Bolívar en la Gran Bretaña
Discurso de Rafael Caldera pronunciado originalmente en inglés, durante la inauguración de la estatua del Libertador Simón Bolívar en Londres, el 13 de junio de 1974. Tomamos la versión en castellano de su libro Bolívar Siempre (1987).
Considero un altísimo honor el entregar al gobierno de S.M. Británica y al pueblo de esta grande e histórica ciudad, en nombre de Venezuela, Colombia, Ecuador, Perú, Bolivia y Panamá, la estatua de Simón Bolívar que recordará continuamente, en el corazón de la urbe, la gloria del Libertador.
Cumplió él la edad de 27 años en Londres, adonde vino encabezando la misión que los patriotas venezolanos enviaron a ofrecer amistad y solicitar una actitud favorable de Inglaterra para su lucha por la libertad. Le acompañaron Luis López Méndez, un prócer generoso y desafortunado, y Andrés Bello, un sabio de cultura inverosímil y corazón incorruptible que se quedaría en Londres durante casi 20 años y después realizaría en Chile la más estupenda labor de cultura que hombre alguno haya cumplido en el hemisferio americano. Se encontraron con su extraordinario compatriota Francisco de Miranda, gran señor de la espada y del pensamiento, que ostentaba el grado de General de la Francia revolucionaria y cultivaba relaciones con altos personajes británicos, en la esperanza de obtener cooperación para la empresa varias veces intentada de libertar la América española, y cuya casa de Grafton Street (hoy Grafton Way) fue una cátedra viviente de la Emancipación.
El joven Bolívar aprovecho intensamente su corta estada en Inglaterra. Regresó a Venezuela y la vida no le permitió en lo adelante un solo instante de reposo. Tenía 30 años cuando recibió el título de Libertador, que él consideró «más glorioso y satisfactorio que el cetro de todos los imperios de la tierra».
La estatua lo representa en el momento de pronunciar su histórico discurso ante el Congreso de Angostura, obra maestra del pensamiento político en cualquier país y en cualquier época. Su edad: 35 años. Viste uniforme militar, pero ha dejado la espada a las puertas del recinto, en acatamiento a la representación nacional. Lleva en una mano el célebre texto y levanta la otra en ademán de persuadir y de arengar.
Le preocupa la necesidad de construir sobre bases sólidas los nuevos Estados surgidos de la guerra. Y en el análisis, muestra la alta estima que tuvo por las instituciones británicas.
«Así pues –dijo–, os recomiendo, Representantes, el estudio de la Constitución británica que es la que parece destinada a operar el mayor bien posible a los pueblos que la adoptan; pero por perfecta que sea, estoy muy lejos de proponeros su imitación servil. Yo os recomiendo esta constitución popular, la división y equilibrio de los poderes, la libertad civil, como la más digna de servir de modelo a cuantos aspiran al goce de los derechos del hombre y a toda la felicidad política que es compatible con nuestra frágil naturaleza».
La erección de este monumento, fruto de generoso afán de ilustres personalidades y entidades a las cuales debemos sincera gratitud, viene a estrechar aquella relación, que durante su vida tuvo conmovedoras manifestaciones en la lealtad heroica y en la amistad devota que le profesaron hombres admirables nacidos en las Islas Británicas.
América Latina ha producido muchas brillantes personalidades: egregios estadistas, formidables guerreros, humanistas y científicos de reconocida valía. Cada una, con justo título para representarla. Pero Bolívar reviste una personería especial. Hay una caudalosa literatura bolivariana en los países que libertó, pero también en aquellos que no fueron teatro de sus luchas.
Así, en el Uruguay, el elocuente José Enrique Rodó dijo que «cuando diez siglos hayan pasado» (…) «si el sentimiento colectivo de la América libre y una no ha perdido esencialmente su virtualidad» (…) «verá que en la extensión de sus recuerdos de gloria nada hay más grande que Bolívar». Domingo Faustino Sarmiento, dos veces presidente de la Argentina, educador de pueblos y pensador ilustre, vio en Bolívar, la expresión genuina de la revolución hispanoamericana. El Apóstol de la libertad de Cuba, José Martí, le profesó una especie de culto religioso y lo vio «vigilante y ceñudo, sentado aún en la roca de crear, en el cielo de América». El chileno Vicuña Mackenna afirmó que la palabra Bolívar «es el grito de salvación en el naufragio de la América». Rubén Darío, el insuperado poeta centroamericano, le cantó en versos perdurables:
para héroe tan gigante
no puede resonar cítara alguna
que ensalce lo bastante
su valor y fortuna:
pequeñas son la estatua y la columna.
José Verísimo, del Brasil, lo llamó «el hombre más grande de las Américas y uno de los más grandes de la humanidad». El historiador paraguayo Juan E. O’Leary afirma que «es un genio continental por la extensión de su pensamiento». En Haití se enlaza en la historia, como símbolo de la independencia, la amistad de Petion y Bolívar. En la pasada década, un presidente de México, hablando ante la Organización de Estados Americanos, destacó el pensamiento bolivariano como fuente inagotable de solidaridad latinoamericana. Y en fecha más cercana, el Presidente de la República Dominicana calificó al Libertador como «el único hijo de América que podría figurar con propiedad en una galería de genios universales».
Por ello me atrevo a decir que en este acto participa toda la América Latina. La América Latina en proceso de integración, penetrada de la necesidad de mostrarse unida ante las grandes potencias del hemisferio y de la tierra. La América Latina engrandecida por un nacionalismo sin odios, constructivo y armónico, adalid de la justicia social internacional y de la igualdad entre todos los seres humanos, factor de paz y entendimiento entre los pueblos. La América Latina, que hoy insurge de nuevo como en los días de Bolívar, guiada por el pensamiento de Bolívar y por el de los demás prohombres de la emancipación, dispuesta a hacerse oír y asegurar mejor su independencia política mediante su plena independencia cultural y económica.
Con esa sobriedad característica de la manera de ser inglesa y tan del gusto del propio Bolívar, este monumento renueva viejos lazos y reitera una antigua amistad. Plantea también nuevas aspiraciones. En jardines y calles por donde se desplaza día tras día la muestra de una efervescente humanidad, el bronce asegura la perennidad de los grandes valores que resisten la acción destructora del tiempo y sugieren nuevos motivos para elevar al hombre la conquista de un destino mejor.
Ese mismo Bolívar que aquí honramos dijo una vez, sobre las ruinas de un templo destruido por espantoso terremoto, en momento de pleno combate por la libertad: «Si la naturaleza se opone, lucharemos contra ella y haremos que nos obedezca». Quien pronunció ese apóstrofe encontrará, sin duda, constante simpatía en los ingleses, que han sabido jugarse la propia vida y hasta la existencia nacional por defender la libertad propia y ajena y los derechos de la persona humana.
Al entregar su efigie, abrigamos la segura confianza de que se le dará honra perenne, no meramente como a la figura de un gran prócer, sino como a la expresión de los mayores ideales que están urgiendo por todas partes el advenimiento de una nueva humanidad.