Responsabilidad de las universidades
Conferencia de Rafael Caldera en el auditórium de la Fundación Mendoza, Caracas, 17 de noviembre de 1966.
Es una muestra muy importante de preocupación por los problemas nacionales este nuevo ciclo de conferencias, organizado por la Fundación Mendoza, para reflexionar un rato sobre once grandes temas de nuestro tiempo. Yo considero, al mismo tiempo, muy significativo el que dentro de esos temas de gran dimensión se le haya dado un puesto de importancia al tema de la universidad.
Un tema delicado
Cuando el doctor Azcárate me invito a desarrollarlo, les confieso que vacilé en aceptar. Es un tema muy delicado. Roza muchas sensibilidades y mi condición de político militante me da pocas ventajas y muchas desventajas para abordarlo. De todas maneras, la invitación fue, realmente, tentadora por tratarse de algo no solo apasionante sino —a mi modo de ver— fundamental para el destino del país. No creo que al decirlo incurra en un lugar común. La frase se repite mucho: la universidad es algo fundamental. Quizás de tanto repetirla llega a escucharse como una de esas expresiones que se acuñan y circulan sin meditar suficientemente en lo que envuelve. Yo creo que, de veras, el destino del país está en gran parte condicionado por el destino de la universidad. Estoy metido en el problema universitario desde hace mucho tiempo. Podría decir que toda mi vida, desde la edad de quince años, en que terminé la secundaria, de un modo o de otro he estado viviendo por dentro del problema de la universidad.
Ha sido en algunos momentos una dualidad difícil, la de universitario y político. Entregado a la lucha fuera de la universidad, esa condición de luchar parecía algunas veces obstáculo invencible para el desempeño de una función universitaria. Debo decir, sin embargo, que eso mismo le ha dado a la experiencia vital que aquí me trae un sentido muy especial. Dentro de esa dualidad, me he esforzado por ser en la universidad primeramente un universitario. No puedo despojarme de mis ideas, pero adentro he puesto a un lado mi posición de combatiente político. He encontrado bastante comprensión y receptividad —en los momentos más agudos y en los auditorios más disímiles— para entender que sí se pueden colocar, dentro de la universidad, los intereses universitarios por encima de preocupaciones o intereses de grupo.
Sigo siendo un universitario activo. Quizá soy el único de los políticos nacionales con responsabilidad suprema de conducción partidista que varias veces por semana acude a cumplir el deber docente, a tomar ese contacto con la juventud. Y he encontrado en la universidad siempre una especie de fuente de Juventa: más de una vez el cansancio físico, las preocupaciones agobiantes constituían algo difícil de vencer para levantarse temprano y penetrar en aquel atormentado, bullicioso y conflictivo recinto universitario. Pero he ha hallado en cada ocasión una fuente de optimismo para renovar el sentir de que, dígase lo que se diga por fuera, la universidad tiene valores supremos y en ella está afanosamente la juventud venezolana, en sus sectores más responsables del futuro, debatiéndose por lograr su destino.
El Alma Mater
Los antiguos le decían a la universidad «Alma Mater». Alma es un calificativo que envuelve la idea de «sustentadora», «sostenedora», «alimentadora»; los diccionarios dicen: «almus, alma, almum: santo, justo, venerable, generoso, bienhechor, protector». Por tanto, decir «Alma Mater» es decir: madre generosa, madre providente, madre sustentadora, madre alimentadora. En la vida de Venezuela hay testimonios muy hermosos sobre esta función de la universidad como Alma Mater, no solo de nuestra cultura sino de toda nuestra vida nacional. Cuando nos acercamos un poco a la biografía de los hombres del primer Congreso de Venezuela en 1811, nos da la impresión de que aquello era una reunión del claustro universitario: la universidad hizo la independencia en su primera fase, la fase jurídica, en la cual se trazó la arquitectura de la nueva República. Se discutieron los fundamentos, un poco por el aire, según el reproche de Bolívar en el Manifiesto de Cartagena, pero que le imprimieron a la modesta Capitanía General de Venezuela un alto rango entre los pueblos del mundo, por el sentido profundo de su juridicidad. Después, hallamos los testimonios más valiosos, algunos de ellos muy interesantes: el de Bello, que la llama «anciana y venerable nodriza»; el de Miranda, que en su testamento deja constancia de su «agradecimiento y respeto por los sabios principios de literatura y de moral cristiana con que alimentó su juventud», en reconocimiento de lo cual le deja el legado de sus libros clásicos; el de Bolívar, que en su esplendor, cuando ya va a perder la plenitud del poder política, se hace neo-fundador de la universidad; el de Vargas, que en medio de las vicisitudes históricas vinculó su nombre indisolublemente a la Universidad Central, levantada sobre los cimientos del antiguo Seminario de Santa Rosa; y así, vamos encontrando la vida de Venezuela reflejada en los corredores de la universidad, en las preocupaciones de la universidad, en los hombres salidos de la universidad.
Quizás una de las primeras sorpresas que tenemos cuando salimos de la rutina de los manuales de la historia patria contemporánea es averiguar que Antonio Guzmán Blanco, la figura central del siglo xix venezolano después de la independencia, era también un egresado de la Universidad de Caracas. Fue una universidad preocupada, inquieta, tormentosa, y por esto, con ocasión de acontecimientos ocurridos en la hermana República de Colombia, ha habido la ocurrencia de rememorar el célebre episodio del General Joaquín Crespo, uno de nuestros más valientes caudillos, uno de nuestros más prestantes jefes de estado, a la manera tradicional venezolana, cuando los estudiantes lo abuchearon al pasar por la universidad. Se conmovió la estructura del gobierno. Los ministros, los consejeros se sumieron en preocupaciones. Fueron a Miraflores a decirle: «General, hay que tomar medidas»; y el General Crespo, de quien nadie puede decir que era cobarde, dejó estampada una grande y sabia lección de experiencia política con aquella respuesta que ha quedado indisolublemente marcada en la historia de la política venezolana: —«Ya he decidido tomar una medida». —«¿Cuál, General?» —«No volver a pasar por la universidad».
Esto indica un sentido de respeto, de convivencia, a la vez que demuestra un antiguo estado de inquietud. Y algunas veces, cuando nos angustiamos por lo que en la universidad ocurre, pudiéramos consolarnos recordando aquella carta de Bolívar a Fernández Madrid, cuando marchaba hacia el exilio (o, en realidad, hacia la muerte, que es el exilio definitivo). En esta circunstancia histórica, le dice: «Mosquera no vendrá al mando porque temerá ser víctima de los colegiales de Bogotá, que oprimen aquella ciudad, porque entre nosotros los niños tienen la fuerza de la virilidad y los hombres maduros tienen la flaqueza de los chochos». De manera que no es tan nuevo el problema. Está vinculado a los propios albores de la independencia y reconocido nada menos que por el juicio del Libertador. Eran tan inquietos estos «colegiales» de Bogotá (ciudad penetrada de espíritu universitario), que a juicio de Bolívar el Presidente Mosquera, hombre de gran prestigio, electo Presidente de Colombia, vacilaría acudir a la toma del mando ¡por el temor de los disturbios promovidos por el estudiantado!
La universidad atraviesa una crisis
Hay raíces hondas dentro de todas esas circunstancias; pero hay, además, algo fundamental: la universidad —y ya no solamente la Universidad Central, que es la más importante de las instituciones universitarias de Venezuela y en población representa más o menos una suma igual a la de todas las otras universidades juntas, sino la universidad como institución— presenta en Venezuela problemas que nos inquietan, que nos mortifican, que provocan en el hombre común graves y hondas reflexiones y que se vinculan definitivamente al destino institucional y a la vida misma de la democracia venezolana. Se trata, sin embargo, de un problema que tampoco es exclusivamente nuestro, ni aun exclusivamente latinoamericano. En algunos países de América Latina, la situación de las universidades es más grave, por distintas razones, de lo que es en Venezuela, con toda la importancia y la gravedad de la situación universitaria venezolana.
Imaginen ustedes mi impresión cuando, en reciente viaje, tomo en el avión un periódico y leo lo siguiente: «La universidad atraviesa actualmente una crisis general: crisis de sus posibilidades materiales, crisis de sus valores, crisis de sus estructuras». Y continúo leyendo (mi sorpresa no fue menor que la que va a ser la de ustedes): «Esta situación, tan bien ilustrada en el caso de Ginebra, se encuentra de manera desigual marcada también en todas las universidades suizas». ¡Era una declaración formulada por la Asociación General de Estudiantes del cantón de Ginebra, en conformidad con una iniciativa de la Unión Nacional de Estudiantes de Suiza! Esto es grave: ¡la universidad suiza atraviesa también una crisis! Y aunque los grados son distintos, claro está, ello no depende tanto de que los suizos sean más tranquilos (que seguramente lo son), sino de que el país no atraviesa las circunstancias dramáticas, inciertas, agudas que están atravesando los pueblos latinoamericanos.
En otros continentes ocurren cosas graves. Hay estudios muy interesantes, hechos recientemente en Inglaterra y en Estados Unidos, sobre la situación de las universidades en la India, y leyendo la descripción de los problemas parece estar leyendo un relato de lo que ocurre en nuestras universidades de América Latina. Es un problema general, un problema inquietante y angustioso: la universidad está por encontrar su propio destino. Y debemos saber que la crisis de la universidad repercute gravemente en la comunidad, al mismo tiempo que es en cierto modo reflejo de una crisis social.
Ortega decía en 1930, en su estudio sobre la Misión de la universidad: «La universidad alemana está en crisis». A los tres años, Adolfo Hitler regía y dominaba aquel gran país, cabeza de la civilización. El mundo veía con asombro cuadros espantosos de retroceso y barbarie, y toda la humanidad se conmovía por una conflagración de las mayores proporciones. Nos hemos preguntado si aquel hecho observado por Ortega, de que la universidad alemana estaba en crisis, no sería un factor de gran importancia en la crisis política que determinó el establecimiento del nazismo y de allí el estallido espantoso de la Segunda Guerra Mundial.
Los fines de la universidad
¿Cuáles son los fines de la universidad? ¿Para qué existe la universidad? Han sido señalados muchos, todos muy importantes. Hay quienes se conforman con hacer de la universidad un centro de formación de profesionales. Sin duda, la universidad tiene el deber de formar buenos profesionales; en la medida en que la universidad esté en crisis, los profesionales no estarán en capacidad de prestarle a la comunidad el servicio eficiente que tiene derecho a exigir.
La universidad debe formar técnicos, pero esa formación de técnicos supone más que enseñar, enseñar a aprender. A este respecto se podría citar una frase de Gilson, bastante explícita: «El fin último de nuestra pedagogía debería ser enseñar a los jóvenes a aprender por sí mismos, porque, de hecho, nada más les podemos enseñar». La técnica está en plena revolución. Hasta cierto punto es un alivio para los que estudiamos las ciencias morales, porque antes sentíamos sobre nosotros el complejo de superioridad de los estudiantes de las ciencias exactas. Ellos aprendían verdades inconmovibles: 2 y 2 son 4; nosotros aprendíamos leyes, en las cuales se quería fijar lo que era justo e injusto, pero se nos podía reprochar el que dos juristas, frente a un mismo caso en la vida, podían sostener posiciones diametralmente opuestas sobre la calificación de la justicia en aquel caso concreto. Ahora las ciencias exactas dejaron de serlo, por lo menos en cuanto a su intangibilidad, aunque tomaron mayor importancia cuando se volvieron inexactas. La física y las matemáticas que aprendieron hace veinte años en las universidades quienes egresaron de ellas son algo pasado en el tiempo. Hay una distancia increíble, distancia de siglos, hasta el punto de que los críticos de la función de la universidad observan que lo que enseñamos hoy no va a tener valor dentro de diez o veinte años. No podemos refugiarnos en el cómodo arbitrio de darle al caletre a los muchachos las normas vigentes sobre las instituciones o los conocimientos científicos, sino hacerlos penetrar en el fondo del conocimiento, en el método de la investigación de la verdad, en la búsqueda de nuevos caminos; para que salgan, con un peso muerto de conocimientos que van a perder pronto en el camino, pero también con un poder de asimilación y de creación que les va a permitir incorporarse de lleno a los nuevos avances de la tecnología.
Esto nos hace recordar aquella idea avasallante de que hay que imprimirle a la técnica el sentido de función, de servicio hacia un fin y de que, al mismo tiempo, el concepto del hombre y el destino del hombre reclaman que se dé al instrumental poderoso creado por la técnica los controles que le sirvan de seguridad. La unión de la universidad y la técnica sería beneficiosa para ambas. La universidad se enriquecería, se modernizaría, abarcaría más, sus interrogantes fundamentales adquirirían un nuevo movimiento; el mundo técnico a su vez se haría más reflexivo, su sentido se convertiría en más funcional al servicio del hombre, se aminoraría su arrogancia y a la larga se llegaría a una concepción armónica de la existencia.
Los hombres se preguntan qué hay en el fondo de una máquina electrónica que resuelve problemas, hacia dónde los resuelve, hacia dónde va esa prodigiosa maquinaria; y no pueden liberarse de la tortura de pensar que la misma ciencia, la misma técnica puede ser empleada para finalidades diametralmente opuestas. Eso de que los sabios que estaban buscando el secreto para enviar cohetes al espacio, que el régimen de Hitler hubiera usado si hubiera logrado sobrevivir en Alemania algunos años más, estén haciendo investigaciones y produciendo cohetes para los rusos o para los norteamericanos, para los comunistas o para los capitalistas, según que hayan caído por obra fortuita de las circunstancias en uno o en otro ámbito geográfico, esto no puede ser. La ciencia no puede tener esa neutralidad, ese hermafroditismo que la pone a servir para cualesquiera objetivos, así sean radicalmente diferentes y opuestos.
La universidad no puede solamente formar profesionales y peritos, sino que debe formar hombres. Y quizás aquí esté el nudo fundamental, porque lo otro puede lograrse con más dinero, con mejor organización, con más servicio; pero quizás el nudo del destino y de la problemática universitaria esté precisamente en el cumplimiento de esta misión de formar hombres.
La investigación, el desarrollo y la democracia
La universidad, por otra parte y según se nos ha dicho siempre, debe estimular la investigación. La investigación no existe en Venezuela; la investigación no existe en los países de América Latina. Cuando hablamos de subdesarrollo muchas veces nos limitamos a estadísticas de naturaleza económica: la renta per cápita, el grado de industrialización, la dependencia del comercio externo, la dependencia de un monoproducto; pero algunos pensadores nos señalan que el estado de subdesarrollo abarca un radio más amplio y hasta más preocupante. Recuerdo que una vez me decía el doctor Eduardo Santos, cuando lo fui a visitar en Bogotá a raíz de la muerte de su esposa, que le preocupaba el pobrísimo papel de los pueblos de América Latina en las Olimpíadas Mundiales. No ganamos medallas de oro; creo que no obtuvimos —o apenas logramos alguna— medallas de plata; una que otra medallita de bronce para satisfacer en lo mínimo la ansiedad de los pueblos, que realizan un esfuerzo para enviar sus delegados: ¡un contingente de doscientos y más millones de habitantes estaba, hasta en el terreno de las competencias deportivas, mostrando un grado alarmante de subdesarrollo!
Eduardo Frei ha dicho, en uno de sus brillantes discursos, que el subdesarrollo latinoamericano se refleja en gran parte en la pobreza de la investigación. No es que pretendamos producir cohetes o, para satisfacer orgullos patrioteros fuera de tiempo, hacer terribles sacrificios para detonar un artefacto nuclear; eso es absurdo, irracional. Pero la verdad es que el índice de investigación en nuestros países es alarmantemente precario. La universidad tiene que abrir caminos al espíritu de investigación, de la investigación pura y de la investigación aplicada. Las estadísticas en materia de investigación, confrontados los requerimientos del país, constituyen una de las cuestiones que más nos torturarían si la rapidez de los acontecimientos y el apremio de otras circunstancias no nos pusieran muchas veces en la incapacidad de reflexionar. El doctor Miguel Layrisse, hace algunos meses, en una reunión preparatoria de nuestro II Congreso de Técnicos, planteaba este dramático asunto con cifras realmente angustiosas.
Necesitamos, pues, la universidad para formar profesionales, la universidad para transmitir la ciencia y la técnica, la universidad para investigar, la universidad para formar hombres. Por ello debemos plantearnos las situaciones y las relaciones de la universidad con la cultura, de la universidad con la democracia, de la universidad con el desarrollo. En días pasados un economista brasilero muy ilustre, el señor Jaguaribe, en una comisión del Congreso Interamericano de Planificación, veía con menosprecio el papel de las universidades latinoamericanas en relación a la cultura. La universidad, según él, sigue siendo casi por inercia, el instrumento de transmisión de la cultura, pero su impresión era la de que le falta el aliento vital; y al admitirlo no negaba que hay iniciativas muy respetables, actividades muy dignas de elogio, pero en general, cuantitativa y cualitativamente, estimaba que las universidades, agobiadas por el peso de las circunstancias, no asumen la función creadora que en el orden de la cultura les corresponde y les pertenece.
Ustedes conocen la supuesta polémica —que en realidad no existió como se pinta, pero que las generaciones posteriores han convertido casi en dogma de la historia— entre Bello y Sarmiento: Bello, defensor de la educación superior; Sarmiento, defensor de la educación popular. En realidad, cuando Bello levanta la Universidad de Chile afirma que sin universidad es imposible la difusión de la cultura; y cuando Sarmiento se lanza, como hombre de acción, a la popularización de la educación primaria está al mismo tiempo dándole aliento al movimiento universitario de Argentina. La verdad es que, en el período que pudiéramos llamar clásico de América Latina, son la Argentina y Chile los dos países que comparten la primacía, tanto en cuando a educación popular como a educación universitaria. La universidad, en el fondo, es al mismo tiempo reflejo y palanca de la educación popular. Se la favorece con el crecimiento del nivel cultural en el país, pero al mismo tiempo ella es la fuerza que alienta, irradia, dirige, impulsa el movimiento educacional.
Además, decíamos que la universidad está estrechamente vinculada con la democracia. ¿Por qué? Porque de la universidad salen, de una manera o de otra, la mayoría de los dirigentes políticos en la vida democrática. No se trata de que la universidad se meta o no se meta en política; es que prepara a los hombres en ciertas actividades que los vinculan necesariamente con la responsabilidad social. Si dentro de la universidad no se vive el espíritu de la democracia, es muy difícil que los dirigentes de la sociedad le puedan imprimir a esta una democracia sólida, profunda y constructiva. Y ante los programas de desarrollo, nos encontramos con que sin universidad este es imposible. El desarrollo es una empresa seria, es una empresa técnica. A mis discípulos les suelo insistir en que la tarea que van a enfrentar es mucho más grave que la nuestra: nosotros encontramos infinidad de dificultades y problemas, y esos problemas estamos resolviéndolos o tratando de resolverlos en una fase primaria, con los instrumentos que tenemos. A ellos les corresponderá la elaboración de los cuadros técnicos, la vigilancia de los procesos, la dirección de una empresa sin la cual el país no podrá alcanzar los objetivos fundamentales que impone el desarrollo. Y si las universidades nuestras no producen los factores humanos capaces de orientar y de lograr el desarrollo, van a venir de cualquier parte: de Norteamérica, de Europa, de Rusia, de África, de donde sea, porque el país va a requerirlo por la fuerza dramática de los acontecimientos. De manera que la exigencia misma de la conquista de un destino nacional en un programa de desarrollo está pendiente de que las universidades tomen el camino y sean capaces de realizar una verdadera labor integradora. Esto aumenta la angustia y la inquietud sobre el ámbito de la universidad.
Una institución con diversos fines
Ahora bien, ¿cuál de estos fines prevalece? ¿Es que, acaso, se impone escoger alguno en detrimento de los otros? Considero que ello no puede ser. La universidad está comprometida en todo esto: en la técnica, en la cultura, en el desarrollo, en la investigación, en la formación profesional. Es necesario armonizar y coordinar los objetivos para que pueda realmente pensarse que cumple su misión como universidad.
En el reciente viaje que hice a Europa, tuve la oportunidad de leer un libro escrito por un profesor español que vivió algún tiempo entre nosotros. Comparto esta afirmación suya: «La universidad actual sigue siendo una institución que sirve a diversos fines y el problema es precisar la coordinación entre esos fines y sus mutuas conexiones, sin intentar sacrificar los unos a los otros». El autor es el profesor Ángel La Torre y el libro se llama Universidad y Sociedad. En cierta manera, la Ley de Universidades vigente, con algunos defectos que se le puedan señalar, recoger la armonía de estos fines y precisa hermosos objetivos para la universidad. El artículo 1° dice: «La universidad es fundamentalmente una comunidad de intereses espirituales que reúne a profesores y estudiantes en la tarea de buscar la verdad y afianzar los valores trascendentales del hombre». El artículo 2°: «Las universidades son Instituciones al servicio de la Nación y a ellas corresponde colaborar en la orientación de la vida del país mediante su contribución doctrinaria en el esclarecimiento de los problemas nacionales». El artículo 3°: «Las universidades deben realizar una función rectora en la educación, la cultura y la ciencia. Para cumplir esta misión, sus actividades se dirigirán a crear, asimilar y difundir el saber mediante la investigación y la enseñanza; a completar la formación integral iniciada en los ciclos educacionales anteriores; y a formar los equipos profesionales y técnicos que necesita la Nación para su desarrollo y progreso». Y el artículo 4°: «La enseñanza universitaria se inspirará en un decidido espíritu de democracia, de justicia social y de solidaridad humana, y estará abierta a todas las corrientes del pensamiento universal, las cuales se expondrán y analizarán de manera rigurosamente científica».
El problema es si realmente estamos dando los pasos necesarios para lograrlo. La universidad enfrenta muchos problemas. Hay un problema de material humano. Sin duda alguna, el material humano es bueno, aun cuando no está acabado, no es aprovechado de una manera debida. Hay una discusión planteada sobre si el profesorado universitario debe ser o no a tiempo completo. Evidentemente, la mayoría de los profesores deben dedicarse íntegramente a la universidad. Muchos comentaristas, sin embargo, consideran que no debe ser la totalidad, pues el médico que tiene consultorio, el abogado que atiende algún cliente o va al tribunal, el ingeniero que hace labores de campo, y así cada uno de los profesionales (economistas, sociólogos, farmacéuticos, odontólogos, humanistas) deben poder llevar a la universidad la experiencia de la vida, que no se encuentra en otra parte. Un brillante profesor de Derecho Procesal no está completo si no tiene la experiencia de la asistencia al tribunal. Pero estamos de acuerdo en que se necesita un profesorado a tiempo completo.
Desgraciadamente, el ambiente conspira contra la selección del profesorado a tiempo completo. No hay remuneración que estimule de una manera satisfactoria a un hombre que puede triunfar en la vida, para dedicarse totalmente a la universidad. Se requiere mucha vocación de servicio; de tal manera que se han ido inventando fórmulas que hasta producen irrisión, porque ha habido profesores a medio tiempo con varios medios tiempos, profesores a tiempo completo que desempeñaban tareas en otras actividades y ahora, para que se dediquen a la universidad, se ha inventado el profesor «con dedicación exclusiva». Este problema existe en muchas partes. Hay una república sudamericana donde se ha discutido en el Senado si el Rector de la universidad podía al mismo tiempo desempeñar el cargo de Senador por la capital; como hubo una mayoría favorable, se dijo que no eran incompatibles: ¡uno piensa en un Rector, con los problemas tremendos que supone el Rectorado de una universidad, asistiendo a los debates del Senado y ocupándose allí de tareas que podían desempeñar otras personas!
Problemas financiero y demográfico
Esto plantea el problema de los recursos financieros. Todos los años asistimos a una especie de tragedia, en que las universidades anuncian que tendrán que cerrar porque no se les dan suficientes recursos. Los dirigentes del Estado y los dirigentes universitarios deberían sentarse alrededor de una mesa para ver cuáles son las necesidades y posibilidades y fijar qué y cómo se van a atender aquellas necesidades para no repetir un espectáculo tan deplorable. Parece que el gobierno dijera: no tengo, para empezar después a soltar retazos, mientras algunos sectores tienen interés en dar la sensación de que soltó porque lo presionaron: una manifestación aquí y otra allá, una salida a la calle, variadas maniobras y recursos de lado y lado, que no tienen sentido, testimonio de una crisis orgánica de las instituciones. El hecho de que la institución política fundamental, el Estado, no pueda ponerse de acuerdo con la institución docente más importante, que es la universidad, para saber a tiempo cuáles son sus programas y sus necesidades y sus presupuestos, para convertirlos o arreglarlos y ponerlos a marchar con el máximo rendimiento, es negativo en cuanto a la formación de una conciencia democrática.
Algunas veces se pregunta uno si no convendría hacer recaer el costo de la educación universitaria en otros sectores distintos del Estado, porque los requerimientos crecen, la población universitaria aumenta. Sin embargo, no deja uno de sorprenderse al encontrar datos como este (que a mí me ha impresionado mucho): en Inglaterra, país modelo de la educación privada, donde las universidades no son del Estado, sino que son instituciones forjadas al calor de las distintas fuerzas de la sociedad, según un estudio realizado por la UNESCO (año de 1963), más del 80% del costo de la educación universitaria lo soporta el Estado. Ello indica que no hay que estar pensando demasiado en que se pueden buscar otros caminos. Se piden rentas propias para la universidad, pero esas rentas serán una minucia al lado del costo exigente que el mismo desarrollo de un país le impone a la enseñanza universitaria.
Hoy se plantea el problema del crecimiento de la población universitaria y allí se encuentra la falta de programación, de previsión. En 1957, la matrícula universitaria de toda Venezuela alcanzaba a 9.156 alumnos; el año 1965-66, alcanzaba a 45.841 alumnos. El crecimiento no es solamente en cifras absolutas. Calculando muy grosso modo, para 1957 la población universitaria representaba menos del dos por mil de la población; para 1966, más del cinco por mil, estimando que la población haya pasado, en cifras muy redondas, de cinco millones a nueve millones de habitantes.
Esa población va a la universidad empujada por la fuerza de la inercia. Evidentemente, Venezuela ha realizado un gran esfuerzo en el aspecto cuantitativo de la educación primaria. Los niños van a la escuela; pero muchos se quedan en el camino, lo que nos hace pensar en la necesidad de soluciones y de fórmulas para darle un mayor rendimiento al esfuerzo escolar de los alumnos y retenerlos en las aulas en cuanto sea posible. Pero el muchacho que sale de sexto grado toca la puerta del liceo y el muchacho que sale del liceo toca la puerta de la universidad. Va creciendo, creciendo, el número de los estudiantes universitarios. Se han hecho algunas alusiones y se han levando algunas voces: ¿hasta dónde va a crecer la universidad? ¿Hasta qué medida es aprovechable una institución cuando la población crece más allá de los límites que es posible atender? Y se ha producido un fenómeno, también espontáneo, sin ninguna especie de programación, pero que es una realidad: el crecimiento de las universidades de provincia y de las universidades privadas.
Hasta 1936, en Venezuela había un estado de conciencia hostil a las universidades de provincia: la de Maracaibo se había fundado y desaparecido; la de Mérida se fundó, desapareció y estaba apenas recomenzando. La idea era la de que no teníamos suficientes personas preparadas para la enseñanza en Caracas y mucho menos era posible contar con ellas en la provincia. Quizás privaba un prurito perfeccionista, pero este también se basaba en algunos factores o circunstancias de la vida local.
Yo les confieso a ustedes que me he hecho decidido partidario de las universidades de provincia. Creo que deberíamos estimularlas y ayudarlas mucho; porque descongestionan, en primer término, el proceso universitario y, en segundo término, constituyen un factor de arraigo del profesional en el interior del país. He podido darme cuenta de que en los Andes y en Barinas hay un índice de profesionales mayor que en otras regiones parecidas del país, porque van a estudiar a Mérida y regresan a sus respectivas casas. Los estudiantes del interior que vienen a Caracas, difícilmente quieren después desprenderse de la capital. Se quedan en Caracas. El porcentaje es alarmante. Esas universidades interioranas, creadas por razones variadas, tal vez políticas o de otra índole, corresponden a un interés nacional importante.
Y en cuanto a las universidades privadas, ofrecen también desahogo a las universidades oficiales y al mismo tiempo abren un camino todavía no transitado, quizás por falta de interés del Estado, que podría ayudar mucho a utilizarlo: el de desarrollar sectores de investigación o de entrenamiento profesional poco trabajados en las universidades del sector público. En la medida en que el Estado entienda que no puede soportar solo la carga y que puede encontrar allí grandes perspectivas, aumentará la posibilidad de que en las universidades privadas creadas y en las que vayan surgiendo se ofrezcan nuevas oportunidades, indispensables para la formación de las generaciones del futuro.
Urgencia de orientación vocacional
Ahora, todo esto de la población universitaria va envuelto en el problema de la perseverancia, que en definitiva nos lleva a la cuestión de la orientación vocacional. Están muy mal repartidos los estudiantes. Viendo unas estadísticas de 1964-65, encontramos que en Agronomía el número de estudiantes representa un 4,1% de toda la matrícula universitaria, con un signo bastante curioso que es que, en vez de crecer, más bien disminuye un poco; en 1962-63 era el 4,19%, es decir, casi el 4,2% y en 1965 baja al 4,1%, en un país que está llevando a cabo una reforma agraria y que necesita la tecnificación del campo, porque su centro vital está en el desarrollo del agro. En Ciencias Veterinarias ha habido un pequeño aumento en relación a hace cinco años, pero la cifra es escandalosamente baja: 1,9% de la población universitaria; en Arquitectura, 3,15%; en Ciencias, 3,3%; en cambio, en Derecho es 16,7%. Hay un enfoque errado; pero los muchachos no tienen la culpa. No hay mecanismos vocacionales adecuados: no solamente faltan, sino que no se buscan tampoco criterios de orientación y de selección.
En nuestra Facultad de Derecho, en la Universidad Central de Venezuela, he verificado algo sobre cuya pista veníamos meditando en los últimos días: el primer año de la carrera, en realidad, es una especie como de filtro para las verdaderas vocaciones. Si se establece una comparación entre el número de estudiantes que empiezan en primer año y el de los que terminan graduados, se tiene la sensación de que hay una curva descendente, más o menos armónica, pero no es así: del primero al segundo año hay un brusco descenso, y después se mantiene a un nivel más o menos razonable. Lo que indica que todas las estadísticas sobre población universitaria, sobre costo de la enseñanza universitaria, son falsas porque computan al inscrito matriculado en primer año como si fuera un estudiante, y la verdad es que la mitad de los inscritos en primer año en la mayoría de las facultades no son universitarios: se inscriben por una razón o por otra, a ver si pueden, si les agrada o les interesa seguir la carrera, y luego la abandonan.
A este respecto, quisiera hacer una observación, que llama la atención porque algunos atribuyen la deserción a la gratuidad de las universidades oficiales («claro está —se dice—, como los alumnos no pagan, se inscriben y después no asisten»): es que también el índice de deserción del primero al segundo año es bastante alto en las universidades privadas, sobre todo si son exigentes. No tengo las cifras a la mano en este momento, pero así es: en la Universidad Católica, el número de estudiantes de primer año de cualquier facultad duplica más o menos al de los que van al segundo en el año siguiente.
Hay falta de preparación para la universidad, falta de entrenamiento, falta de orientación vocacional para que se pueda aprovechar el esfuerzo universitario. Muchos problemas que recibe el profesor universitario vienen acumulados de una educación deficiente. Desde la escuela primaria, el niño va cojeando, y ante la idea del gran esfuerzo cuantitativo que ha realizado el país con tan bajo rendimiento cualitativo, nos sentimos propensos a considerar que quizás habría que encontrar la clave en la Escuela Normal, donde se forman los maestros. Pero el muchacho que va a la Normal, ya ha pasado por la Primaria y, según las nuevas aspiraciones, por la Secundaria, al menos por parte de la Secundaria: ya la formación del futuro maestro se resiente de la falla anterior.
El alumno llega sin la forja del carácter, sin el sentido de responsabilidad, sin la idea clara de los objetivos que tiene el país, del momento y de la vida que debe llevar. Esto lo vemos los profesores en las cosas más elementales. A veces, un profesor universitario se alarma porque un alumno que ha pasado por un liceo no tiene noción de cualquier hecho elemental de conocimiento general. La ortografía, por ejemplo: yo no puedo aplazar a un estudiante en la universidad porque escriba sus tesis llenas de errores de ortografía, pues no lo estoy examinando en gramática; pero me da vergüenza que la universidad le otorgue un diploma a una persona que no tiene noción de las reglas elementales del idioma. No puedo aplazarlo porque me está contestando lo fundamental de la materia que yo le he enseñado; pero suelo recomendar a los responsables de la dirección universitaria: —hagan una prueba de ortografía a los estudiantes cuando lleguen y pongan un curso obligatorio para que aprendan a escribir los que no sepan y no desprestigien a la universidad cuando salgan de ella. Después se les enseñan otras lenguas, sin tener siquiera el menor entrenamiento en el manejo de la suya.
Volviendo a las cifras de deserción en el primer año, óiganse las de la Facultad de Derecho. Tomemos una cohorte determinada. Por ejemplo: en 1962-63 empiezan el primer año 1.325 alumnos; en 1963-64 están en segundo año 643, es decir, se han perdido 682 en el tránsito del primero al segundo; en el año 1964-65 están en tercero 517; en el 1965-66 están en cuarto 467; en el 1966-67 están en quinto año (son los que se van a graduar) 387. Hay una pérdida de 295 del segundo año al quinto, por una pérdida de 682 del primero al segundo. Otro ejemplo: los que empezaron en el año 1963-64 eran 1.280; en segundo año eran 652, y están ahora, en cuarto, 520: se perdieron del primero al segundo año 628; del segundo al cuarto año, 132. El alto número de fracasados en el primer año indica que no existen canales, mecanismos, sistemas, apra orientar las vocaciones antes de empezar la carrera.
En 1964-65 se aplica el reglamento de repitientes: disminuye un poco la inscripción en primer año, no llega a 1.000, son 931; pero, de todas maneras, para el segundo año van 531: hay una pérdida de 400. Estoy usando las estadísticas de la Facultad de Derecho, que se considera como una facultad «suave», donde, según decía nuestro querido colega el doctor González Miranda, se puede obtener el grado de doctor por usucapión: basta —decía él— ir a la universidad y estarse allá para salir graduado al cabo de los años. En otras facultades, donde los exámenes son más rigurosos, donde el entrenamiento es más exigente, las cifras son mucho más elocuentes.
Todo esto plantea, además, un nuevo problema: ¿hasta dónde va a crecer la Universidad Central? Tendremos que fijar un límite racional, estudiado técnicamente, y no a base de población total, sino a base de población por facultad. Según las posibilidades y los requerimientos del país, cada facultad debe saber hasta dónde puede llegar. ¿Quiere esto decir que se cierren las puertas de la universidad? No. Lo que tenemos es que abrir las puertas de otras universidades, estimular las universidades privadas, impulsar las universidades de provincia. La de Valencia está a dos horas apenas de Caracas.
En cualquier país del mundo, un estudiante que vive en una ciudad como Caracas puede ir a hacer sus estudios a una distancia como la de aquí a Valencia. Esto daría un rendimiento económico más provechoso a la estructura general de la Universidad de Carabobo, ya organizada y en funcionamiento. Otro recurso es el de estimular la formación de nuevas universidades en la propia zona metropolitana. Todo ello puede hacerse. Lo que no es ideal es que lleguemos a una Universidad Central con cien mil estudiantes en una ciudad universitaria construida para seis mil, lo cual traería el peor ausentismo escolar: acabar con los restos de escolaridad obligatoria que nos queda, y disminuir y rebajar las posibilidades de la docencia.
El gobierno universitario y la autonomía
Tenemos problemas sumamente graves en el funcionamiento mismo de la universidad. Esto se relaciona con el problema del gobierno universitario. La universidad es autónoma. Se está discutiendo mucho el problema de la autonomía universitaria. Yo, como universitario, como defensor consecuente de la autonomía (Perdonen ustedes el desahogo, pero en la vida, especialmente en la política, a veces hay poca consecuencia en determinadas posiciones. Hay muchos que sostienen la autonomía cuando no son gobierno y van en contra de la autonomía cuando son gobierno; hay corrientes ideológicas que son vociferantes defensoras de la autonomía, pero donde gobiernan no la toleran. El comandante Fidel Castro, por ejemplo, defendía la autonomía universitaria en Cuba cuando era estudiante, pero al llegar al gobierno la liquidó. Nosotros somos defensores de la autonomía universitaria en el gobierno y en la oposición, por atribuirle un contenido fundamental y valioso).
Como defensor de la autonomía, repito, siento con angustia que el concepto de autonomía y el aprecio por la autonomía en los sectores de la opinión pública se está deteriorando. Con frecuencia se encuentra que, al ocurrir una reacción impulsiva como la del Presidente Lleras en Colombia —que me explico, pero que no comparto ni aplaudo—, mucha gente dice: «¡Muy bien hecho, eso es lo que deben hacer aquí!». Un poco como ocurrió (salvando las diferencias) con el envío de los marinos norteamericanos a Santo Domingo; dicen: «Aquello se alborotó; muy bien, que lleguen y pongan el orden». Pero no se sabe cómo quedó la cosa por dentro. Claro, pudieron resolver la situación en un momento, quizás por un período; pero, ¿cuál va a ser la consecuencia, en la proyección que se debe considerar, que es una proyección más duradera? Yo, por ejemplo, pienso: ¿cómo va a hacer el Presidente Lleras, que dice, con razón, «no es justo que el Presidente en Colombia no pueda entrar en una universidad» para entrar en la universidad en el futuro? ¿Va a mandar la tropa primero para que le prepare un callejón? Creo que está más lejos de la universidad ahora, porque el problema corresponde al espíritu universitario, a la realidad universitaria, no se puede resolver desde fuera.
Pero reconozco, porque ando por la calle, porque hablo con la gente, que mucha gente dice: ¿hasta cuándo esa bendita autonomía?
¿Qué se entiende por autonomía universitaria? Sabemos que la autonomía universitaria es autonomía docente (libertad de cátedra), autonomía económica (en realidad, no lo es tanto, porque la universidad no tiene recursos ni los va a tener; debe tener algunos recursos, pero va a depender siempre sustancialmente del presupuesto del Estado para sostenerse), autonomía administrativa (porque maneja sus propios recursos con sus propias normas y su personal propio); pero, propiamente hablando, se expresamente decididamente en lo que podríamos llamar el autogobierno. La autonomía universitaria es el autogobierno, o sea, el derecho reconocido a la institución universitaria de gobernarse a sí misma, a través de unos mecanismos que la ley establece, respetando como es su deber, la integración de sus tareas en un plan armónico para toda la vida nacional. Esos mecanismos no los inventó la universidad. La ley se los da y algunas veces se deforman. Ese concepto de autogobierno está fallando porque está fallando el gobierno de la universidad.
En el fondo, como dicen muchos, la crisis de la universidad no es sino el reflejo de una crisis nacional. Y si no sabemos gobernar democráticamente la universidad, difícilmente podremos gobernar democráticamente la república. Es el reto que tiene que afrontar el país; y quienes creemos que Venezuela puede y debe gobernarse democráticamente, creemos que la universidad puede y debe gobernarse a través de la autonomía. Algunos dicen: ¿pero puede aceptarse una extraterritorialidad, un «enclave» dentro del territorio nacional? La ley no establece eso. La ley dice: «El recinto de las universidades es inviolable. Su vigilancia y el mantenimiento del orden son de la competencia y responsabilidad de las autoridades universitarias (de la competencia y responsabilidad —óigase bien— de las autoridades universitarias); no podrá ser allanado sino para impedir la consumación de un delito o para cumplir las decisiones de los Tribunales de Justicia».
Leyendo esta disposición, automáticamente nos viene el recuerdo de la garantía constitucional tradicional de la inviolabilidad de domicilio, consagrada en la Constitución en estos términos: «El hogar doméstico es inviolable. No podrá ser allanado sino para impedir la perpetración de un delito o para cumplir, de acuerdo con la ley, las decisiones que dicten los Tribunales». Eso no quiere decir que el hogar de cada uno de nosotros sea un enclave extraterritorial dentro del territorio nacional, sino que a cada uno se le reconoce el derecho a gobernar su casa sin que pueda penetrar el Estado sino en determinadas circunstancias de mucha gravedad. A la universidad como institución se le reconoce el mismo derecho, que proviene un poco de los tiempos en que la universidad era una casa (como la vieja casa universitaria de San Francisco), demarcada como puede estarlo un gran hogar, y más difícil de manejar cuando hay una ciudad universitaria, cuando esa ciudad universitaria tiene calles transitadas por vehículos y, sobre todo, cuando está ubicada materialmente en el centro de las vías de la comunidad metropolitana.
La ley no quiso hacer extraterritorial la universidad. Claro, el Rector de la universidad puede decir: «Yo no soy policía, yo no puede estar requisando a cada persona ni personalmente enfrentando cada hecho que dentro de la ciudad universitaria ocurra». Pero la autoridad universitaria tiene no solo la competencia sino la responsabilidad. «Donde está el derecho, ahí está la carga», como decían los romanos (ubi emolumentum, ibi onus). Si la universidad reclama el privilegio de gobernarse, las autoridades universitarias tienen el deber de gobernar; y, en el fondo, lo que la gente está viendo como una falla de la institución, en realidad es una falla de funcionamiento, una falla de mecanismo. El problema de la universidad, en el fondo, es un problema de autoridad dentro de la universidad. Autoridad legítima, seria. Se supone que debe llevarse a la población universitaria la conciencia de que hay que cumplir dentro de la universidad las leyes y los reglamentos.
La responsabilidad de los profesores
Ahora, ¿de quién depende esto? Depende, en gran parte, de los profesores. En definitiva, el problema de la universidad es un problema del profesorado. Como profesor, puedo decir que el profesorado universitario no ha tenido conciencia de su responsabilidad frente a la universidad. Hay razones para ello. Profesores han sido irrespetados y no han encontrado satisfacción en la institución universitaria; profesores se han sentido aislados y se han encontrado en situaciones que comprometen su alta investidura y no han encontrado la fuerza de la universidad misma que debió ir en su respaldo por sentirse representada en la figura y en la persona de cada profesor. Pero yo creo que no es posible resolver el problema de la universidad si los profesores universitarios no se disponen a resolverlo. Aquí está el quid.
La autonomía universitaria no significa otra cosa que la democracia en la universidad. Eso lo ha dicho el señor Rector en estos días: la democracia es el gobierno ejercido por los miembros de la comunidad. En la universidad, los miembros permanentes de la comunidad representantes de la autonomía somos los profesores. De acuerdo con la ley universitaria, la elección de las autoridades universitarias la hace el claustro de profesores, con un número de alrededor de 2.500 votantes. Los estudiantes participan en esa elección con un delegado por cada 40 estudiantes; si hay 20.000 estudiantes, eso representaría unos 500 estudiantes; si llegan a 30.000, representaría unos 750 estudiantes. Sobre 2.500 profesores, el voto de los estudiantes, definidos por sus posiciones ideológicas, viene a ser más bien simbólico: cuando las fuerzas estudiantiles se equilibran, la diferencia que un bloque de votos puede tener sobre otro es muy pequeña.
Los estudiantes no imponen candidatos, aunque quieren, desde luego, que haya candidatos que desde su punto de vista representen determinados fines. Y ahí está el peligro: algunos de ellos querrán autoridades complacientes que les permitan convertir la universidad en una trinchera, en una posición desde la cual realizar sus combates, mientras otros preferirán que se elija una autoridad respetable, capaz de imponer un rumbo adecuado a la universidad. Pero ese es el problema; y angustia que se piense en la resolución del caso por la violencia de una acción externa. La universidad fue intervenida en 1952 y cuando cesó la intervención en 1958 nos encontramos con que, bajo un orden aparente, se había desarrollado un espíritu de sublevación, de desconfianza y desajuste. Quizás estamos viviendo todavía en la universidad gran parte de las consecuencias de un orden externo impuesto que no correspondía a un hecho real, un orden que no salía de la conciencia y de la voluntaria conducta.
Por eso, al acercarme al planteamiento del problema de la universidad y al reconocer —como me atrevo a reconocerlo acá— que la universidad no está a la altura del cumplimiento de su misión (no está a la altura de su responsabilidad para con el país en cuando al proceso de desarrollo, no está a la altura de su responsabilidad con el país en la formación de técnicos, no está a la altura de su responsabilidad con el país en la formación misma de una conciencia humana, de una conciencia institucional), insisto en que son los propios universitarios los obligados a resolverlo. Insisto en esto que a algunos quizás les parezca una aspiración imposible, porque, en realidad, es la única solución viable y sólida.
La universidad se rescata desde dentro. El destino de la universidad está principalmente sobre los hombros del profesorado. Un grupo de profesores en estos días hemos iniciado una encuesta para ver qué nos responden en su inquietud los profesores universitarios; y es una falsedad, por lo menos en cuanto a algunos grupos respecta (lo digo concretamente en cuanto toca al grupo en que yo me encuentro), el que pretendamos colocar autoridades universitarias que sirvan intereses políticos. Ante un auditorio tan calificado como este, yo quiero decir que la corriente dentro de la cual me encuentro —una corriente respetable en la vida de la universidad, tanto en el sector profesoral, como en el sector estudiantil, como dentro de un sector importante también, que es el de los que trabajan como empleados y obreros dentro de la universidad— no desea una posición política en el rectorado. Desea un Rector que le responda a la institución universitaria, asuma la plenitud de sus responsabilidades, se presente ante el país y le diga: «Está despejado cualquier peligro, cualquier temor de fractura del mecanismo autónomo de la institución universitaria, porque la propia institución universitaria toma plena conciencia de su deber y se halla dispuesta a cumplirlo».
Si en Venezuela estamos aprendiendo la democracia, estamos aprendiéndola también dentro de la universidad, y es necesario que el titular de la autoridad, que es el pueblo universitario, se ponga, sencillamente, a la altura de su misión y de su responsabilidad histórica. Creo que el profesorado tiene, en cuanto a méritos individuales y personales, estimados cada uno por separado, un estándar muy alto, nada despreciable; cada uno de los profesores universitarios, examinado individualmente, nos da un índice que en promedio se puede parangonar con cualquiera de cualquier país. Pero el equipo, como tal, no está definitivamente integrado; y esa integración es necesaria para que se pueda realmente programar la acción de la universidad y para que la universidad pueda verdaderamente ser para el país lo que decían los antiguos: el Alma Mater, la madre providente, la madre sostenedora y augusta, necesaria para que Venezuela pueda alcanzar su meta.