1981. Julio, 24. Inauguración de un busto del Libertador Simón Bolívar en Lugo, Galicia.
Inauguración de un busto del Libertador Simón Bolívar en Lugo, Galicia, el 24 de julio de 1981.

Bolívar en la España de las autonomías

Conferencia de Rafael Caldera en la cátedra de Estudios Iberoamericanos «Andrés Bello» del Instituto de Cooperación Iberoamericana de Venezuela, Caracas, 30 de julio de 1985. Esta conferencia fue recogia en el libro Bolívar Siempre (1987).

No estamos hoy exactamente en la Casa de Bello. Esta tarde, este local sirve de sede al Instituto de Cooperación Iberoamericana. Por supuesto, como Bello es alguien tan consustancializado con la integración latinoamericana, a fuer de la defensa del lenguaje, su Casa es hogar apropiado para la afirmación de los altos valores de los pueblos hispánicos, que a un lado y otro del océano viven con dignidad y, si se quiere, con orgullo y hasta con arrogancia, el destino de lucha que les señaló la Providencia.

Esta tarde, aquí, nos encontramos para cumplir una nueva jornada, por amable imposición de amigos venezolanos y españoles empeñados en recoger el mensaje de un nuevo entendimiento, de una nueva compenetración, de una nueva forma de solidaridad.

En la comunidad iberoamericana de hoy –hispanoamericana podría decirse sin excluir a Portugal y al Brasil, puesto que sus más autorizados testimonios confirman el carácter hispánico de los lusitanos– se siente la necesidad de imprimirle un nuevo sentido, darle un nuevo aliento, marcarle un objetivo nuevo, a los esfuerzos de intercambio: novedad que no improvisa, novedad que no falsifica, novedad que se afinca en la honda raíz de los pueblos ibéricos, nutrida con la savia fecunda de la libertad.

Hace casi tres años tuve el inolvidable privilegio de pronunciar, a la vela de un 12 de octubre, en esa ciudad de Sevilla que tanto representa en la formación de nuestra América mestiza, un discurso para entregar la estatua de Simón Bolívar. En presencia de los Reyes de España, me atreví a lanzar una idea en torno de la cual siguen girando muchas de mis frecuentes reflexiones: Bolívar es el símbolo de una nueva hispanidad. He dicho «me atreví», porque tal vez resultaba osado en la oportunidad, menos el concepto que el vocablo, usado antes como bandera de contradicción, como vestimenta de autocracias y hasta como señuelo de absurdas pretensiones imperiales. Pero lo cierto es que para mí –como para cualquiera que busque desentrañar sin prejuicios la esencia de lo que debería envolver esa palabra– hispanidad no puede ser etiqueta de tiranías ni de ambiciones de predominio, sino afirmación del espíritu hispánico, que reside en la valoración prioritaria de la persona humana, en la proclamación de hombres y pueblos libres, insuperablemente expresada por los maestros del Siglo de Oro. Es –como recordaba Unamuno– «lo que el padre Alonso Rodríguez llamó ‘hambre de eternidad’, hambre de eternidad y de infinitud», ya que, según también apuntaba el rector salmantino, «las facultades humanas no se llenan menos que con el infinito (…) como decía San Juan de la Cruz».

Era difícil entender a Bolívar en España en la época del absolutismo. Se comprende que en las etapas del centralismo agobiador y absorbente, que por cierto corresponden también a los tiempos de la decadencia, se le considerara un traidor, un enemigo de aquella regla de hierro a través de la cual se pretendió infructuosamente nivelar, oprimir y homogeneizar, lo que en el fondo significaba aniquilar la espléndida riqueza de una humana multiplicidad que Dios le dio para que en su armonía se reflejara lo que debe ser la humanidad. Podríamos decir, aplicando la tesis de un viejo sociólogo francés, que no podían aceptar a Bolívar quienes pretendieron aplicar por la fuerza una inoperante solidaridad mecánica, en vez de buscar por el concurso de las voluntades una eficaz solidaridad orgánica.

Hoy el panorama se ha aclarado de manera total. Y el año de 1983, en que se cumplieron dos siglos del nacimiento de Simón Bolívar, ocurrieron dos hechos de esos que marcan hitos y a los que si los tiempos presentes les reconocen su altísima significación, será mayor aún que las que les atribuyan los tiempos futuros.

El 24 de julio, ante el sepulcro del Libertador, el Rey de España le rindió homenaje y pronunció una hermosa y sentida oración. El chozno de Fernando Séptimo cerró así un ciclo, reanudando definitivamente el hilo de una fraternidad indestructible; era un Rey español, por más señas Borbón y Borbón, el que borraba hidalgamente las manchas señaladas a sus reales antepasados en el análisis de los acontecimientos ocurridos a uno y otro lado del mar.

El otro hecho fue otorgársele al mismo Rey el premio «Simón Bolívar», patrocinado moralmente por la UNESCO, a nombre de la cultura universal. Le fue conferido por primera vez, conjuntamente con un perseguido por la defensa de los derechos humanos en el continente africano. Se galardonó con justicia al joven Rey, que ha sabido interpretar los anhelos de la nueva España con naturalidad exenta de artificios, dando rienda suelta al sentir más auténtico de un espíritu fraterno que hoy entiende mejor a Bolívar; porque la epopeya bolivariana para liberar pueblos de América Latina es de la misma índole y tiene igual raíz que el sentimiento autonomista que la nueva Constitución española reconoce en las naciones que integran mancomunadamente la unidad política, al mismo tiempo cultural y humana, que constituye el Estado español.

Mucha agua ha tenido que pasar debajo de los puentes para llegar a este emotivo desenlace. En los propios días de la Guerra, cuando Bolívar, después de Boyacá, puso pie firme en la sede virreinal de Bogotá y fue tratado por primera vez de quien a quien por personeros de España como el general Pablo Morillo, le escribió al re-tatarabuelo de Juan Carlos, el propio Fernando que una vez fue llamado «el deseado» pero que murió siendo para los hispanoamericanos símbolo de todas las negaciones, una carta que revelaba a un tiempo la inteligencia y la visión, la superioridad y la prestancia del Libertador. Tiene fecha 24 de enero de 1821 y al leerla se admira uno de hasta dónde estuvo dispuesto a llegar en generosidad, como buen español, el Padre de la Patria, y siente lástima de que de la otra parte no hubiera habido ojos para ver, oídos para oír, sensibilidad para mover y visión para entender lo que significaba el camino que quiso abrir nuestro conductor. Se consuela uno con el pensamiento de que esa cerrada obstinación fue motivo para que la gloria de Bolívar se expandiera hasta los más amplios horizontes, ya que, frente a la incomprensión, su genio militar y político plasmó los brillantes episodios de Carabobo, Bomboná, Junín y Ayacucho, y su figura pudo llegar hasta los entonces remotos confines del Alto Perú.

Invitó Bolívar en su carta al Rey «deseado», que había jurado el 9 de marzo de 1820 la Constitución liberal de Cádiz de 1812, a representar «el imperio más libre y grande del primer continente del Universo» y empuñar «el cetro de la justicia para los españoles y el iris de la paz para los americanos», lo que lo colocaría «en el vuelco de todos los corazones» y lo haría entrar «en el sagrario de la inmortalidad».

«Paz, señor, pronunciaron los labios de V.M.; paz repetimos con encanto, y paz será, porque es la voluntad de V.M. y la nuestra».

«Ha querido V.M. oír de nosotros la verdad, conocer nuestra razón, y sin duda concedernos la justicia. Si V.M. se muestra tan grande, como es sublime el gobierno que rige, Colombia entrará en el orden natural del mundo político. Ayude V.M. el nuevo curso de las cosas, y se hallará al fin sobre una inmensa cima, dominando todas las prosperidades».

«La existencia de Colombia es necesaria, señor, al reposo de V.M. y a la dicha de los colombianos. Es nuestra ambición ofrecer a los españoles una segunda patria, pero erguida, pero no abrumada de cadenas. Vendrán los españoles a recoger los dulces atributos de la virtud, del saber, de la industria: no vendrán a arrancarlos de la fuerza».

Pero habría que exclamar con la firma de Bécquer, el inspirado romántico andaluz:

acostumbrados,

uno a arrollar, el otro a no ceder:

la senda estrecha, inevitable el choque:

¡no pudo ser!

La verdad es que pudo haber sido. Sí pudo ser, si la historia aceptara otras hipótesis; pero la realidad fue ciega. El camino fue duro; y años tuvieron que pasar para que un pariente de Bolívar por la rama canaria, el siempre admirable Fermín Toro, en el reinado de la hija de Fernando VII pudiera crear la atmósfera de una relación amistosa entre los dos países, confirmada en el baile que la Reina le concedió al indiano en el Palacio Real.

Era, sin duda, muy difícil que los españoles de la etapa de las guerras civiles y de los conflictos internos, del trauma de la sucesión y del problema mismo del régimen, o entre abdicaciones y restauraciones, amenizados por el trepidar de los sentimientos regionales, pudieran sentir a Bolívar como propio. Los generales liberales que sustentaron los gobiernos habían combatido la independencia en América o habían luchado en la Península en la guerra civil, o se empeñaban en el África en recuperar las galas del Imperio. Su formación fue rígida. Los españoles del siglo XIX se aferraron a mantener a Cuba y Puerto Rico como posesiones coloniales, sin advertir la marcha inexorable de los sucesos, que habrían podido tener una derivación distinta si se les hubiese conducido con inteligencia. Baste recordar que en 1896, ejecutaron en Manila al gran patriota filipino José Rizal por el delito de aspirar a la independencia de su patria. ¡72 años después de Ayacucho, todavía aplicaban la pena de muerte a quienes luchaban por una causa tan genuinamente hispánica como es la causa de la libertad!

Hubo después, es cierto, alguna comprensión creciente para lo que significó Bolívar. Esa comprensión, por supuesto, fue mayor en quienes habían consagrado sus vidas al ideal de libertad y en quienes, por su propio origen, tenían afincado en lo hondo el sentimiento de la región nativa, sin renunciar ni obscurecer lo que significa en la más alta dimensión histórica el ser español. Don Miguel de Unamuno es, por ello, uno de los más elocuentes voceros del reconocimiento a Bolívar. «Era un hombre –dijo– todo un hombre, un hombre entero y verdadero, que vale más que ser superhombre, que ser semidiós –todo lo semi o a medias es malo y ser semidiós equivale a ser semihombre–; era un hombre este maestro en el arte de la guerra, en el de crear patrias; y en el hablar al corazón de sus hermanos, que no catedrático de la ciencia de la milicia, ni de la ciencia política, ni de la literatura. Era un hombre; era el hombre encarnado. Tenía un alma y su alma era de todos y su alma creó patrias y enriqueció el alma española, el alma eterna de la España inmortal y de la humanidad con ella».

El siglo XX español, en la actitud frente a Bolívar, fue diferente al siglo XIX. Las heridas estaban cicatrizando; las circunstancias habían cambiado. España estaba comenzando a ver a las nuevas patrias latinoamericanas, sus antiguas colonias, no como un miembro amputado de su majestuoso cuerpo, sino como una realización ultramarina de su identidad nacional. La Guerra de Cuba produjo un impacto decisivo en la situación continental y mundial. El Rey Alfonso XIII, abuelo del actual monarca, dio curso al acercamiento hispano-americano, del cual quedó un testimonio muy lindo en las construcciones que conserva Sevilla de la Exposición Iberoamericana de 1929. La República Española fue más allá en esta dirección. Y, por supuesto, como Bolívar, era, como lo será siempre, el símbolo mejor de nuestros pueblos, los que, como dijo Rodó, a través de los siglos encontrarán «que en la extensión de sus recuerdos de gloria nada hay más grande que Bolívar», se fue modificando hacia Bolívar el sentir común.

En medio de esta positiva corriente, era forzoso que la nostalgia de los días en que España «no se ponía al sol», retoñara en sentimientos negativos. El mismo Unamuno cuenta, por ejemplo, este incidente: «Una vez oí a un español culpar a los cubanos de ingratos por haberse separado políticamente de España, añadiendo: ‘¡Después que descubrimos, conquistamos y poblamos aquello!’ ¿Nosotros? –le contesté– será usted, que yo por lo menos no. No recuerdo haberlos descubierto, conquistado ni poblado. ‘Nosotros precisamente no –me replicó– pero nuestros padres’. Los de ellos más bien –le retruqué–».

Hay que reconocer, sin embargo, que el proceso de revaluación continuó por encima de las negatividades; y ese proceso se reflejó en el trato dado a la figura de Bolívar. El homenaje estatuario a su figura ha evidenciado esta actitud. En 1925, Alfonso XIII ordenó colocar la primera piedra en Madrid de un monumento al Libertador. En 1927 se levantó en la Puebla de Bolívar (Ziortza-Bolíbar) el primer monumento en la Península, obra de Pedro de Ispizúa e iniciativa de Vicente Lecuna y Andrés Ponte. El gobierno franquista, pese a todo, inauguró la estatua del Parque del Oeste, y aunque no faltaron imbéciles que la irrespetaron con letreros, allí está, erguido en su corcel de bronce, saludando la Villa de su María Teresa. Excelentes discursos pronunciaron en presencia del Jefe de Estado, en nivel de impecable altura conceptual, el ministro venezolano Arístides Calvani y el ministro español, fallecido hace poco en accidente aéreo, Gregorio López-Bravo.

Después, naturalmente, ha sido esto más fácil. Se repuso en 1973 un busto en Valencia, que se había colocado pero había desaparecido; un grupo escultórico de Juan Jaén, en Garachico, Tenerife, Islas Canarias; estatua en Cádiz, del escultor Emilio Laiz Campos, autor de la de Madrid. Se inauguró en 1981 la estatua de Sevilla, también de Laiz Campos, en la que Bolívar abre los brazos en señal de hermandad a los españoles que por allí salieron a poblar y organizar el Nuevo Mundo; hay monumentos en La Coruña, en lugar que fuera de sus antepasados; en Las Palmas de la Gran Canaria; bustos en Lugo y Zaragoza, y tal vez otros más.

Pero el reconocimiento más valioso, más que el bronce y la piedra, es la penetración de su figura, cada vez con mayor profundidad, en el espíritu de los españoles. Este hecho, a mi modo de ver, corre pareja con la aceptación del régimen de las autonomías que la nueva España democrática ha consagrado en su Constitución.

El principio autonómico está definido por la Carta Fundamental en términos que concilian «el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones» con la afirmación de la «solidaridad entre todas ellas» y la «indisoluble unidad de la nación española, patria común e indivisible de todos los españoles». El derecho a la autonomía dimana de «características históricas, culturales y económicas comunes», según el propio texto, que se expresan, inicialmente, en la posesión de una lengua propia y a través del tiempo, en la fijación de una clara identidad.

Ya la Constitución de la República Española de 1931 reconoció el derecho de «una o varias provincias limítrofes, con características históricas, culturales y económicas comunes», de «organizarse en región autónoma para formar un núcleo político-administrativo, dentro del Estado español», conforme al respectivo Estatuto, que sería aprobado por las Cortes. Establecía el castellano como idioma oficial, con «obligación para todo español de saberlo y derecho de usarlo, sin perjuicio de los derechos que las leyes del Estado reconozcan a las lenguas de las provincias o regiones». Declaraba que «salvo lo que se disponga en leyes especiales, a nadie se le podrá exigir el conocimiento ni el uso de ninguna lengua regional», pero estatuía en materia educacional lo siguiente: «Las regiones autónomas podrán organizar la enseñanza en sus lenguas respectivas, de acuerdo con las facultades que se concedan en sus Estatutos. Es obligatorio el estudio de la lengua castellana, y ésta se usará también como instrumento de enseñanza en todos los centros de instrucción primaria y secundaria de las regiones autónomas. El Estado podrá mantener o crear en ellas instituciones docentes de todos los grados en el idioma oficial de la República».

La Constitución vigente desarrolla en forma aún más amplia esta orientación de diversidad en la unidad, o, si se prefiere, de unidad en la diversidad. «El castellano –dice– es la lengua española oficial del Estado. Todos los españoles tienen el deber de conocerla y el derecho a usarla. Las demás lenguas españolas serán también oficiales en las respectivas comunidades autónomas de acuerdo con sus Estatutos. La riqueza de las distintas modalidades lingüísticas de España es un patrimonio cultural que será objeto de especial respeto y protección».

No se puede negar que la conversión de los textos constitucionales en realidad vivida y concertada no ha sido fácil ni lo es todavía. Dentro de la República española se sancionaron el Estatuto de Cataluña el 15 de septiembre de 1932 y el Estatuto del País Vasco, ya en plena guerra civil, el 6 de octubre de 1936. En el actual régimen democrático han ido surgiendo los diversos estatutos regionales: Cataluña, Euzkadi, Galicia, Canarias, pero también Valencia, Andalucía y otras regiones más se han organizado como comunidades autónomas, extendiéndose, lo que parece tal vez más extraño, hasta Extremadura y la propia Castilla, cuyo solo nombre fue siempre el símbolo de la unidad férrea y del poder central.

Las dificultades han surgido, no sólo para redactar cada estatuto, sino para su aplicación, sobre todo en el aspecto de las transferencias. Perdóneseme la libertad, a este respecto, de relatar una anécdota personal que considero muy reveladora. Hace poco tiempo, en Madrid, siendo Presidente del Gobierno Adolfo Suárez, fui invitado a almorzar en la Moncloa. Hablamos con la libertad acostumbrada entre españoles del Viejo y Nuevo Mundo, sobre los problemas de nuestros países y de la humanidad en general. El presidente Suárez, dentro del tema de las autonomías, en determinado momento me dijo: «Yo sé que usted es buen amigo de los vascos. Quisiera pedirle les dijera que yo no deseo otra cosa que el cumplimiento fiel del Estatuto». Respondí, de inmediato, «Presidente, es muy casual lo que voy a decirle, pero ayer mismo estuve reunido con senadores y diputados vascos y me pidieron, si tenía la oportunidad de hablar con usted, le manifestara que ellos sólo querían el cumplimiento fiel del Estatuto. La cuestión estaba en armonizar la interpretación que una y otra parte le daban. Eran días de tensión entre el gobierno central y los vascos. Éstos habían decidido por entonces abstenerse de asistir a las Cortes y sólo como una deferencia especial habían concurrido a un agasajo que me ofreció la Directiva del Congreso. El problema de las transferencias se hacía en su tratamiento cada vez más tirante, y cada una de las partes estaba convencida de que su posición era exactamente, ni más ni menos, la que el Estatuto preveía.

El funcionamiento de las comunidades autónomas ha causado muchos dolores de cabeza. Resuelto elegantemente el asunto en la Constitución, el funcionamiento del complejo aparato oficial ha dado lugar a no pocas disquisiciones y polémicas y hasta, quizás, a arrepentimientos. Una distinguida personalidad me dijo que la Academia tendría que resolver una cuestión semántica: lo que debe entenderse por «nacionalidades» y «regiones». A amigos míos muy estimados me he atrevido a invocarles el refranero popular muy nuestro, según el cual es necedad matar al tigre y después tenerle miedo al cuero. La norma constitucional acertó: discutirla es ocioso; lo procedente es encauzarla positivamente.

Es cierto que quizás no se esperaba el que después de Euzkadi, Cataluña, Galicia y el archipiélago Canario, la profusión de las autonomías se hiciera extender tan de prisa. Es cierto que la multiplicidad de competencias en el aparato burocrático (Estado, Regiones, Provincias, Municipios) ha producido una fronda costosa, hipertrofia del mismo. Es cierto que en cada comunidad autónoma ha habido sentimientos independentistas más o menos vigorosos que no se sienten satisfechos y demandan una solución más radical. Es cierto que en algunos casos, los grupos extremistas han abrazado el camino de la violencia terrorista, lo que provoca reacciones diametralmente opuestas en algunos y motiva posiciones incómodas en otros, porque se les pretende imputar su condenación a la violencia como infidelidad al sentimiento del pueblo respectivo, y en Madrid los acusan de debilidad frente al crimen político. Pero, en general, las mayorías han mostrado claramente su percepción de que el sentimiento nacional de la respectiva comunidad autónoma no envuelve desconocimiento del común denominador español, que pudiera muy bien arroparse –como lo expresé antes– con una versión renovada y auténtica de una verdadera hispanidad.

Cuando tuve el inmenso honor de recibir el doctorado honoris causa de la Universidad de Deusto, en Bilbao, recordé a mis maestros jesuitas que en el Colegio San Ignacio del tiempo de mi infancia y de mi adolescencia supieron inculcar en mi espíritu un gran afecto admirativo por el pueblo vasco, por sus convicciones, por sus ejecutorias y por su innegable contribución a la historia. Pero rememoré también que entre ellos un vasco, orgulloso de serlo, el padre José de Errasti, puso el mayor empeño en hacerme penetrar los secretos de la lengua española; y otro vasco de aquéllos, el padre Luis María Arrizabalaga, me llevó de la mano a través de la historia de España, para hacérmela conocer y amar. Podría haber añadido que, en los días de la República española, convulsionada y predestinada a la tragedia, vascos como Víctor Iriarte en Venezuela y como Joaquín Azpiazu, a través de sus libros, desde Madrid, me ayudaron a entender la inmensidad y complejidad del drama; y más tarde, otros vascos, entre los cuales no quiero dejar de mencionar a Manuel Aguirre Elorriaga, me aportaron valiosos elementos de juicio para captar la inmensidad del proceso que está viviendo el mundo y que trepida en los países de habla castellana en este portentoso y traumático siglo XX.

Las autonomías no son algo artificial. Responden a una realidad fortalecida por los siglos. Así como la unidad española tampoco fue obra del azar, ni circunstancia fortuita de la alianza matrimonial entre los monarcas de diversos reinos. Fue una imposición de la geografía, un efecto causado por la historia, una demanda de la defensa de ideales comunes.

El régimen de las autonomías, a pesar de todo, funciona. El sentimiento autonómico es de lo más auténtico del modo de ser español. El sistema funciona con sorprendente moderación en Cataluña, sorprendente para quienes esperaban un radicalismo catalán como anuncio de insalvables contiendas. Funciona en Euzkadi, a pesar de los estallidos periódicos de ciegos empeños que arrebatan vidas pero no logran trastornar las mentes. Funciona en Galicia, donde, después de rendirse testimonio de españolidad ante el Sepulcro del Apóstol Santiago, vuela como un susurro en las fiestas de Compostela la dulce lengua con que supo labrar sus versos imperecederos la gran poetisa gallega Rosalía de Castro. Funciona en el archipiélago canario, con sus siete islas, tan cercanas geográficamente al continente africano, tan unidas espiritualmente a Venezuela y al resto del continente latinoamericano.

Tengo la satisfacción de poseer los cuatro hermosos tomos que recogen los trabajos parlamentarios para elaborar la Carta, y en ellos va el texto definitivo de la Constitución, en castellano, en balear, en catalán, en gallego, en valenciano y en vascuence. No podía haber mejor testimonio de esa «riqueza de las distintas modalidades lingüísticas de España» como un «patrimonio cultural», de que habla el artículo 3 de la misma Carta.

En el momento de promulgarla, el 27 de diciembre de 1978, el Rey Juan Carlos dijo: «Los pueblos de España tienen planteadas grandes demandas en el orden del reconocimiento de sus propias peculiaridades, del trabajo, de la vida familiar, de la cultura y la igualdad efectiva de las oportunidades en el ejercicio cotidiano de la libertad. A todo ello hemos de consagrar nuestros esfuerzos en el tiempo que se avecina».

Esto es lo que Bolívar quería para su América, para nuestra América. Lógicamente, ya nuestros países no podían conformarse con el ofrecimiento de sus autonomías. La distancia marcada por el océano atlántico, la separación definida por la historia, el surgimiento de una nueva raza, dentro del ecumenismo de la raza hispánica, determinaban irreversiblemente la independencia, y nada menos que la independencia, por la cual luchó; como –según su frase– lucharon los catalanes y demás españoles «en la guerra contra Napoleón, defendiendo la independencia nacional». Pero, por encima de las diferencias locales, esa «nación de repúblicas» que Bolívar señalaba en su luminosa carta a O’Higgins, era y seguiría siendo una parte del mundo español, que no iba a renunciar a lo suyo, sino a enriquecer y fortalecer la presencia hispánica en el mundo.

Estoy convencido de que la España de las autonomías, hoy, entiende a Bolívar como jamás pudo entenderlo la España del centralismo absorbente y del absolutismo negador de la libertad.

España ha sido comparada con un árbol robusto y añoso, nutrido con raíces que abarcan un estupendo conjunto de variadas etnias y culturas. Ese conjunto encontró su definitivo crisol a través de la empresa del Descubrimiento y la Conquista. Sería ignorar el destino de la humanidad intentar desmerecer la hazaña de Colón, a quien Bolívar quiso perpetuar en la toponimia de la libertad, dando su nombre a la más grande y genial de sus creaciones, la República de Colombia, que comprendía a la Nueva Granada y Venezuela y, después, también, al Reino de Quito, la primera de las cuales conserva con orgullo la denominación.

Si Bolívar viviera, el Medio Milenio del Descubrimiento no sería sólo una fiesta de Cristóbal Colón: sería una fiesta suya. En cuanto a la Conquista, fue una empresa de españoles de todos los orígenes y de todas las antiguas nacionalidades. Su sangre, la fundieron y le dieron por denominador común el idioma, cuya defensa como factor de integración hizo con mano maestra nuestro compatriota Andrés Bello.

Tuvo razón el Padre de la Patria  cuando en la Carta de Jamaica dijo: «Nosotros somos un pequeño género humano». Pero ese pequeño género humano, destinado por la misma razón de su ecumenicidad (la «raza cósmica» de Vasconcelos) a servir a la aspiración de una humanidad integrada y solidaria, llevaba como norte de su acción el tesoro de una cultura que dejó mensaje para todos los tiempos en el portento cultural del Siglo de Oro. Francisco de Vitoria, el alavés, desde la Universidad de Salamanca fue el defensor de los derechos de los indios y el precursor del ordenamiento jurídico internacional. A siglos y leguas de distancia, Bolívar, en cuya sangre se mezclaron las nacionalidades españolas que hoy reclaman y defienden sus autonomías, fue el personero de las razas oprimidas y el campeón de la libertad. Aunque no haya tenido en sus ancestros cromosomas amerindios o africanos –que algunos han pretendido imputarle como culpa y que él habría deseado bien tener para redondear la titularidad de sus hazañas– fue, como me he atrevido a afirmarlo alguna vez, un producto del mestizaje cultural que vino a completar la participación de los pueblos ibéricos en el concierto universal.

En la personalidad de Bolívar se fundieron el vasco y el castellano; sus genealogistas han fijado antepasados suyos en Galicia y en Santander; lo andaluz lo representaron, entre otros, un abuelo, Marín de Narváez, natural de Granada, y una abuela, Juana Villela, de Palos de Moguer; y los Toro de Teror lo vinculan con las Islas Canarias. Era una derivación natural la que le llevó a encarnar, con toda esa sangre cargada de autonomías, el ideal de la Independencia suramericana.

Tengo la honda convicción de que cuando un vocero calificado de las comunidades autónomas de la nueva España democrática se refiere a Bolívar, está hablando por todas. Algo más, está señalando a Bolívar como un adalid a imitar, como un ejemplo a seguir, como un profeta inspirador de la lucha incesante de cada pueblo por afirmar su propia identidad. Esto lo encuentro cuando leo a mi admirado y lamentado José Antonio Aguirre hablando de Bolívar: Aguirre, el primer lendakari de Euzkadi, que tanta falta ha hecho en el trajín de encontrar claros rumbos para la España de hoy: «Quiero apuntar únicamente, –afirmó él– que dentro del alma de todo vasco existe para Bolívar un fondo de profunda admiración, respeto y afecto. Como libertador de pueblos, como fundador de doctrinas magníficas que alumbrarán un día en todo su esplendor, porque todavía la doctrina de Bolívar no ha dado todo su rendimiento. Yo os hablo con esta emoción, como vasco, hacia aquel que, sabiendo libertar pueblos, tuvo pensamientos que están inscritos en siglos de historia nuestra».

La democracia y las autonomías son elementos característicos de la nueva realidad española. Han zozobrado en algunos momentos, pero han sabido prevalecer. En las autonomías habría que señalar, como lo observa Oliveira Martins, «la espontaneidad de la formación». Y en cuanto a la democracia, bastaría recordar los mejores textos de las mejores épocas, desde las lecciones magistrales de Cervantes y Quevedo, o las tesis de Vitoria, Suárez y Mariana, hasta las expresiones del teatro clásico español, como «del Rey abajo, ninguno» o «Fuente Ovejuna, todos a una, señor».

«España fue siempre una democracia, nos enseña el mismo Oliveira Martins en su Historia de la Civilización Ibérica–. Lo fue en su estado de tribu; lo fue bajo el régimen municipal romano. La invasión de las instituciones aristocráticas germanas no pudo destruir la anterior constitución de España ni enraizar en ella el régimen de herencia y de casta, como lo hizo en el resto de Europa. Este hecho social-histórico, amalgamado con el carácter de la raza, con la nobleza, el orgullo y la independencia personal, hizo de la Península una democracia –ya militar, ya eclesiástica, ora monárquica, ora oligárquicamente gobernada–. El fondo, como las rocas ígneas, permanecía inmutable; lo demás era accidentes, sujetos, como los terrenos superiores, a las influencias devastadoras de las corrientes, esto es, a las acciones determinadas por la voluntad de los hombres. Por ello lo más sólido es reconstituir la sociedad sobre la base de la democracia».

Cuando el Rey actual, al asumir su delicado rol –que ha desempeñado hasta ahora con tanto coraje como inteligencia–, dirigió su primer mensaje a su país y al mundo, señaló a su patria como «el núcleo originario de una gran familia de pueblos hermanos». Con ello, de entrada, aseguró la simpatía de veinte naciones o, mejor dicho, de veinte repúblicas que aspiran, como decía Bolívar, a constituir una sola nación. Fieramente apegados a sus independencias, los une un sentimiento común, que extiende su fraternidad a las nacionalidades que, unidas, forman el Estado español en Ultramar. El Rey quizás no podía percibir en ese instante, que al hablar de ese núcleo originario de una gran familia de pueblos hermanos se refería también, en cierto modo a otra familia, menor en territorio y población pero de más larga ejecutoria: una familia de pueblos hermanos que devino en núcleo originario de una más vasta comunidad y cuya propia solidaridad se consumó cuando fueron juntos a organizar y promover los otros pueblos que en feliz mestizaje surgirían de la audaz aventura consumada a través de siglos y de mares.

La llegada de Juan Carlos al Panteón Nacional de Venezuela, donde se veneran las reliquias de Simón Bolívar, no fue solo el abrazo de la reconciliación; fue el pacto sellado de mantener vigente su mensaje perenne de liberación de nuestros pueblos. Aquella llegada tuvo sentido histórico, pero más todavía, tuvo un acento bíblico. No fue el regreso del hijo pródigo a la casa paterna, sino el retorno del padre extraviado, al hogar familiar.

Permítaseme citar una vez más a Oliveira Martins, por creer una afirmación suya el corolario indispensable de los conceptos hace poco transcritos: «El héroe vale por la suma de espíritu nacional o colectivo que en sí encarnó; y en un momento dado, los héroes consubstancian la totalidad de ese espíritu». Yo así lo creo. Por ello considero que en la nueva España, en la España que quiere vivir una fraternidad que históricamente la vincula con la gran nación latinoamericana, en la España democrática, en la España de las autonomías, se ha hecho realidad o está en trance de hacerse, la afirmación de un escritor español, allá por los días cuando el general Primo de Rivera, en nombre del Rey Alfonso XIII, colocó en Madrid la primera piedra de un monumento al Libertador que la marcha de los sucesos no dejó realizar, o cuando se levantaba el de la Puebla de Bolívar: «cada día se extiende más y más en la conciencia de nuestro pueblo esta verdad: que Bolívar es el español más grande del siglo XIX. El más grande y el más español». Esta idea nos alienta para cantar, refundiendo todo lo expresado, con la música sonora de los versos de Rubén Darío:

Mas la América nuestra, que tenía poetas

desde los viejos tiempos de Netzahualcóyotl,

que ha guardado las huellas de los pies del gran Baco,

que el alfabeto pánico en su tiempo aprendió;

que consultó los astros, que conoció la Atlántida,

cuyo nombre nos llega resonando en Platón,

que desde los remotos momentos de su vida

vive de luz, de fuego, de perfume, de amor,

la América del grande Moctezuma, del Inca,

la América fragante de Cristóbal Colón,

la América católica, la América española,

la América en que dijo el noble Cuauhtémoc:

«Yo no estoy en un lecho de rosas»; esa América

que tiembla de huracanes y que vive de amor,

hombres de ojos sajones y alma bárbara, vive,

Y sueña, y ama, y vibra, y es la hija del sol.

Tened cuidado, ¡Vive la América española!

Hay mil cachorros sueltos del León español.

Muchas gracias.