El optimismo está muy golpeado
Entrevista a Rafael Caldera realizada por el periodista Ramón Hernández para el diario El Universal y publicada con el ante-título «El país como oficio», el 4 de agosto de 1986.
- Las nuevas generaciones no tienen suficientes razones para sentir la ambición del porvenir, hay mucha decepción.
- Creo que los servicios de información del Gobierno deberían orientarse más a formar conciencia que a crear una especie de aspaviento casi siempre guiado por una finalidad electoral.
- Estos catorce años que nos faltan para el siglo XXI reclaman un gran esfuerzo, muy patriótico, muy nacional, capaz de estimular voluntades por encima de los cenáculos partidistas.
- Estamos atravesando un proceso que todavía pone muy lejos la confianza.
- Hay razones a favor y razones en contra para que sea nuevamente candidato.
- En las altas esferas del Gobierno está predominando mucho la idea de las próximas elecciones.
Rafael Caldera está esperando. Contento. Con exacto sentido del tiempo y de la oportunidad; rodeado de sus afectos mayores: ahí está el Cristo, el retrato de su padre, la sonrisa de la esposa y la mirada contemplativa de la madre; inmerso en el orden, compara y suma. La espera no lo desespera.
El optimismo está muy golpeado.
Sin prepotencias manifiestas y sin ánimo de pontificar, lozano y vital, fascinado con los nuevos descubrimientos de la tecnología, le dan lástima aquéllos que se afeitan con hojillas y se cortan. Orgulloso de su venezolanidad, armoniza sus gestos con el tono de voz y si es necesario golpea la mesa con contundencia. Elude lo anecdótico transitorio.
Hay mucha decepción.
Cuidadoso, no cae en tramposerías periodísticas ni en provocaciones de estilo. Reconoce satisfecho que éste es un país enteramente distinto a la Venezuela del gomezalato. «Nuestros dictadores han sido fuertes en lo interno y débiles en lo externo, quizás por eso han durado tanto».
Una hacienda palúdica con un caprichoso general por capataz, zamarro y supersticioso y los más muriendo de mengua o de encierro, tiene que llegar tarde a la historia. Y por más petróleo que le echen, siempre tendrá grandes goteras por el costado de la productividad.
–Cuando nací, Juan Vicente Gómez llevaba siete años gobernando. Cumplía veinte años cuando esa dictadura se extinguió de muerte natural. Veinte años en un país enclaustrado. Viendo como una aventura hermosa lo de los estudiantes del 28. Pasaban con sus boinas azules como un signo de rebeldía brutalmente reprimida.
Hasta sonreír requería de un sacrificio. Y lo que no estaba prohibido, no existía. Más que atraso, había involución, modorra por los lados de la trascendencia.
–Perdí un año de estudios porque cuando egresé de la primaria en San Felipe, la capital del Estado Yaracuy, no había un liceo o un colegio donde estudiar el bachillerato. La opción era ir interno a Valencia o a Barquisimeto. A mis padres no les agradaba el internado y tuve que esperar un año hasta que mi padre, un abogado de provincia con pocos recursos y muchos deseos de luchar, se vino a Caracas para que yo pudiera estudiar aquí. No era un signo de atraso sino de involución. A principios de siglo hubo un colegio privado con apoyo oficial que dirigía el meritorio educador Trinidad Figueira y había un colegio federal de segunda categoría que graduaba bachilleres; pero cuando terminé la primaria, habían desaparecido. Hoy en San Felipe, en mi pueblo, hay varios liceos y un Instituto Tecnológico Universitario; y en todos los municipios de Yaracuy hay liceos. El país hoy es distinto.
Retira su silla del escritorio redondo, con carpetas bien dispuestas y un dispensador de cinta plástica que es un alarde de imaginación.
–Yo sostengo que si el dinero del petróleo se ha malbaratado, al menos se ha hecho una gran inversión en educación. Con todas las fallas y defectos que quieran asignarle –constantemente se dice que nuestra educación es mala– ha permitido que surja un Jacinto Convit, y cuando se han mandado becarios a los mejores centros de enseñanza del mundo han logrado superar al promedio. Ese gasto en la educación es el que tenemos que encauzar, preservar y orientar. Ahora, cuando el recurso petrolero está deteriorado, tenemos que hacer del recurso humano efectivamente una fuerza, un factor fundamental para la transformación. Y es una inversión no solamente desde el punto de vista de la formación de esos recursos humanos, sino en algo tan importante como la igualdad social.
Hostiles a los reconocimientos sin champán, sobrevivimos rumiando insatisfacciones. Las transformaciones han sido contundentes; pero seguimos con la vista puesta en Miami. Es la comparación más próxima. Inconformes.
–Tal vez no soy imparcial ni objetivo, pero la mayor revolución social que se ha hecho en Venezuela ha sido en dos aspectos: en la legislación del trabajo y en educación. El siervo se convirtió en trabajador y las familias más humildes han podido mandar a sus hijos no solamente a los liceos, sino a los mayores y mejores niveles. Ese proceso que se ha realizado pacíficamente, algunos no lo observan de una manera cabal. Durante la pasada campaña electoral, en un barrio de la Parroquia La Vega, se me acercó una señora y me dijo que ella había conocido a mi mamá en San Felipe, que alguna vez había cocinado, lavado o planchado en mi casa. Me dijo que tenía tres hijos, que uno estaba haciendo un postgrado en Filología en la Universidad de Harvard, que otra era profesora y el tercero estaba estudiando medicina. Ese no es un caso único, es un fenómeno que se ha extendido por toda Venezuela. Creo que no corro el riesgo de equivocarme cuando afirmo que el porcentaje de hijos de campesinos y de obreros en las universidades venezolanas es más elevado que en la Unión Soviética, en la República Popular China y en los otros países socialistas. Allá el porcentaje de los hijos de los dirigentes del partido y de los funcionarios de la administración es mucho más elevado.
Con el sistema de preinscripción nacional esos porcentajes han variado. Los de mejor condición social son los que acceden a las universidades porque tienen las mejores notas…
–Eso es relativo. He sido profesor muchos años y no es una regla que quienes tienen mejor condición social son mejores estudiantes. Lo que sí he observado es un fenómeno muy insistente, que casi siempre están en los primeros puestos los hijos de los inmigrantes, pero es por otra razón.
¿Cuál?
–Tienen más estímulo en su hogar. El extranjero, de estar en un país ajeno, tiene más incentivos para el trabajo y para la lucha que el nativo. Tiene que vencer. Tiene que triunfar.
Tampoco conocieron los sangrientos caprichos de Gómez ni sus afanes por mantener cerradas las universidades y construir carreteras con mano de obra preñada de vocaciones libertarias. Saca la pata lajá.
–En aquel país no había caminos, no había hospitales. Era un país distinto. Yo tuve la satisfacción de inaugurar el Hospital de Tumeremo, diez veces superior al Hospital de San Felipe que recuerdo de mi niñez. Con una dotación muy superior. Con médicos cirujanos, anestesiólogos, laboratoristas, encargados de historias clínicas, además de un personal auxiliar que es el más que nos falta. Entre las muchas situaciones curiosas y problemáticas en la salud, hay una desproporción que altera la pirámide. Hay más personal en los niveles de mayor exigencia técnica que en los intermedios. Hay más médicos que enfermeras, pero la diferencia con la Venezuela de Gómez es inmensa. Algunas veces escucho a algunos audaces, irresponsables o irreflexivos decir que estamos peor que cuando Gómez. No vivieron cuando Gómez.
Acorralados por la malaria y por la sagrada, los peones sufrían a sol y a sombra. Indefensos. Pero el capataz estaba orgulloso porque no debía, porque no tenía deuda externa.
–Ahí, al pasar el puente que da acceso a la urbanización Las Mercedes, había un ranchito con piso de tierra. Uno le preguntaba al cabeza de familia cuántos hijos tenía y respondía que bueno, que había tenido ocho, pero que cuatro se le murieron. La mortalidad infantil era espantosa. La pobreza. Era dantesco el cuadro de las haciendas de café en tiempos de cosecha. Los peones hacinados en unos galpones inhumanos, durmiendo en hamacas y recibiendo salarios miserables, una parte lo recibían en dinero y la otra en fichas o contraseñas para comprar mercancías, generalmente malas y caras, en el abasto del patrón. Muchos peones tenían cuentas acumuladas por generaciones, heredaban las deudas para enterrar a los miembros de su familia y para atender cualquier enfermedad. Mis ojos vieron instrumentos de tortura, cepos que servían para castigar a los peones que tenían el atrevimiento de irse de las haciendas debiéndoles a los hacendados. Este es un país distinto, un país que está en un momento sumamente crítico. De 1936 para acá, el país se ha transformado radicalmente. Y lo que pase de ahora al año dos mil va a tener una trascendencia muy grande para las futuras generaciones. Por eso insisto mucho en hablar de un nuevo modelo de desarrollo.
–Y se pregunta: ¿qué es desarrollo? ¿qué modelo de desarrollo queremos? ¿aspiramos a hacer de Venezuela una potencia industrial o queremos hacer de Venezuela un país culto, feliz, capaz de calificarse por sus recursos humanos y de ofrecerles posibilidades a todos?
El periodista responde: lo último.
–Hemos invertido más de 60 mil millones de bolívares en el polo de desarrollo industrial, en acero, aluminio y electricidad, de Ciudad Guayana, una de las grandes metrópolis del país, para dar trabajo permanente a unas 30 mil personas. Unos 120 mil venezolanos viven en ese emporio industrial; pero en sus alrededores hay una zona marginal que es de las más angustiosas, gentes con una situación de vida tremenda. Yo no digo que se abandone aquello, es necesario para fortalecer económicamente el país, pero el gran problema son esas áreas marginales que surgen porque la producción industrial, la tecnología, no dan oportunidades de trabajo.
¿Cómo va a ser un país modesto en las aspiraciones y feliz?
–Ese es el problema fundamental. Creo que nadie va a aceptar ahora promesas desmedidas, al contrario. Hay que plantear caminos que sean capaces de incentivar el espíritu de lucha y de trabajo, de despertar el optimismo que está muy golpeado. Increíblemente, este es un país en gran parte escéptico. Y, a veces, pareciera un país masoquista. Pareciera que nos complacemos en insistir en todo lo malo. Lo malo. Lo malo. Lo malo. Es porque hay una problemática que no se ha resuelto. Las ciudades han crecido vertiginosamente. Unos más y otros menos todos hemos hecho algún esfuerzo por mejorar el nivel de vida en las ciudades; pero los problemas han ido mucho más ligero que las soluciones. Reordenar nuestra conciencia, nuestra manera de pensar, es fundamental. Y, en ese sentido, tenemos que darle prioridad a lo que es capaz de crear trabajo.
¿La pequeña y mediana industria?
–Sí, y el artesanado y los servicios. No está mal gastar en servicios, siempre que sean eficientes. Lo grave es que son deficientes, ineficientes y costosos. En la agricultura, por ejemplo, me he hecho muy partidario del café. La máquina no ha desplazado completamente al hombre en la producción de café. Además, es un cultivo que armoniza con la ecología, conserva los bosques y las aguas. Y es compatible con la pequeña y mediana propiedad territorial. Si la pequeña explotación cafetalera se complementa con la granja avícola y los cítricos, puede dar un nivel de vida bastante satisfactorio. Sin embargo, la agricultura también puede ser un espejismo. La productiva, la moderna, la de gran escala, se fundamenta en máquinas, fertilizantes y dinero, no en hombres. Cada vez es menor la población ocupada en la agricultura. Es capital intensivo y no trabajo intensivo.
La mirada se nubla. Los obstáculos se desparraman. Las imposibilidades entristecen. Sancho, apartad los molinos.
–Uno se va metiendo en los problemas del país y se va sintiendo motivado, angustiado, preocupado. Pero uno tiene que tener siempre un optimismo primordial. Quizás el patrimonio que estamos perdiendo es el optimismo de la juventud. Las nuevas generaciones no tienen suficientes razones para sentir esa ambición del porvenir. Hay mucha decepción.
Les han prometido mucho y cumplido muy poco…
–Sí. El sistema democrático que yo defiendo a capa y espada, y que según la frase irónica de Churchill es el peor de los sistemas si se exceptúan todos los demás, indudablemente tiene, entre otros, dos inconvenientes muy acentuados. Uno, que la competencia política se orienta hacia una carrera de ofrecimientos; se hace un catálogo de necesidades y para todas se ofrecen remedios. El país vota con la idea de que le van a resolver todos los problemas y empieza a sentir la decepción al día siguiente de la instalación del nuevo Gobierno. El otro inconveniente es que la misma competencia propicia las acusaciones recíprocas, el descrédito de cada una de las fuerzas actuantes por obra de las demás; muchas veces en vez de promover lo propio se desacredita y se descalifica lo otro y eso conduce a esa afirmación, que es tan funesta y que tanto me mortifica, que todos son iguales, que ninguno cumple, que todos son embusteros, que todos traicionan sus promesas.
Que AD tiene la razón en lo que dice de Copei y que Copei tiene la razón en lo que dice de AD…
–Y es realmente duro para quien se mete en la lucha política sin deseo de convertirla en lucro personal, en beneficio, en negociado. Claro, a veces el mismo sistema de selección popular de los candidatos no lleva a superar las escogencias, sino que algunas veces tiende a bajar el nivel. Pero otros tipos de selección han demostrado ser peores.
¿Ha fallado nuestra democracia en la formación de ciudadanos?
–Un poco. Cuando decidí tener aquellas conferencias de prensa semanales, me animaba una intención pedagógica. La idea de explicar al país lo que estaba ocurriendo y por qué estaba ocurriendo para crear el hábito de analizar los problemas del país. Algunos dijeron con el ánimo de ofenderme, que mis ruedas de prensa eran muy fastidiosas; pero he encontrado recuerdos muy positivos al respecto. Creo que los servicios de información del Gobierno deberían orientarse más a formar conciencia, que a crear una especie de aspaviento, casi siempre guiado por una finalidad electoral.
Se confunde Gobierno con Estado…
–Es que el Gobierno es el personero del Estado y se siente beneficiario de esa condición. A pesar de todo, Venezuela ha demostrado en estos 28 años que tiene material apto para aprender a vivir en democracia.
Mantener la inconformidad, exprimirla y no quedarse achantados, esperando que el sol salga para todos. Hay que apartar los nubarrones.
–Tenemos el deber de superar el sistema democrático, de desarrollarlo, de complementarlo, de proyectarlo, rápidamente. Estos catorce años que nos faltan para el siglo XXI reclaman un gran esfuerzo muy patriótico, muy nacional. Capaz de estimular voluntades por encima de los cenáculos partidistas. Nos obliga la misma crisis que estamos viviendo.
Pero las propuestas de reformas políticas que hizo la Comisión para la Reforma del Estado fueron siquitrilladas…
–Ha sido un lamentable acontecimiento. Ha repetido la historia de que las cosas que se dicen y las que se hacen no marchan de acuerdo. El Jefe del Estado tenía que saber que al crear esa Comisión estaba obligado a prestarle apoyo, simpatía e interés a lo que esa Comisión le indicara. Muchos miembros importantes de su partido participaron de buena fe en la búsqueda de lo que creían mejor, para que después se les dijera que no fuesen promotores ni propulsores; casi se les ha dicho que se quiere un diagnóstico, pero no un tratamiento. De todas maneras el trabajo de la COPRE es un manantial del cual habrá que sacar algo. Por lo pronto, el partido de gobierno dice que aceptará la institución de los alcaldes. Es algo. Es un pelo de lo que ha planteado la Comisión. Pero algo muy importante está ocurriendo: el país nacional está opinando e inmiscuyéndose en el fenómeno político general.
Pero carece de información…
–Yo no me canso de elogiar los medios de comunicación venezolanos. Nuestros periódicos son superiores a los de cualquier país de nuestro ámbito; pero en el fenómeno político, creo que se dejan arrastrar mucho por lo anecdótico y por lo circunstancial, por lo sensacional. Quizás porque a veces están mezcladas las crónicas de sucesos con las del acontecer político. Y la televisión, un medio tan poderoso, le dedica a los programas de opinión las horas más bajas en el rating, las más inaccesibles al hombre común y corriente. ¿Cuál trabajador puede ponerse en la mañana a ver un programa de opinión si tiene que salir corriendo a enfrentar las dificultades del tránsito para llegar a su trabajo? En ese sentido hay un desperdicio y no sé cómo se hará, está demostrado que las medidas coercitivas fracasan, son malas. Pueden estar bien inspiradas, pero sin un entendimiento, son contraproducentes. Cuando el país se echa a perder, todos salimos perdiendo.
¿Está echado a perder?
–Mi temor es que se eche a perder más. En algunos aspectos. Como he dicho, es un país que por muchos motivos podemos presentarlo con orgullo.
¿No está debidamente administrado?
–Estamos atravesando un proceso que todavía pone muy lejos la confianza. La confianza pareciera una cosa aérea, pero es una fuerza increíble, desde el punto de vista colectivo, la disposición y el ánimo de la gente. Y se sale con frecuencia con algo, que todo lo que ocurre es imprevisto, pero analizado después resulta que era perfectamente previsible. El caso del petróleo es el mejor ejemplo. La situación actual era perfectamente previsible; pero no se previó. Era previsible el alza en los años 70 y debió ser previsible la crisis posterior. Esta baja era previsible.
Se pregunta: ¿cuál es el problema básico de la OPEP?
Y se responde, sin que el periodista tenga oportunidad de decir la mayor insensatez:
–Que cuando ya no tenía sino 30% del mercado, no se dio cuenta de que habían cambiado las condiciones. Ahora se embarca en eso tan horroroso que llaman la guerra de precios, que no beneficia a nadie. Un mecanismo que algunos poderosos han usado en ocasiones para arruinar a los débiles y apoderarse de sus pertenencias.
¿Y el Fococam?
–Ese es el problema, el cambio de las reglas de juego. Hoy se dice una cosa y mañana, otra. Un buen ejemplo es que el secretario general de AD hace una exposición ante la Comisión para la Reforma del Estado y dice que hay que alejar la campaña electoral y reducirla mucho más de lo que la actual Ley establece; ahora aparece diciendo que hay que adelantarla. Pero bueno, señor…
El cortoplacismo…
–Hay que cuidarse de eso. Algunos me dicen que yo puedo convertirme en el campeón de la no reelección y despejar así la posibilidad de que Carlos Andrés Pérez pueda ser electo. Pero, ¿con qué cara puedo decirle al país que me opongo a la reelección si acabo de ser candidato, si he defendido el sistema constitucional actual? Me daría vergüenza.
¿Usted está esperando? (deduzca el lector para qué)
–Creo que debo esperar. Es difícil. Es más fácil salir de eso y decir una cosa o la otra, pero creo que no sería serio. Hay que analizar realmente la circunstancia. Ya dije que me molestan cuando dicen que si quiero ser el candidato, seré el candidato. No. No se trata de que una persona quiera o no quiera, es un hecho que hay que analizar desde todos los ángulos. Hay razones a favor y razones en contra para que sea nuevamente candidato. Yo he sido candidato cinco veces. En todas las ocasiones mi lucha fue una lucha definitiva para el partido y a través del partido para el país. Creo que un partido no tiene derecho a una larga supervivencia si no trata de identificarse con los intereses del país al cual sirve. Todo lo que es bueno para Venezuela es bueno para Copei.
Aparecen los relevos generacionales…
–Lógico. Es un fenómeno que ha existido y yo tengo el orgullo de haberlo impulsado. En el Gobierno de Rómulo Betancourt di nombres para gobernadores de dirigentes que no habían cumplido los treinta años. Yo llevé al Ministerio de Obras Públicas a José Curiel, cuando tenía 31 años y apoyé a Eduardo Fernández para secretario general del partido cuando todavía no había cumplido los 40 años. Es que, como dijo Gorbachov, los que tienen experiencia y los nuevos tienen que formar una sola comunidad. El partido que establezca una división generacional infranqueable está perdido. Yo no tendría nunca la ocurrencia de vetar a nadie por la edad.
¿Por qué vetarla?
–No me gusta vetar, es chocante, sobre todo cuando cualquier frase que diga es susceptible a interpretaciones. Yo no he sido nunca de esos dirigentes que tratan de eliminar o marginar a otros dirigentes, todos son recursos humanos importantes. En el partido la tradición ha sido que aquéllos que han hecho oposición interna, a la vista y paciencia de todos, muchas veces han tenido la oportunidad conmigo de ocupar responsabilidades.
¿La actual crisis plantea un entendimiento entre los venezolanos más lúcidos para que Venezuela reoriente su rumbo?
–Estoy absolutamente convencido. Y estoy dispuesto a poner de mi parte lo que sea posible. Creo tener alguna autoridad para pedirlo. La propia gente de AD, a pesar de que cuando empiezan las luchas políticas y las campañas electorales se olvida y se ataca en todas las medidas posibles, creo que me estima y sabe que soy sincero. Lo fundamental de los acuerdos es que cada una de las partes esté dispuesta a cumplirlos. Eso es indispensable y el país lo está pidiendo, lo está reclamando. Naturalmente, la obsesión electoral muchas veces dificulta y aleja los entendimientos. Y, lamentablemente, en las altas esferas del Gobierno está predominando mucho la idea de las próximas elecciones.
¿Una manera de no gobernar?
–Sí. O de equivocarse, dándole mayor importancia a cosas que no la tienen para el país.