Combatir la violencia para afianzar la libertad
Charla de Rafael Caldera en el programa «Actualidad Política», trasmitida el jueves 15 de diciembre de 1960, las 10 pm, por Radio Caracas Televisión y publicada el domingo 4 en el diario La Esfera.
El balance de los acontecimientos de la semana pasada es, en muchos sentidos, favorable. Por una parte, se ha demostrado un hecho fundamental: el pueblo venezolano quiere paz; no está dispuesto a secundar aventuras violentas; no está dispuesto a servir de carne de cañón de ideologías, sistemas o actitudes, cualesquiera que sean las diferentes posiciones que los distintos grupos tengan.
En los acontecimientos que Caracas y algunas poblaciones de la República vivieron se pudo observar esto que es muy importante: el pueblo tiene su convicción política, está dividido en sus partidos, manifiesta simpatías por las distintas corrientes, pueden algunos estar o no estar con el Gobierno, pueden estar o no de acuerdo parcialmente con algunas medidas, pero no se hallan en el plan de secundar movimientos de tipo insurreccional que vayan contra la indispensable estabilidad para que sus conquistas puedan lograrse en forma segura.
La ejemplar actitud del pueblo
Esto lo observaron personalidades extranjeras que se encontraban en Caracas en aquellos días. Oí su testimonio: el más impresionante y también el más lleno de interés. Por ejemplo, el de los integrantes de la misión yugoeslava que estuvo en Caracas, o el de los integrantes de una misión ecuatoriana, o de un grupo de profesores argentinos, quienes por casualidad se encontraron aquí en los días de mayor conmoción. La opinión fue absolutamente unánime en todos ellos: la actitud de la población fue serena, la gente estaba a la expectativa, molesta por los acontecimientos. Y no se trataba aquí de gente que tuviera una u otra determinada ideología, ni se trataba tampoco de gente que necesariamente estuviera identificada con el gobierno en todas o en la mayor parte de sus actuaciones, sino que lo venezolanos queremos reivindicar el derecho, sí, de opinar, el derecho de hablar, de pensar, de luchar por medios cívicos, por medios civilizados, cada uno por nuestros intereses o por nuestros sentimientos; pero sigue predominando en la conciencia del pueblo el deseo y el propósito de que se viva en un ambiente de paz fecunda que permita precisamente el logro de las mejores aspiraciones.
Otro aspecto positivo fue la convicción de que el gobierno sí puede mantener el orden. Es necesario hablar con sinceridad en este como en los otros casos. Los mismos que quizá criticaban la posición del gobierno como dura en algunas circunstancias o que le reprochan la suspensión de garantías, eran a veces los que días atrás, hablando o conversando privadamente nos decían: «el gobierno está caído; el gobierno no dura; no llega a las navidades –que es la frase más usada en estos casos– no se comen las hallacas en Miraflores». Esos mismos, después reprochaban al gobierno el suspender las garantías y tomar medidas, para defender el orden. Es que al juzgar los hechos, muchas veces se carece de la necesaria sinceridad.
Pues bien, los mismos que hablaban de que al gobierno podía derribarlo un leve soplo de cualquier naturaleza, en vista de la gravedad de los problemas del país pudieron darse cuenta de que cuando existen instituciones y la voluntad de defenderlas y hay densos grupos de ciudadanos dispuestos a esa defensa, es muy difícil derrocar un gobierno. Se derroca a los gobiernos cuando no tienen ninguna base popular, o carecen de voluntad de luchar; pero si hay voluntad de lucha y base popular, el único medio legítimo y posible que queda para su derrocamiento es el medio democrático: son las elecciones, pero no el camino de la violencia, que se vuelve contra sus propios promotores.
Estabilidad de las instituciones
Esto mismo también ha llevado a la conclusión (y es otro saldo positivo) de que las instituciones democráticas en Venezuela son más estables de lo que algunos se imaginan. Pasa que, como la democracia entre nosotros es cosa nueva, porque se ha vivido en contadas ocasiones y en circunstancias casi siempre desfavorables, hay gente que se alarma con todo lo que pasa. En Estados Unidos hay a veces disturbios, y disturbios graves, por variadas circunstancias. En los países de Europa ocurren a veces, hechos preocupantes. Pero nadie piensa que, porque sucedan, las instituciones democráticas tienen que naufragar.
Alguna vez, discutiendo con un amigo norteamericano, le hacía ver cómo en los Estados Unidos, la industria del acero –industria básica de la nación– estuvo paralizada durante ocho meses. Claro está que aquella economía es rica y poderosa y puede recuperarse de un impacto tan duro, pero el hecho es que allá se tolera lo que aquí causa alarma, sin que a nadie se le ocurriera que iba a naufragar la democracia en Estados Unidos o el gobierno iba a caer. Aquí la sola idea de que pueda provocarse determinado conflicto huelguístico de ciertas proporciones hace a la gente llevarse las manos a la cabeza, y hasta observadores extranjeros, acostumbrados a ver en sus países cosas más graves, terminan por afirmar que el ensayo democrático está en la inminencia de desaparecer.
Hubo, pues, como otra conclusión, ésta de dar mayor confianza en la estabilidad del sistema; confianza de los que creemos –y somos la mayoría de los venezolanos– que la lucha por la democracia valía la pena y de que el sistema conquistado no se puede abandonar o perder tan fácilmente. Y al mismo tiempo la experiencia ha servido como un argumento poderoso para los que creían que con cualquier fermento, con cualquier movilización, utilizando determinadas tácticas, podían derribar un estado de cosas que los venezolanos queremos defender, sin ponerle nombre y apellido, sino llamándolo solamente democracia, llamándolo solamente libertad, llamándolo solamente Venezuela digna.
El despertar de la conciencia pública
También debemos señalar –y es una de las conclusiones más importantes de la actual hora nacional – que el impacto despertó en mucha gente la conciencia que estaba dormida, indiferente, o que sólo se preocupaba de los asuntos públicos para desahogar críticas, por lo general negativas, sobre todos los aspectos criticables, sin aportar nada positivo ni disponer ningún esfuerzo en la defensa y mantenimiento del orden constitucional. En este sentido, la constitución de la Junta Pro-Defensa de las Instituciones Democráticas tiene una gran significación. No hay allí un hecho político partidista ni una definición propiamente ideológica. Allí, como siempre, siguen cabiendo todos, pero con una condición: la de proclamar que hay que defender las instituciones democráticas y que la lucha política tiene que mantenerse dentro de los cauces legales, sin aceptar que sea llevada a terrenos de violencia.
Necesitamos reanimar en la opinión de todos los venezolanos esta idea fundamental: la garantía de la libertad encuentra en sí misma su limitación. La existencia de partidos políticos –que estamos dispuestos a defender y a continuar defendiendo– no implica para esos partidos patente de corso que les autorice para ofender las libertades, para vilipendiar las autoridades legítimamente constituidas y para predicar abiertamente el desconocimiento de las leyes y la vía de la insurrección. Son cosas diferentes, y es necesario recordarlo.
Las mayorías y los grupos de presión
Y es preciso recordar algo más: que a veces pretende suplantarse la voluntad del pueblo a través de manifestaciones o tumultos de grupos de presión. Los grupos de presión actúan sobre la psicología colectiva para dar la sensación de que representan la voluntad del pueblo. Y algunas veces llegan a lograrlo. En una ciudad de un millón y medio de habitantes como Caracas, de los cuales setecientas cincuenta mil son personas de más de 18 años, a veces la presencia de tres o cuatro mil en la calle –algunos menores de 18 años– da la sensación de que fuera el pueblo el que está pronunciándose. Cuatro, cinco o diez mil personas en una manifestación por la calle, tratando de imponer su voluntad. Y las otras setecientas cuarenta mil personas adultas, ¿qué piensan? ¿Ellos no cuentan? ¿Cuál es la voluntad del pueblo?
En meses pasados, todos, absolutamente todos, tuvimos la impresión de que el gobierno japonés representaba la antítesis de la voluntad del pueblo del Japón. Recordemos aquellas manifestaciones tumultuosas: centenares de miles de personas frente al Parlamento; el secretario privado de Eisenhower rescatado por un helicóptero en el aeropuerto donde llegaba porque el pueblo lo quería masacrar; el Presidente de los Estados Unidos cancelando su viaje, porque el pueblo del Japón estaba contra su visita, que simbolizaba la confirmación del tratado de defensa recíproca entre Japón y Estados Unidos; ocurrían hechos de violencia personal (el Primer Ministro apuñaleado en la calle). Todos creímos –yo lo confieso así– que el gobierno del Japón representaba una minoría impopular y que la voluntad del pueblo japonés estaba abiertamente contra la línea del gobierno.
Hubo elecciones hace una semana, y el gobierno ganó, aseguró una gran mayoría que le da nuevamente la dirección de la vida pública de su país; los comunistas no sacaron un solo diputado; los sectores más radicales de la oposición no llegaron a adquirir fuerza suficiente para torcer el rumbo político. ¿Qué ha sucedido, entonces? ¿Es que en tan breve tiempo cambió el sentimiento de los japoneses? ¿O es que los centenares de miles de manifestantes no representaban lo que en el fondo de sus conciencias y de sus voluntades sentían los ciudadanos corrientes, la gente sencilla, los que estaban en sus tareas o en sus labores y que no tenían interés en salir a manifestar?
Estos hechos son de mucha importancia para evitar se distorsione el juicio. Y los acontecimientos de Caracas y de otras poblaciones de Venezuela a que me he venido refiriendo tuvieron esa virtud: la de recordarnos que el pueblo es una unidad grande, orgánica, compleja, distinta de los grupos de presión, y de que a veces, a través de manifestaciones tumultuosas, se trata de ocultar lo que verdaderamente expresa la voluntad nacional. Por eso es por lo que la democracia no ha encontrado otro medio –imperfecto, sin duda, vicioso muchas veces, pero el menos malo que hasta ahora se ha podido hallar para indagar la voluntad de los ciudadanos– que el de hacer consultas periódicas a través del mecanismo electoral.
Libertad no es patente de corso
Ahora, el sistema democrático, cono cualquier otro sistema que pretenda durar y existir en el mundo tiene necesidad de un orden jurídico; tiene que determinar lo que se puede y lo que no se puede hacer, lo que se tolera y lo que no se tolera, lo que se acepta y lo que no se acepta. Allí está, precisamente, el problema que urge ventilar para la educación de la conciencia colectiva. La libertad es el disfrute de las garantías y de las ventajas que las leyes reconocen dentro de los límites que ellas mismas establecen. Ningún sistema jurídico en el mundo permite que de manera impune, en ejercicio de la libertad, se predique que hay que derribar el gobierno legítimamente constituido, que hay que sustituir el mecanismo establecido por un mecanismo de violencia y de presión, en nombre de tales o cuales pretendidas ideologías. Y es en este sentido en que queremos aclarar muy bien lo que pensamos de la situación actual en relación a determinados partidos políticos, cuya legalidad se ha puesto en duda con motivo de los recientes acontecimientos.
Nosotros hemos defendido esa legalidad, y la hemos defendido a sabiendas de que se trata de grupos que llevan una gran ventaja dentro de la lucha democrática: la de valerse de la lucha democrática con la condición de que si ellos llegan a triunfar, la lucha democrática se acaba; son como equipos de fútbol que van a un campeonato con la condición de que si ganan un partido se acabó el campeonato y se liquidan los demás equipos.
La experiencia política ha demostrado que la legalidad de esos grupos es preferible a su acción clandestina; es preferible que demuestren claramente lo que son lo que aspiran, y hasta dónde llegan, porque, de otra manera, se infiltrarían en grupos más o menos afines, los influirían más decisivamente de lo que hacen en circunstancias ordinarias y colocarían a las autoridades ante una cadena de represiones cuyo límite no se sabe hasta dónde puede llegar. Y además, se provocaría una reacción sentimental en numerosos grupos que no tienen una opinión política determinada y que vendrían a sumarse en un una corriente de desafección a las instituciones y a las leyes.
Pero esto no significa que la legalidad envuelva el derecho de hacer lo que se quiera contra las leyes mismas, contra las mismas instituciones que se invocan, contra las mismas garantías a las cuales se acude en momentos de necesidad. Es necesario que el orden democrático, que garantiza el derecho de todos a organizarse en grupos políticos, exija de esos grupos políticos el reconocimiento de los principios que informan el sistema democrático. Lo exija y lo imponga, porque la circunstancia de derivar de la voluntad del pueblo no hace a los gobiernos democráticos más débiles, sino más fuertes, más poderosos para exigir e imponer las líneas básicas reconocidas como indispensables para el funcionamiento de un sistema que de otro modo no podría sobrevivir.
Educación para la democracia
Esto ha ocurrido, y es necesario aclararlo e insistir, por el aspecto pedagógico que tiene, en planteles educacionales. Pensamos en la Universidad. Sentimos la Universidad. Sabemos que la Universidad exige, como la ha tenido, en su seno plena libertad de cátedra, que el profesor ni puede estar encadenado a la exposición de determinadas ideas, que los estudiantes tienen el derecho de pensar y de juzgar de los sistemas y de las ideologías para pronunciarse sobre ellos. Hemos defendido la autonomía total de la Universidad, y creemos que ella es indispensable para que la función universitaria sea cabalmente cumplida. Pero encontramos intolerable el que quienes desean imponer una línea para abusar de la Universidad al servicio de intereses extraños a ella pretendan someter por la fuerza, por la violencia, a quienes no estén de acuerdo con esas ideas.
¿Qué ha ocurrido en la Universidad? Que determinados grupos, por razones políticas y por intereses políticos, han ordenado una huelga, y que otros grupos han querido cumplir su derecho de asistir a clases y de dar clases. ¿Dónde está el sentimiento democrático de los que pretenden, mediante la violencia, impedirle a los otros cumplir un deber, defender un derecho esencial para la vida de los venezolanos? Necesitamos, sí, defender la Universidad libre. Y yo debo decir aquí, y lo creo, que los remedios de la Universidad no puede darlos un gobierno, sino la Universidad misma; pero es necesario, para ello, el compromiso de todos los que invocan el nombre de la Universidad para mantener una conducta universitaria.
La Universidad es fuerte por las ideas, no por las armas. La Universidad es fuerte por la discusión, no por la violencia. La Universidad es fuerte por el ejemplo de respeto que debe dar a todos. Y como no nos hemos sentido nunca en posición de inferioridad para defender ideas, vemos cómo las ideas sanas, nobles y legítimas de progreso social y de transformación dentro de la libertad, de la dignidad y de la garantía de la existencia de cada uno de los atributos fundamentales de la persona humana, van invadiendo la conciencia de un número creciente, dispuesto a trabajar por hacer de Venezuela el país que tiene que ser.
Labor dura pero necesaria
Dos años llevamos ya desde las elecciones de 1958. Han sido dos años difíciles. Pero debemos recordar que la raíz de los males no es reciente. El sábado se cumplen 25 años de la muerte del general Juan Vicente Gómez. En un discurso en el Congreso Pro-Democracia y Libertad, en Maracay, se me ocurrió observar algo de Perogrullo: Gómez mandó 27 años, y todavía es cuando se van a cumplir 25 años de su muerte. Han sido 25 años difíciles pero hermosos. Venezuela se ha desprendido de un complejo de inferioridad. Hace 25 años nos considerábamos el último país de la tierra. Los venezolanos mandaban educar a sus hijos a Curazao, se sentían felices de haber estado en Trinidad, consultaban médicos en Panamá, y cualquier país del Continente aparecía colocado en una escala mucho más alta que el nuestro.
El país está hoy en proceso de desarrollo, de tecnificación, de transformación, adquiere confianza en sí mismo. ¿Por qué vamos a tolerar que grupos incomprensivos pretendan imponer la idea de que somos un pueblo inferior y de que debemos recibir consignas y órdenes de otros pueblos que no han logrado realizar lo que ha logrado Venezuela? Basta asomarnos a las cifras comparativas de estos 25 años, para ver el proceso que se está cumpliendo. Y los venezolanos, cumpliendo una tarea, cada uno dentro de sus funciones específicas, los que sentimos la necesidad de poner a andar este país hacia adelante, los que pensamos que la juventud no debe agotarse en jornadas estériles sino que tiene que formarse para atender grandes problemas de desarrollo; quienes queremos formar técnicos, hombres y mujeres preparados (éstos no se van a preparar en la huelga, en la algazara y en el cabillazo, sino en el estudio y en la formación responsable, que no está reñida, sino todo lo contrario, con la preocupación por los problemas nacionales) sentimos que hay que despertar en todos una gran responsabilidad nacional.
Es la primera gran conquista positiva del balance de los acontecimientos pasados: la idea de que tú, profesor universitario, que creías que con el laboratorio vas a agotar el cumplimiento de tu deber; de que tú, comerciante, que no veías otra vida que la de las paredes de tu negocio y tus obligaciones personales o familiares; de que tú, trabajador, que estás todo el día dándole con el músculo a la formación de una nueva Venezuela, todos tenemos –en la ciudad y en el campo, en la dirección o en la ejecución de las obras– una responsabilidad común.
Esto que hemos de salvar todos para que sea de todos, tenemos que defenderlo todos. No es el gobierno solamente el obligado a mantener la paz. La paz que descansa sobre la fuerza es una paz precaria. A veces hay que ejercer la fuerza porque a ello llevan los que provocan la violencia. Pero ese no es el remedio. El remedio fundamental es la movilización de los espíritus, la compactación de las voluntades, la disposición de todos a hacer respetar cada uno su fuero personal. Para ello es necesario el compromiso de abjurar de la violencia como sistema para resolver nuestros problemas y de buscar el camino noble y civilizado, que ha sido la gran aspiración que ha mantenido a Venezuela como un faro en las más oscuras noches de la tiranía.
Buenas noches.