Tenemos que ir a donde vayamos todos juntos
Discurso en la Asamblea General de la Internacional Demócrata-Cristiana, celebrada en Lisboa, Portugal, el 6 de junio de 1986.
He aceptado con sumo gusto la invitación que Andrés Zaldívar, presidente de la Internacional Demócrata-Cristiana me ha hecho, para dar un saludo y expresar algunas ideas en el seno de esta importante reunión. En efecto, ayer llegué de Venezuela y mañana cruzaré nuevamente el Atlántico para regresar a mi país.
He venido especialmente porque estoy convencido de la necesidad de que la hora actual coloca muy graves y urgentes responsabilidades sobre los Partidos Demócrata-Cristianos. Además, tengo el privilegio de haber sido el primer presidente de la Unión Mundial Demócrata-Cristiana, de su Comité Mundial, presidencia que entregué en Venecia a nuestro amigo Mariano Rumor, a quien debo reconocer el gran esfuerzo personal y la intensa dedicación que entregó a ese cargo. Por cierto, debo reconocer que me gustaba más la denominación de Unión Mundial Demócrata-Cristiana que la de Internacional Demócrata-Cristiana. Desde luego, este es un hecho consumado, pero creo que aquella nos daba una mayor identidad frente a las internacionales políticas; que el término mundial es más amplio y quizás más comunitario que el término internacional; y que al fin y al cabo esta idea de solidaridad en el mundo se expresaba mejor en el sustantivo de «Unión», que en la idea de una relación entre diversos grupos nacionales.
Debo manifestar que encuentro que la Democracia Cristiana, desde hace más de veinte años en que surgió la Unión Mundial sobre el encuentro de la Unión Europea –antiguos «nuevos equipos internacionales»–, la latinoamericana ODCA, Organización Demócrata Cristiana de América, y la meritoria y muy respetable Unión de los Partidos de la Europa Central en exilio, ha venido desarrollando su contenido y afirmándolo, y nos ha venido llevando a descartar cada vez más la tremenda preocupación que hemos tenido siempre de que nuestros encuentros se puedan convertir en eventos turísticos y hacer que sean realmente reuniones de trabajo, de esfuerzo y de compromiso para llevar adelante nuestra acción.
Por de pronto, la Democracia Cristiana se ha anotado recientes triunfos que han sido memorables. En América Latina, los más recientes, los de El Salvador, Guatemala y República Dominicana. En Europa, la demostración de que la Democracia Cristiana no se estanca y retrocede sino que avanza, le han dado consultas electorales recientes, entre ellas la brillante labor realizada por los partidos demócrata-cristianos de los Países Bajos. Pero, además, nuestros partidos, la Internacional Demócrata-Cristiana, se han hecho reconocer cada vez más como un factor indispensable en el mundo para el fortalecimiento y defensa de la democracia.
Y creo que podemos afirmar, sin temor a ser desmentidos, que hemos dado un ejemplo de lealtad a la fe democrática en todos los lugares del mundo, sin egoísmos ideológicos, sin parcialidades mezquinas. Hemos apoyado la democracia donde el pueblo ha votado por candidatos democristianos; hemos defendido la democracia en los países en los cuales la inclinación de la voluntad popular ha ido hacia otras fórmulas políticas. Para nosotros, la democracia en Costa Rica o en Honduras, dirigida por gobiernos socialdemócratas, es tan digna de apoyo y de ayuda y de solidaridad, como la democracia en El Salvador o en Guatemala, donde tenemos gobiernos demócrata-cristianos.
La relación con las otras internacionales políticas ha mejorado. Creo que debe mejorar mucho más. En un Congreso Mundial de la Democracia Cristiana realizado en Santiago de Chile, en los días de esplendor de la democracia chilena, hace ya varias décadas, la delegación venezolana propuso y fue aprobada la tesis de lograr entendimientos con las otras fuerzas políticas de genuino sentido democrático y de vocación a la apertura social para la defensa de la democracia y de la justicia social en el mundo entero. Esta idea la repetí en una reunión del Comité Mundial en Curazao, en las Antillas Neerlandesas, y creo que ha comenzado a operar, aunque no en la medida que sería más deseable.
La Internacional Socialista –que cada vez es menos socialista y más socialdemócrata–, la Internacional Liberal, la Internacional Demócrata-Cristiana, tienen un deber solidario y creo que a nosotros nos corresponde la iniciativa, nos corresponde ser los primeros en la afirmación de esta necesaria solidaridad, que no excluye nuestras luchas, tanto locales como nacionales, como en el plano internacional. Nosotros mismos, en mi país, estamos empeñados en una lucha dura y sistemática contra el actual gobierno social-demócrata, pero tenemos que convencer a todos los hombres amantes de la libertad y celosos de los derechos humanos en todos los continentes, de que somos nosotros, los demócrata-cristianos, los que esgrimimos la bandera de la solidaridad, la bandera de la libertad y la bandera de la justicia social, y de que en ese sentido estamos dispuestos a poner por encima de nuestros propios intereses de grupo o de lugar, los intereses generales de los seres humanos, los intereses de todos los pueblos en general.
Esto, desde luego, nos lleva al planteamiento de la existencia de una Internacional Democrática de orientación predominantemente conservadora. Si estamos dispuestos a llegar a entendimientos con los socialistas y con los liberales, para el beneficio general de los pueblos, no veo yo razón ninguna para que no podamos llegar a acuerdos temporales y hasta permanentes en determinadas y específicas áreas, con los partidos conservadores que sean genuinamente respetuosos de la voluntad de su pueblo y a los que no se les puede negar su característica democrática. Ahora bien, frente a esa Internacional, de inspiración o en la que predominan partidos de orientación conservadora, yo quisiera agregar a la clara e importante definición que acaba de hacer el señor Geissler, Secretario General de la Unión Demócrata-Cristiana de la República Federal Alemana, de mantener nuestra identidad y no incurrir en nada que pueda llevar a conclusiones que nos coloquen en el mismo plano del Partido Conservador Inglés o del Partido Republicano de los Estados Unidos.
Otro elemento que considero fundamental y que he planteado a los amigos demócrata-cristianos, al presidente Mock del Partido Popular de Austria, presidente de la Internacional Democrática –y que no sé si se ha tomado suficientemente en cuenta, pero que para mí es un elemento primordial ante cualquier tipo de ayuda–, es que no podemos prestarnos a que se juegue a dividirnos, a clasificarnos, a catalogarnos entre partidos demócrata-cristianos aceptables para esos partidos conservadores de otros países y partidos demócrata-cristianos excluidos y extrañados, porque les parece que su posición es demasiado revolucionaria o demasiado vehemente y no es compatible con los intereses que ellos tratan de defender.
Tenemos que ir a donde vayamos todos juntos y es indispensable que las decisiones se tomen de acuerdo entre todos. No podemos aceptar el precedente de que algunos partidos demócrata-cristianos, por importantes que sean, adopten sus propias decisiones en el campo de la política internacional sin tomar en cuenta que este campo nos pertenece a todos solidariamente y que todos tenemos el derecho y el deber de participar en cualquier decisión que nos pueda afectar.
Dentro de esta orientación general, tenemos mucho que realizar. Con el inolvidable Arístides Calvani habíamos planteado en relación a América Latina un objetivo que consideramos tiene que ser un objetivo general, un objetivo universal: en todo país, la democracia cristiana debe ser una fuerza de gobierno o una alternativa para el poder, o por lo menos una fuerza lo suficientemente seria y respetable como para influir, para participar en la orientación de la política general, en la decisión de los asuntos fundamentales. Ya pasó el tiempo en que en un país la democracia cristiana podía ser simplemente una ilusión, una afirmación ideológica, un club de intelectuales para producir un manifiesto o documento de gran valor desde el punto de vista literario o filosófico, pero de escasa influencia desde el punto de vista real.
Tenemos que luchar, y un Congreso como este nos ofrece la oportunidad para pedirle a todos los abanderados de la democracia cristiana en todos los países, el que tomen en serio esta gravísima responsabilidad. Tienen que abrirse a sus pueblos, tienen que lograr el acceso a las mayorías populares. Somos demócratas y como demócratas mantenemos el principio de que los pueblos se rigen por la voluntad de sus integrantes. No podemos constituirnos en islas segregadas, muy celosas de una posición que no llegamos a explicar suficientemente o llevar convincentemente al ánimo de esas inmensas mayorías, que están esperando de nosotros un mensaje de aliento y de fe.
Tenemos que combinar la afirmación de los principios, la especificidad de la doctrina, con el conocimiento real del alma de la gente humilde, con la realidad política, no en el sentido del pragmatismo mezquino e interesado, sino en el sentido de la obligación de la acción fecunda, que tenemos que cumplir para que cada vez sea más respetada la democracia cristiana en cualquier lugar del universo.
Veo con gran emoción el que estamos penetrando en otros continentes, de que estamos haciendo acto de presencia en el Asia y en el África. Sabemos que la denominación demócrata-cristiana en muchos de esos países puede constituirse en un obstáculo a la penetración. No se trata del nombre. Para mí un partido demócrata-cristiano no es el que adopta esa etiqueta, sino el que se inspira en los valores espirituales que integran lo que llamamos la cristiandad, el que se orienta en una doctrina que defiende la libertad, los derechos humanos, la institucionalidad, el pluralismo y que busca a través de un desarrollo que no puede ser solamente el aumento de los renglones económicos de la producción, la realización de la persona de cada uno, en cada sitio y en cada lugar.
Muchos partidos miembros de la Internacional Socialista no se llaman socialistas y quizás no son socialistas. Quizás en la Internacional Socialista en estos momentos hay muchos más partidos conservadores que en el seno de la Internacional Demócrata-Cristiana.
Tenemos que impulsar esta tarea y darnos cuenta de la realidad que estamos atravesando; y dada la circunstancia de que en nuestra internacional las dos fuerzas más importantes son la fuerza europea y la fuerza latinoamericana, debemos abordar los temas y superar las dificultades y las diferencias para que podamos lograr una acción constructiva, que no puede limitarse a la ayuda generosa, a veces convencional y quizás en alguna circunstancia caprichosa, que los partidos o algunos partidos europeos puedan ofrecer a los partidos o algunos partidos latinoamericanos.
Sabemos que estamos en condiciones diferentes y eso nos da mayor oportunidad para actuar. Sé que estamos inspirados por el mismo ideal y sé que en el fondo estamos movidos por una aspiración común. Ayer tarde le oímos aquí a Gabriel Valdés, que es la voz más calificada del legítimo pueblo chileno en la lucha dramática y magnífica por la reconquista de sus libertades, que el diálogo Norte-Sur parece terminar; que la preocupación por la Justicia Social Internacional está como marginada en el momento actual. Yo pienso que en el seno de nuestra Unión, de nuestra Internacional, podemos realizar, debemos realizar, el diálogo Norte-Sur, que no se expresa en la confrontación, que no busca colocar a unos en el banquillo de los acusados para reclamar posiciones que a lo mejor no pueden ser atendidas por los otros. Tenemos que plantear el diálogo Norte-Sur en busca de la solidaridad. Si los europeos son más ricos, más poderosos, tienen mayores posibilidades de influencia, eso, a los latinoamericanos no nos da el derecho de incriminarlos, sino al revés, de reclamarles el que ellos sean los agentes más destacados para que la gran Europa haga un acto de conciencia y tome la posición que esperamos quienes somos sus hijos, quienes estamos formados en su misma cultura, quienes compartimos sus mismas preocupaciones filosóficas y morales, pero que tenemos derecho a darle a nuestro pueblo lo que esa doctrina, esos principios y esa filosofía le han ofrecido.
Yo siento que en los problemas que se plantean no podemos exigir terminantemente a las potencias europeas, a los gobiernos europeos, el que de una vez realicen lo que nosotros creemos que deben realizar, porque estamos convencidos de que es su deber realizarlo. Pero sí tenemos el derecho, que yo quiero reivindicar aquí en nombre de los pueblos de América Latina y de todos los pueblos del Tercer Mundo, de pedir que los voceros de la democracia cristiana en los países de Europa occidental sean los primeros en la defensa de nuestros derechos, sean los más fuertes, los más enérgicos, los más calificados, para que los demás representantes de las corrientes europeas abran sus oídos, abran sus espíritus, a nuestros justos y urgentes reclamos.
Cuando un Ministro de Relaciones Exteriores europeo, demócrata-cristiano, como Giulio Andreotti, o como Leo Tyndemans, se hacen en el seno de la comunidad económica europea los defensores de América Latina, nos sentimos más demócrata-cristianos. Y no podemos aceptar que en algunas ocasiones prevalezcan en el seno de la gran Europa posiciones de egoísmos nacionales y de intereses materiales que llegan a ser hasta menos condescendientes de lo que en algunas ocasiones se muestran los Estados Unidos. Cuando la carne argentina o uruguaya se siente amenazada por la baja del precio de la carne de la comunidad europea, sentimos un alivio si sabemos que Andreotti ha llamado la atención para que esa situación no se establezca y para que no condene a graves condiciones económicas a países que viven de esa exportación.
Y cuando planteamos el problema de la deuda queremos que dentro de la comunidad europea la voz demócrata–cristiana sea la más poderosa, para que se den cuenta los países de las entidades financieras prestamistas de que los latinoamericanos no somos pueblos maulas que se niegan a satisfacer compromisos, sino pueblos que están en una difícil situación y reclaman, para cumplir sus compromisos –que no estamos desconociéndolos por el deseo de desconocerlos-, de que se nos dé acceso a nuestros productos de exportación a precios justos, de que no se cierren los mercados, de que se nos dé la transferencia tecnológica y de que se pongan límites a las tasas de interés usurarias, que van contra la más legítima doctrina que el pensamiento cristiano de todas las épocas ha sostenido frente a la economía.
Somos realmente países, los de América Latina y qué diremos de los de Asia y África, que estamos en una situación económica dramática. Yo soy ciudadano de un país, Venezuela, que tiene fama de riqueza por el hecho de ser un país exportador de petróleo. Quiero decirles a ustedes una cosa: en la mejor de nuestras épocas, con la más alta exportación petrolera y con los mejores precios del petróleo, con el cambio internacional en las condiciones más favorables para nosotros, el ingreso per cápita en Venezuela ha sido inferior al límite de la pobreza crítica establecido oficialmente en los Estados Unidos de América. Nos han llamado ricos porque nuestros hermanos son aún más pobres que nosotros.
Pero, ¿con qué derecho se nos pretende reclamar el uso de nuestra supuesta riqueza? ¿con qué derecho se nos quiere hasta negar –como se nos negó en un momento dado– el acceso a los organismos multilaterales de crédito, cuando repito, el ingreso per cápita en dólares ha estado por debajo del ingreso que a un habitante de los Estados Unidos lo coloca en posición de recibir un auxilio, un subsidio de los organismos de asistencia social?
Esto no puede continuar y la democracia cristiana tiene que tener plena conciencia de ello. No estamos tratando de apostrofar a los ricos porque lo sean, pero tampoco aceptamos que la causa de nuestra pobreza se impute a pereza, o a incapacidad. Los factores económicos, históricos, políticos, sociales, son tantos que el mundo los conoce y no es necesario recordarlos. La Revolución Industrial hizo más ricos a los que ya eran ricos, estuvo apoyada en la explotación del trabajador, de la mujer y del menor, en la falta de seguridad social, en las jornadas de trabajo sin límites y, además de todo esto, estuvo apoyada en la esclavitud, que es la lacra más vergonzosa que la civilización cristiana ha tenido en su historia, al colonialismo que sustituyó a la esclavitud, y a la condición de proveedores de materias primas en que se nos colocó cuando políticamente se eliminó el sistema colonial.
Vamos a lograr, pues, que seamos todos una solidaridad. Sabemos que los partidos demócrata-cristianos no son dueños absolutos de sus países en Europa, que no tienen la posibilidad de cambiar las cosas de momento, pero queremos que su posición sea clara, firme, inconfundible, que no se nos quite la bandera, que no vengan a decirnos los socialistas que lograron que Palme en Suecia o Willy Brandt en Alemania se hicieran eco de sus preocupaciones y de sus aspiraciones, cuando nosotros podemos decirles que tenemos en el seno de cada uno de los países de Europa Occidental una voz demócrata-cristiana dispuesta a luchar por nosotros.
Y hay otro punto en el cual tenemos que ser claros: la posición frente a los Estados Unidos de América. Los demócrata-cristianos latinoamericanos no somos, no podemos ser, ni debemos ser, enemigos de los Estados Unidos de América. Lo que queremos es una nueva amistad, una amistad más justa, una amistad basada en la igualdad, que no es la igualdad de riqueza, ni la igualdad del poder, pero sí la igualdad de la dignidad, del respeto que se nos debe a nosotros, como la debemos nosotros al pueblo norteamericano. En el seno del Congreso de los Estados Unidos de América, o en muchas universidades que me han conferido generosamente honores que no merezco, he sostenido esa afirmación, que yo quisiera que los demócrata-cristianos europeos tuvieran presente siempre para juzgar las relaciones entre las dos Américas: «ser distintos, ser diferentes, no significa ser mejores ni peores. Somos sencillamente diferentes», y si bien es cierto que en muchos aspectos estamos muy atrás de donde ha llegado los Estados Unidos, también es cierto que hace más de trescientos años, cuando todavía ni soñaba la educación superior establecerse en los Estados Unidos, ya los países de América Latina teníamos universidades que estaban forjando y expandiendo cultura.
Nosotros queremos que la Europa Occidental, que es un aliado número uno para los Estados Unidos en su política internacional, mantenga siempre como una condición un trato justo, un trato noble, un trato claro para con los países de América Latina. Esto tuve ocasión de plantearlo en un memorándum que le entregué en Caracas, en diciembre de 1961 al presidente John F. Kennedy, y en un memorándum que le entregué en su casa de Rochendorf, cerca de Bonn, en febrero de 1962, al canciller Konrad Adenauer.
Tenemos que hacer sentir, por un lado, que la democracia cristiana europea considera que sus mejores relaciones con los Estados Unidos pasan por un nuevo trato para con los países de América Latina, y que los Estados Unidos sepan además que sus relaciones con América Latina tienen que descartar definitivamente el dilema de «o dictadores militares o gobiernos social-demócratas», para recordar que hay también una fuerza, la fuerza demócrata-cristiana, una fuerza enérgica que crece, que se fortalece y que representa legítimas aspiraciones, legítimos derechos de los pueblos.
Nosotros hemos planteado en el contacto que hemos tenido con los partidos políticos norteamericanos, con los cuales estamos empezando a colaborar en una labor de educación y de difusión de las ideas democráticas, de las que recientemente una jornada de bastante trascendencia ha sido la relativa a la re-democratización del gobierno en Chile, que se realizó en Caracas, que no aceptamos la identificación del partido Demócrata Cristiano con el Partido Republicano, ni del Partido Social Demócrata con el Partido Demócrata. Si quieren una relación, ambos partidos, que representan la inmensa mayoría de los Estados Unidos, que mantengan una relación con los partidos que representan a las dos grandes corrientes políticas de América Latina.
Yo quería informar de este punto porque creo que es indispensable, y así como hemos dicho, cuando se nos ha planteado el problema de la Internacional Democrática, dirigida por partidos conservadores, que mi partido Social Cristiano COPEI de Venezuela no tomaría ninguna decisión sin acuerdo con el Partido Demócrata Cristiano de Chile, ya que nos ha correspondido a ambos la responsabilidad de dirigir la solidaridad en nuestro continente, así mismo creo que cualquier posición que se adopte o pueda adoptarse en el porvenir en relación al Continente Europeo, tiene que buscar una relación estrecha con los países de América Latina, en la seguridad de que no seremos irracionales, de que no somos irresponsables, de que hemos demostrado a través del tiempo que tenemos conciencia de que no basta la ilusión, sino que es necesario contemplar la realidad para servir a nuestros pueblos.
Amigos y amigas: el pueblo en el mundo tiene hambre. Son muchos los millones que desde el punto de vista material no alcanzan a obtener lo necesario para una vida sana e higiénica; pero sobre el hambre material el mundo tiene hambre de solidaridad y de justicia.
Yo siento que cuando nos reunimos nuestros pueblos esperan un mensaje. Por eso se ha dicho que la presencia de los jefes políticos de Europa es importante porque aumenta la atención, porque despierta la preocupación, porque demuestra que hay verdadero interés en lo que salga de aquí para atender esa hambre de los pueblos.
Yo espero, deseo vivamente, que de esta reunión y de las próximas, salga un mensaje capaz de llevarle a los pueblos la seguridad de que sus esperanzas no están muertas, de que hay hombres y mujeres en todos los continentes que casa día se preocupan más por hacer que sea realidad la libertad, el respeto de los derechos humanos y la justicia social, tanto en el plano interno de cada país como en el plano internacional.
Muchas gracias.