Justicia, en una votación reñida, había declarado la exequibilidad del Decreto de convocatoria y de allí en adelante todo fue aceptado sin objeciones, en violación de las normas pautadas por la Constitución para entonces vigente.
En el Perú, el Presidente Alberto Fujimori, por su sola voluntad y poder disolvió el Congreso, así como varios órganos judiciales y convocó a un Congreso Constituyente, el cual, aunque con la abstención de los principales partidos, ha sido considerado por la Organización de Estados Americanos como un recurso satisfactorio para volver a la constitucionalidad.
Todo ello plantea una serie de problemas que dan al Derecho Constitucional Latinoamericano una fisonomía muy particular. Muchas de nuestras disposiciones tienen una legítima fuente europea; pero unas cuantas, y muy significativas, han sido expresión de pensamiento que trata de preservar los atributos fundamentales del sistema democrático (a saber, libertad de expresión del pensamiento, seguridad jurídica, derechos humanos, pluralidad de organización partidista) dentro de los acontecimientos perturbadores que se suceden contra la previsión de los constituyentes y que se justifican o se pretenden justificar en algunos casos, con la teoría de que si la soberanía reside en el pueblo, todo lo que se haga mediante una consulta popular y con apoyo de la mayoría, aun cuando pudiera ser transitorio, adquiere visos de legitimidad. Al fin y al cabo, el ilustre Maestro del Libertador Simón Bolívar, a saber, Don Simón Rodríguez, dijo que teníamos que producir nuestras propias soluciones: «O inventamos o erramos». El peligro está en que inventando erremos también y en este caso con consecuencias de mayor gravedad.
El movimiento constitucional se refleja en la aparición de nuevas Constituciones en la segunda mitad de este siglo. El Uruguay en 1966, Bolivia en 1967, el Perú en 1979, Ecuador en 1984, Guatemala en 1985, Brasil en 1988, Chile en 1989, Colombia en 1991, Paraguay en 1992, constituyen una lista demostrativa del intenso movimiento de formación jurídica en el ámbito constitucional en los países de América Latina. A los países nombrados podrían agregarse otros; entre ellos, el de la Constitución de mi país, adoptada en 1961 con dos enmiendas, numeradas 1 y 2, en los años de 1973 y 1983.
Por cierto, a este movimiento constitucional latinoamericano habría que agregar como un complemento de muy alto relieve, el de la Constitución española, aprobada por un Referéndum el 6 de diciembre de 1978, con la participación del 67,1% de los electores, y por un porcentaje afirmativo del 87,7% de los votantes. Constitución que, por cierto, refleja no escasa influencia del movimiento constitucionalista de América Latina, explicable por la presencia muy calificada de maestros que pasaron en nuestro continente los largos años del exilio.
Es de advertir que la Constitución Peruana de 1979, derogada por un acto puro y simple del Presidente Fujimori, contiene una disposición que repite fielmente otra de la Constitución Venezolana de 1961. Esa disposición de la Constitución Peruana dice así: «Art. 307. Esta Constitución no pierde su vigencia ni deja de observarse por acto de fuerza o cuando fuere derogada por cualquier otro medio distinto del que ella misma dispone. En estas eventualidades, todo ciudadano, investido o no de autoridad, tiene el deber de colaborar en el restablecimiento de su efectiva vigencia – son juzgados según esta misma Constitución y las leyes expedidas de conformidad con ella, los que aparecen responsables de los hechos señalados en la primera parte del párrafo anterior. Así mismo, los principales funcionarios de los gobiernos que se organicen subsecuentemente si no han contribuido a restablecer el imperio de esta Constitución -. El Congreso puede decretar, mediante acuerdo aprobado por la mayoría absoluta de sus miembros, la incautación de todo o de parte de los bienes de esas mismas personas y de quienes se hayan enriquecido al amparo de la usurpación para resarcir a la República de los perjuicios que se le hayan causado».
En Venezuela, la historia constitucional ha sido muy accidentada. Hasta el presente, hemos tenido 27 Constituciones, además de una reforma parcial de la Constitución de 1936, en 1945, y las dos Enmiendas (No. 1 y 2) anteriormente referidas. De esas Constituciones, algunas sucumbieron bajo el peso de la guerra; otras se subsumieron en una nueva concepción política. Por ejemplo, la primera Constitución, adoptada en 1811, dejó de existir cuando el Generalísimo Francisco de Miranda se vio obligado a capitular ante las fuerzas realistas del Capitán de Fragata Domingo Monteverde. La de 1819, dictada en Angostura, dejo de ser cuando se adoptó la Constitución de la Gran Colombia en la Villa del Rosario de Cúcuta, en 1821. La de 1830 fue la primera en organizar el Estado después del desmembramiento de la Gran Colombia. La reforma impuesta por el Presidente Monagas en 1857, apenas duró hasta el triunfo de la Revolución de Marzo de 1858.
El 31 de diciembre de 1858 se promulgó una Constitución que ha sido de las elaboradas con mayor concurso de inteligencia y con más fundadas esperanzas, que dejó de existir en 1862, al asumir la dictadura el General José Antonio Páez, entre el fragor de una guerra civil, la Guerra Federal. La Federación tuvo su propia Constitución en 1864. Dentro de su período de existencia, ocurrieron la Revolución Azul y la Revolución de Abril, ambas triunfantes. Fue sustituida por la Constitución de 1874, ésta por la de 1881, ésta a su vez por las de 1891, 1893, 1901, 1904, 1909, 1914, 1922, 1925 1928, 1929, 1931, 1936 (reformada parcialmente en 1945), 1947, 1953, 1961. De esta larga lista de Constituciones, algunas son meras modificaciones de lo anterior, con frecuencia debida solamente a circunstancias políticas muy particulares y al interés muy personal de los gobiernos autocráticos de turno. Podría decirse que dentro de esa larga y accidentada historia, sólo merecen rango de novedad, después de las de 1811 y 1830, la de 1858, 1864, 1936, 1947 y 1961.
La multiplicidad de Cartas ha dado lugar para que se establezca el contraste entre este pequeño país con 27 Constituciones, y el gran país de los Estados Unidos de Norteamérica, con una sola Constitución por más de doscientos años. Lo cierto es que la Constitución de Filadelfia ha sufrido 27 Enmiendas, algunas de ellas de trascendental importancia, por referirse a la libertad de pensamiento, a la libertad de religión, a los derechos humanos, etc., y la producción jurídica de la Corte Suprema ha ido adoptando la norma a las situaciones cambiantes, de un país que en esos doscientos años ha pasado de ser una reunión de 13 colonias congregadas en Filadelfia para constituir los Estados Unidos, al país actual con 50 Estados, con costas en los dos océanos y con parte de su territorio en áreas insulares muy aisladas de su masa geográfica.
La Constitución de 1961 tiene por ello una significación muy especial para nosotros, porque su vigencia ha superado a la de la Constitución de 1830 que era la que había permanecido por más tiempo, aún cuando su efectiva vigencia había sido quebrantada en el curso de su parábola vital. La de 1961 fue el resultado del mayor consenso logrado en el país, con la participación de un número importante de profesores de Derecho Constitucional y de políticos expertos, que habían conocido todas las posiciones (el gobierno y la oposición, la libertad, la cárcel y el exilio). Por ello, se esforzó en lograr una combinación de los ideales expresados en el preámbulo y desarrollados en su texto, y de la experiencia práctica aportada por los redactores desde distintos ángulos, preocupados para que no fuera simplemente una Carta más, un ejercicio de imaginación, un texto de elocuencia bañada en irrealismo, sino una formulación constructiva de las bases sobre las cuales, a través de las leyes y del ejercicio del gobierno y la actividad de los ciudadanos pudiera avanzarse firmemente en la construcción del sistema democrático.
Estoy entre los venezolanos que se sienten muy orgullosos del alto prestigio de que ha gozado nuestra Constitución vigente y del respeto y reconocimiento que ha tenido y que ha permitido mantener firmemente nuestro sistema democrático a través de una etapa en la cual naufragaron las instituciones populares en numerosos países hermanos, muchos de ellos con mayor tradición institucional que el nuestro.
Pero, han transcurrido más de 30 años desde su puesta en vigencia. Esos 30 años no han sido un monótono transcurrir de situaciones creadas, sino una etapa de inquietudes, de contradicciones, de errores que en algunas ocasiones han llegado a superar a los aciertos, y sobre todo, de una inquietud creciente en el estamento popular, que reclama que a la democracia representativa se le incorpore, de manera ambiciosa, la democracia participativa.
En 1989, el Congreso de la República en sesión conjunta, por iniciativa del Senador Godofredo González, designó una Comisión Bicameral (del Senado y de la Cámara de Diputados) para abordar el problema de la revisión constitucional. Tuve el honroso privilegio de ser escogido como su Presidente, y para aceptar puse una sola condición: «que no se trate de un saludo a la bandera», es decir, que sea efectiva la voluntad de enfrentar los cambios que se consideren necesarios.
Durante más de dos años y medio la Comisión se reunió semanalmente, y lo que al principio se consideró que sería simplemente la Enmienda No. 3 sobre algunos aspectos esenciales, se fue convirtiendo por la fuerza de las cosas y por el reclamo de los grupos plurales que integran la sociedad civil, en un trabajo de tal magnitud que nos llevó a proponer una reforma general de la Constitución. Debo advertir que de acuerdo con el texto aprobado en 1961, la reforma general se realiza a través de la discusión en las dos Cámaras después de que la iniciativa haya partido a lo menos de una tercera parte de los miembros de una y otra Cámara, pero debe llevarse a un referéndum, para que el pueblo dé su voto afirmativo o negativo al proceso realizado.
Yo considero que lo más fundamental de la reforma constitucional propuesta es la participación popular. Hemos incorporado el referéndum, ya existente en países europeos como Italia, Francia y España, pero le hemos tratado de dar la mayor amplitud posible. Hemos incorporado y aceptado el referéndum aprobatorio, para que se sometan a consulta antes de la promulgación aquellos textos legales o tal vez también aquellos tratados internacionales, que deban ser objeto de pronunciamiento popular antes de entrar en vigor. Hemos propuesto el referéndum abrogatorio, para dar – como existe en países europeos y también en el país latinoamericano de Uruguay -, la posibilidad de pedir el pronunciamiento de la voluntad del pueblo sobre la derogatoria de leyes o actos de gobierno contrarios a la voluntad popular. Hemos incorporado la proposición del referéndum consultivo, adoptado en la Constitución Española, y que el Gobierno de la actual España democrática ha utilizado solicitando la opinión colectiva sobre la pertenencia de la España a la OTAN. Pero hemos añadido también el referéndum revocatorio, el cual, dentro de ciertos casos y con las formalidades que allí se proponen, pueda poner fin al mandato de un funcionario de elección popular, cualquiera que él sea, desde el Presidente de la República hasta a un miembro de un Concejo Municipal, cuando sea evidente que su gestión no corresponde a las necesidades y a las aspiraciones del pueblo.
En los países de régimen parlamentario es fácil revocar el mandato de un Gobierno, mediante la disolución del Parlamento y la convocatoria a nuevas elecciones. En algunos países existe el procedimiento de juicio político, mediante el cual las Cámaras Legislativas, con intervención o no del Poder Judicial, se pronunciaron en relación a la continuación o no del Presidente de la República en el ejercicio de su cargo. Hemos considerado que mayor carácter democrático tiene la proposición que formulamos: porque el referéndum revocatorio hace que sea el pueblo, que es el titular de la soberanía, el que tome la decisión, de naturaleza excepcional, de revocar el mandato que se ha otorgado, dentro de la duración del período normal de su ejercicio.
Dentro de nuestro proyecto hemos dado especial importancia al problema de la administración de justicia. Hemos verificado con dolor que la sociedad civil no tiene confianza en sus jueces. Que hay muchos jueces honorables y competentes, pero otros no lo son y en los juicios de mayor trascendencia la opinión pública tiende a considerar que es la influencia determinante de intereses políticos o económicos y no la voluntad de hacer justicia lo que determina la decisión de los magistrados. La experiencia del Consejo de la Judicatura, inspirado en la Constitución italiana y en la francesa, se ha contaminado del partidismo político. Yo considero que debe mantenerse, pero buscando la manera de depurarlo de aquellos aspectos que provocan sospecha en la comunidad. He propuesto y considero cada vez más necesaria la existencia de un órgano absolutamente excepcional, porque se trata de problemas también excepcionales: una Alta Comisión de Justicia, que no tenga carácter burocrático, que esté integrada no sólo por representantes del estamento jurídico sino de los distintos sectores de la sociedad civil, y que tenga facultades extraordinarias para presentar candidatos para la elección de los jueces, fiscales del Ministerio Público y otros altos funcionarios y para remover a cualquier magistrado, cuando exista en la mayoría absoluta de los integrantes de la Comisión la seguridad moral de que esa remoción es necesaria.
La reforma constitucional propuesta contiene exigencias nuevas para depurar la imagen de los partidos políticos y asegurar en tal forma su funcionamiento que puedan cumplir efectivamente su papel de rectores de la opinión pública y de voceros de las inquietudes del pueblo ante los cuadros del gobierno. Hemos propuesto la incorporación de normas que tiendan a extirpar el terrible morbo de la corrupción, que tanto daño está haciendo en este momento en el nuestro y en muchos otros países. Hemos dejado constitucionalmente abierta la posibilidad de convocar en un momento dado a una Asamblea Constituyente, si el pueblo así lo considera necesario. Y hemos aprovechado la oportunidad que se presenta, para incorporar una serie de normas que perfeccionan el sistema constitucional venezolano, dejando en pie la estructura fundamental de la Constitución de 1961.
Ha corrido con mala suerte la reforma constitucional propuesta. La rutina parlamentaria se apoderó del proyecto, le quitó su impulso inicial y mutiló las disposiciones más urgentes, más necesarias, más atractivas para que puedan obtener el voto afirmativo en el referéndum que debe celebrarse. Es mi opinión que ya, en la situación existente, sería un capricho desaconsejable empeñarse en recorrer rápidamente lo que falta de la discusión parlamentaria y llevar el proyecto al conocimiento del ánimo popular. En el momento actual y en los meses venideros podría asegurarse que el pueblo convocado al referéndum votaría no. O, algo quizás tan grave más que aquello, concurriría en minoría para dar disciplinadamente el sí que le señalan sus partidos, lo que no privaría el documento de fuerza jurídica, pero lo dejaría carente de la fuerza moral y política necesaria para enfrentar los años venideros.
Pienso que en el próximo período constitucional debe reabrirse el debate sobre la reforma de la Constitución y ya nadie tendría excusas para no darse por enterado de cuál debe ser su contenido y de cuál es la posición a adoptar ante las distintas cuestiones propuestas.
Sea lo que sea, es evidente que América Latina está atravesando una situación que cada vez se muestra más difícil. El júbilo de los años 80 porque los gobiernos militares fueron entregando el poder en manos de gobernantes elegidos directamente por el pueblo, ha sido sucedido por una etapa de preocupación y de angustia. La problemática social se agrava, en parte como consecuencia del yugo del servicio de la deuda externa, y de las orientaciones de una política económica internacional que ha sido tercamente sorda a los reclamos de los pueblos. El Derecho, decíamos en nuestras clases de Sociología en la Universidad, es a la vez un factor y un producto social. Como factor social, influye en el desarrollo de los acontecimientos del país donde rige. Como producto social, refleja esa realidad social, actualmente perturbada en alto grado y sin perspectivas de una solución inmediata. Esa realidad es la que se está reflejando en la interesante, sin duda, pero preocupante a la vez, evolución que en el momento actual está experimentando el Derecho Constitucional en América Latina.
En todo caso, de estas realidades y de estas circunstancias emerge sobre todo un hecho: se hace cada vez más presente la existencia actual o potencial del poder popular. El principio de que la soberanía reside en el pueblo toma cada vez más fuerza y sin duda se hará sentir, inevitablemente, en el devenir de todos nuestros países.
Muchas gracias.