Un nuevo Plan Marshall
Artículo para ALA, publicado en El Universal, el 5 de abril de 1989.
La «Agenda Hemisférica», que fue preparada para los días 29 y 30 del pasado mes de marzo por el Centro Carter de la Universidad de Emory, Atlanta, tenía puntos de gran importancia en lo concerniente a las relaciones de Estados Unidos con América Latina: la situación de América Central, la deuda externa de Latinoamérica, la democracia y los derechos humanos, la posibilidad de reinserción de Cuba en el contexto hemisférico, la situación y perspectivas del sistema latinoamericano, la cooperación económica entre el Norte y el resto del Hemisferio. Pero la cuestión de la deuda externa resultó, y tenía que resultar, no obstante la importancia de todos los otros temas, lo más relevante de la reunión. Porque, como he insistido en otras ocasiones, si no es el más grave ni el más profundo de los problemas que nos inquietan, sí es el más urgente. En cierto modo se ha constituido en condición para poder intentar la solución de los otros, ya que la situación actual de nuestros países, con el peso agobiante del servicio de la deuda, es un obstáculo para cualquier acción encaminada al desarrollo económico y social.
Muchas cosas importantes se dijeron, en diálogo franco y abierto, entre personas de variados sectores y países: en los norteamericanos, altos funcionarios del Gobierno, Senadores y Representantes influyentes, economistas calificados y hasta banqueros de significación; en los latinoamericanos, un jefe de Estado activo (fue una lástima que otros presidentes invitados no pudieran ir), dos jefes de Gobierno, varios ex jefes de Estado y de Gobierno, ministros, legisladores, diplomáticos expertos y empresarios de relevancia en el mundo de la economía; además, miembros directivos de organismos financieros internacionales.
Entre las cosas en las cuales era necesario insistir, y que tuvieron acogida positiva (al menos en principio) por parte de los norteamericanos, hay que señalar: la urgencia, inaplazable, perentoria, de abrir camino para una solución; la necesidad de rebajar sustancialmente la carga del servicio de la deuda; el requerimiento de una concurrencia plural de países acreedores y deudores, y la responsabilidad de los gobiernos, que no pueden dejar la cuestión a la buena voluntad de los bancos y a las negociaciones hasta ahora infecundas entre los prestamistas y prestatarios. Se insistió en que la solución «caso por caso» no puede ser lograda sin establecer previamente unos parámetros de carácter general, para negociar dentro de ellos cada caso, según la situación y condiciones de cada país. Y cuando se mencionó que mientras no se defina una fórmula adecuada los deudores no deberían seguir pagando intereses sobre 100% de las deudas, que en el mercado secundario se cotizan en el orden de 30 y hasta de 20 por ciento, y aun menos de su valor originario, hubo expresiones coincidentes de parte de economistas notables, como Jeffrey Sachs, de la Universidad de Harvard, quien manifestó que ello sería inevitable si no se adoptan de inmediato las decisiones requeridas.
La asistencia del secretario de Estado, James Baker, figura prominente de la nueva administración, fue muy importante para que el público estadounidense percibiera la trascendencia de la reunión. Y como es bien sabido que los líderes de aquel país colocan como condicionante de sus decisiones la aceptación y apoyo, o por lo menos la compresión, del ciudadano común y corriente, el cual, como contribuyente («tax-payer») cuida celosamente de que los recursos que aporta a la Unión Federal no se despilfarren o malgasten, convenía que los medios de comunicación, audiovisuales y escritos, les pusieran ante los ojos la presencia de su Gobierno, convencido de la necesidad de tratar la materia que se consideraba en Atlanta.
El secretario Baker, pronunció un breve discurso (bien escrito y bien dicho) sobre la situación internacional y concretamente sobre la posición norteamericana en relación a la América Latina, dándole al problema de la deuda la importancia que le corresponde. Luego, el «Speaker» de la Cámara de Representantes, Jim Wrigth, demócrata, pronunció otro excelente discurso en nombre de la «leal oposición». Afirmó que la orientación delineada por el secretario Baker no era solamente la del Gobierno, sino que involucraba el sentir común de los Estados Unidos.
Estos discursos se difundieron ampliamente. Después de que los medios de comunicación fueron invitados a salir, continuaron las reuniones sin trasmisión directa al público, aunque, por supuesto, sin carácter de confidencialidad, que habría sido inaceptable. Más de hora y media de diálogo con el secretario de Estado permitieron hacerle diversos planteamientos. Su exposición inicial había tenido cierto tono de generalidad, lo que daba motivo para solicitar aclaraciones y hacer puntualizaciones, a fin de aprovechar suficientemente la ocasión que se ofrecía a los expositores de América Latina.
Abierto el diálogo, al secretario Baker le hice dos preguntas. La primera, si su Gobierno estaba dispuesto a soportar una parte del costo financiero que envolverán los sacrificios necesarios para resolver el problema de la deuda. Aludí, a este respecto, al Plan Marshall, una de las operaciones internacionales más importantes de este siglo, que permitió la reconstrucción de los países europeos devastados por la II Guerra Mundial. La otra pregunta fue la de si su gobierno estaría dispuesto a auspiciar una reconsideración de la condicionalidad exigida por los organismos internacionales (el FMI y el Banco Mundial) para que un país se considerara en «condiciones económicas sanas» («sound economic policies») y pudiera optar a la rebaja de la deuda y obtener nuevos flujos de capital para la reactivación económica. Le expresé que algunas de esas condiciones (administración austera, administración honesta, revisión de la política del gasto público) muchos latinoamericanos no sólo la aceptamos sino que la respaldamos con entusiasmo; pero consideramos que otras son, no sólo inaceptables, sino inconvenientes, por el costo social que suponen para nuestros pueblos. Los sucesos de Caracas lo demuestran.
La respuesta del secretario Baker, en cuanto a la segunda de mis preguntas, no me satisfizo. Hizo una consideración generalizada, diciendo que las normas económicas que en su país han producido riqueza y fortalecido la democracia no tienen por qué no producir el mismo efecto en otros; cuando, en verdad, ni las circunstancias son las mismas, ni las reglas propuestas comprenden las compensaciones que allá existen. Y en cuanto a la mención del Plan Marshall, dijo que él personalmente lo veía como ideal, pero que el presupuesto de los Estados Unidos tiene un déficit grande y la preocupación del Gobierno está en reducirlo; lo que –afirmó- nos favorecerá porque bajarán las tasas de interés (con lo que implícitamente reconoció que el alza de las mismas han tenido relación directa con el déficit presupuestario norteamericano).
Al final del diálogo recordé que cuando se adoptó el Plan Marshall, los Estados Unidos no estaban nadando en forma superavitaria. Habían contraído una considerable deuda interna para financiar los inmensos gastos de la Guerra y afrontaban un duro programa de reconstrucción económica; pero no difirieron el Plan Marshall ni podían hacerlo porque más tarde no habría tenido objeto y porque había peligro inminente de que las naciones europeas cayeran en manos del comunismo. En América Latina, ahora, el peligro es similar e igualmente urgente: no porque temamos caer en manos del marxismo-leninismo ortodoxo, lo que es muy improbable, pero si en algún sistema incompatible con la idea que tenemos de democracia. En el documento final del consenso, que me tocó leer, se insertó este párrafo: «Muchos participantes insistieron en un programa significativo, apto para ser bien recibido por el público; se necesita un programa amplio, comprensivo, es decir, grande y noble, similar al Plan Marshall».
El presidente Pérez tuvo una actuación destacada, y habló en nombre de América Latina para insistir en las ideas expuestas. Además sugirió que el Gobierno y Congreso de EEUU hicieran un compromiso en esta materia, como lo hicieron para fijar políticas en la América Central. Después, llevó a Washington al secretario Baker, para mantener con él una charla en su avión durante el trayecto; logró reunirse con el presidente Bush y dialogar con él extensamente, y tuvo contactos en Nueva York. En estas actividades no participé, porque regresé al concluir la reunión de Atlanta; pero los informes indican que hizo un esfuerzo considerable y obtuvo respuestas que abren esperanzas.
El problema nos toca a todos: a todos los venezolanos y a todos los latinoamericanos. Su urgencia se hace cada vez más apretada. Ojalá se les caigan a tiempo las vendas de los ojos a los norteamericanos y a los demás países acreedores, para que no se cumpla la terrible admonición envuelta en la pregunta que alguien hizo en nuestro Continente: ¿cuántos «caracazos» más tendrán que ocurrir para que se solucione el problema? Confiamos en que no será necesario que las cosas se agraven demasiado para que se solucione esta crisis.